Capítulo 2

-Luca-

El hombre chillaba de dolor ante cada golpe que le propinaba. Apenas si se podía levantar del suelo del cubículo en el que estábamos, donde solo se veían una mesa y una silla. Edwin tomó al individuo para acomodarlo de nuevo en el asiento; se hallaba en el piso porque yo lo había golpeado con fiereza, tirándolo.

–Luca, creo que ya es suficiente–me susurró Edwin casi al oído.

—¡Púdrete!–le contesté mientras me sentaba en el borde de la mesa y seguía bebiendo mi lata de cerveza.

–Ya les dije que no tengo nada–el hombre parecía a punto de echarse a llorar. Se le notaban raspones en los brazos, el rostro machucado por los golpes, y le salía sangre por la boca y la nariz.

–Vamos… idiota, ¿creías que al engañarnos te ibas a salir con la tuya?–mascullé aplastando con mi pie su garganta.

–Duele… –gimió molesto e incómodo.

–Lo sé –admití sin inmutarme.

–¡Yo… yo no sabía que ese sujeto no tenía datos reales acerca del secuestrador!–vociferó.

Flexioné la pierna, la silla se vino para adelante y el sujeto se quitó la sangre que le chorreaba de la boca. Decidí tomarme un descanso separándome de la mesa. Ese cerdo estúpido estaba haciéndome tardar más de lo deseado, así que Edwin se acercó para hablar con él.

–Vamos, viejo, ¿por qué nos engañó? –insistió mostrándose un poco más pacífico.

–¡Juro que no lo sé! –gritó el individuo, envuelto en disgusto.

No soporté su impertinencia: estrujé la lata de cerveza tirándola a un lado, y di dos zancadas rumbo al sujeto, que al verme venir trató de ponerse en pie. Más rápido que él, no lo dejé hacer el más mínimo movimiento; lo tomé por la ropa irguiéndolo, y volví a golpearlo. Mi puño se cerró con letalidad sobre su rostro. Cayó al suelo escupiendo sangre en el mugriento polvo.

–Eres una porquería –caminé en dirección a esa rata y lo pateé varias veces. Se retorcía de dolor, chillando e insultándome.

–¡Luca, para ya! ¡Vas a matarlo!–alzó la voz Edwin en un intento por detenerme. Sin embargo, no me importaban sus palabras. En síntesis, no me importaba nada de nadie, y menos ese estúpido que yacía tirado en el piso. Volví a patear al tipo, que se retorció producto de mi golpe–. ¡Te volviste loco!–reclamó a los gritos Edwin, que se ubicaba a mi espalda.

Por lo visto, el tiempo que llevaba junto a mí no le había bastado para comprender que lo mío no se debía a la locura. Sencillamente, yo era así.

El sujeto gemía con espasmos por el dolor que le causaban los golpes, y la sangre se precipitaba de su boca convirtiéndose en finos hilos desprolijos. Cuando se levantó como pudo, noté que su mano izquierda se aferraba a su abdomen, y que la otra se alzaba temblorosa.

–¡Eureka! –susurré al ver el gesto del hombre esforzándose por hablar.

–Un… un sujeto me pagó –confesó a duras penas.

–¿Quién? –inquirió Edwin acercándosele, en tanto lo ayudaba a sentarse en la tierra.

–No lo sé –la voz salía por su boca de forma entrecortada a raíz del dolor––. Solo me pagó para que los engañase.

Apreté la mandíbula con desagrado ante su respuesta; de no haber sido por una de mis visiones, habría sido engañado con toda la tranquilidad del mundo.

–Los datos del supuesto secuestrador eran falsos –intervino Edwin.

–Eso… eso no… no lo sabía–respondió—. Solo debía… intercambiar la información, para confundirlos.

–¡Mentira! –sentencié enfurecido, y volví a azotarlo.

–¡Deja de golpearlo! –ordenó Edwin, pero una vez más opté por no hacerle caso—. ¡Luca! –me tomó del brazo empujándome para atrás a fin de que soltase a ese tipo—. ¡Vas a dejarlo inconsciente!

Aunque pareciese irónico, Edwin trabajaba cerca de mí como si fuese mi conciencia. Por desgracia, lo que él aún no había descubierto es que yo no poseía tal remordimiento. De hecho, ni el dolor de ese hombre ni la desesperación de Edwin me provocaban un rastro de compasión.

Ya no recordaba cuál había sido el instante en que perdí eso que cualquiera tiene: el sentir. En mí, no se daba de acuerdo con lo habitual ni lo correcto; a lo mejor, nunca tuve la sensibilidad de una persona normal. Estaría de más decir que ni por un minuto de mi vida me consideré parte de la “normalidad”. No recordaba un momento en el que hubiera tenido algo que valorara, o quizás sea que en ningún momento dispuse de nada.

Me odiaba, pero no bastaba con eso: necesitaba más, requería autodestruirme sin cesar. Poco a poco caía en la cuenta de que hiciese lo que hiciese, ya no me asombraba nada. Yo estaba vacío, era un indigente que carecía de todo, la vida me había castigado vaciándome por dentro, al punto de no sentir nada por nadie.

Como podía preverse, el sujeto quedó inconsciente debido a mis golpes.

Para desgracia de ese tipo, el destino lo llevó a cruzarse en mi camino. Últimamente me había vuelto un intolerante con aquellos que mi mente me mandaba; no exhibía ni un mínimo de piedad hacia ellos. En realidad, jamás había sentido compasión; acaso mi trato se dosificaba porque para mí, la gente y el mundo eran predecibles: desde el recorrido de una hormiga al hormiguero, el viaje de una hoja a través del viento; el frío y el calor; e incluso la lluvia, que ni en una ocasión me sorprendió, como a los demás, al salir de un lugar.

            Convivía con una maldición… una especie de demonio que caminaba pisándome los talones, que susurraba en mis oídos las voces y sonidos que no deseaba escuchar; que hundía sus espectrales dedos en los cuencos de mis ojos para arrancármelos con crueldad extrema y siniestra… Yo no veía oscuridad alguna, volteaba mi rostro en todas las direcciones posibles, y allí divisaba a esas personas mostrándome sus miserias. Iban de un lado a otro volviéndome loco. Trabajé mi indiferencia para con esos desconocidos que no respetaban edad, color, tamaños, personalidades; necesitaba, de alguna manera, sentirme libre de ellos. Solo existía una persona de la cual yo no había logrado despegarme por ningún medio posible; la totalidad de las visiones que atestaban mi razón se disipaban porque ella surgía en el fulgor de mi mente, consiguiendo ocuparla por completo.

Desvergonzada, intrépida, cruel, llegaba para dar la estocada final a mi nefasta existencia. Yo no había matado a nadie, a pesar de que tuve miles de oportunidades. Por cuestión del destino, por suerte o por errores propios, las personas que se toparon conmigo estuvieron al borde de morir. Y si no perecían, era por pura casualidad.

Cinco días atrás mi maldición me mostró que dos personas vendrían por mí. Yo las había engañado y se percataron de ello un día después de sucedido.

Aún no había experimentado lo que era matar de verdad a alguien.

Cinco días atrás dejé un mensaje en el celular de Edwin. Si mis cálculos no eran incorrectos y mi capacidad de deducción trabajada con esmero durante estos años no fallaba, en estos momentos debería estar sonando el celular de Edwin.

«Edwin, estoy en The Dark Hedges, cerca de la carretera Bregagh Armoy. Ven. Ahora».

Me moví por la tierra húmeda intentando levantarme, pero uno de ellos me había golpeado tan fuerte en las costillas, que pensé que moriría del dolor. Arañé la tierra enterrando los dedos para juntar fuerza y así pararme; gruñí por el sufrimiento cuando mi cuerpo se torció al erguirse. Me habían llevado en un automóvil hasta The Dark Hedges, en plena madrugada. Estaba tan oscuro que apenas si lograba ver a mis captores; solo las lejanas luces encendidas del automóvil se perdían entre los árboles, dando así una tenue luminosidad.

Golpeé a uno de ellos con escaso éxito, pues se compuso con rapidez. Para mi mala suerte, yo no era capaz de controlar mis visiones, y fue ahí que ella volvió a presentarse. Esos tipos literalmente me mataban mientras ella plagaba mi pensamiento de cosas tan hermosas como extrañas. Mis brazos se adormecían ante esas visiones, incapacitándome de realizar movimientos fuertes y precisos, y facilitándoles que me reventaran a golpes.

Ella invadió mi piel por dentro de un modo en que nadie nunca lo hizo. Un extraño cosquilleo de bienestar recorría mi ser, mezclándose con el dolor que sufría en esos instantes; mi cuerpo siempre era terreno de batallas horrendas y ahora, de la nada, la felicidad serpenteaba por mis entrañas como una sensación indeseable. La vi mirándome con esos ojos grandes que brillaban cálidos; observándome… a mí, solo a mí. Me estremecí al sentir algo tan real.

Uno de esos tipos me volteó para adelante. Mi mirada se perdía en medio de los oscuros árboles que se elevaban imperiosos, enredándose unos con otros cual si me encontrase atrapado dentro de una jaula hecha de ramas.

–¡Aún te quedan ganas de sonreír, hijo de perra!–mi boca se había curvado apenas, no pude evitarlo. Era ella… ella provocaba esa mueca en mí.

Los hombres me levantaron. Mi cuerpo se tambaleaba, carecía de todo control sobre mí mismo. Yo simplemente ya no estaba allí. En esas circunstancias, ella había tomado la totalidad de mí. No me hallaba en ese sitio, mi cuerpo quedaba a merced de esas dos personas, porque yo ya había dejado de estar ahí…

Me encontraba con ella, sonreía, disfrutaba, la amaba; y de pronto, mi mente me impulsó a un instante en particular: los acantilados. Ella, llorando, se aferraba a mi mano. Alguien a quien no identifiqué la empujó alejándola de mí.

No conseguía vislumbrar quién era la otra persona, y de repente volví a verla al borde del acantilado. El viento removía su cabello con violencia.

Yo disparé.

Noté su mirada vidriosa, y su boca, que había adquirido un color rosado intenso en contraste con la palidez de su rostro, se abría apenas en respuesta a lo que yo hacía. Disparé de nuevo; sus pies vacilaron llegando al borde del abismo, y sus brazos se desplegaron con sutileza, en una aterradora forma de decirme adiós.

En cuanto aquellas imágenes atravesaron mi pensamiento, quedé paralizado, presa del terror y del pánico; percibí por primera vez lo que era matar, en tanto que una detestable sensación de amor-odio bregaba como un alma en pena por mi cuerpo, lacerándome de una manera terrible.

Grité ahogándome con mi propia sangre; lloré sin poder recuperarme de lo que mi asquerosa mente acababa de revelar.

–¿Estás llorando?–escuché la voz de uno de ellos jalándome del cabello para verme la cara.

Las sensaciones de dolor de mi corazón se mezclaban con los padecimientos causados por la seguidilla de golpes, confluyendo en un fuerte deseo de morir allí. Grité a tal punto que creí inhumano padecer semejante dolor. Esa chica me había tendido una trampa e iba a ser mi perdición.

En esos momentos era cuando me daba cuenta de que la maldición mostraba que no podía salir airoso de mis visiones. Era un simple y frágil humano, y de haber sabido que iba a atravesar tal sufrimiento al conocerlo, no habría enviado un mensaje al celular de Edwin cinco días atrás.

Sin lugar a dudas habría dejado que ese par de tipos terminaran conmigo ahí mismo.

Me arrastraron, no supe en qué dirección, con mi pecho agitándose entre gritos y dolor. Un disparo seco se oyó proveniente de los árboles. Me soltaron y mi cuerpo cayó vencido encima de la hierba.

–¡Ese sonido viene de cerca!–se alarmó uno de ellos.

–¡Diablos!–dijo el otro caminando hacia mí para jalarme del cabello y aproximar mi cabeza a su rostro–. ¿Cómo carajo lo haces?–vociferó clavándome una mirada atestada de aborrecimiento.

Edwin corrió en medio de los árboles tras dejar las luces encendidas de su automóvil. Vio a un par de metros otro auto con las puertas abiertas y los focos prendidos. Corrió en esa dirección empuñando con fuerza el arma.

Moví la cabeza por la hierba en un vago intento de componerme, pero no tenía fuerza alguna. Volvieron a tironearme de la ropa, y mi estómago se resquebrajó por una patada que me propinaron; fue ahí que escuché un segundo disparo.

Uno de ellos chilló de dolor apretándose el muslo. Edwin le había dado sin lograr matarlo.

––¡Si uno de ustedes dos se mueve, los mato! ––amenazó Edwin acercándose a nosotros a máxima velocidad.

Corrió directo a mí, me tomó por los hombros y pudo voltearme mientras ese par de idiotas escapaban. El dolor que había dejado esa visión en mí era devastador; la maldición había surtido una especie de juego macabro mezclando mi presente con mi futuro, y haciendo que el sufrimiento se agudizara el doble.

–Luca, Luca–susurró Edwin tocándome el rostro.

Apenas si podía abrir los ojos para verlo. Ahora el pecho producía pequeños espasmos, y la boca y el mentón se habían manchado con mi sangre. Sollozando con debilidad, y con un último ápice de energía, traté de hablar.

Edwin rebuscó en sus bolsillos, sacó un celular y marcó de inmediato el número de emergencias.

–Ma… mátame… ¡mátame!

Con esas simples palabras, mi voluntad se esfumaba junto con mi conciencia.

Desde aquella noche, en tanto mi cuerpo se sanaba de las heridas, y ante la desventura de seguir vivo, planeé batallar a mi futuro. El razonamiento era simple: si yo iba a matarla, entonces debería acabar con esa persona antes de que ella acabase conmigo.

Me había convertido en un cazador, y desplegué la totalidad de ese tiempo para estudiar a la que sería la victimaria de mi propia desgracia.

Pasé un mes entero recuperándome.

«Corre tanto como puedas. Porque si te atrapo, te mueres».

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