John apenas lo miró, concentrado en su tarea.—Se fue a casa.Dante suspiró, aliviado.—¿Cuándo partió?John esbozó una sonrisa irónica.—Si te apuras, tal vez la encuentres en el aeropuerto.Dante asintió y se preparaba para salir cuando Marta apareció, tambaleándose hacia él. Su cara estaba manchada de tierra, y los brazos y piernas, llenos de raspones; su pierna herida comenzaba a sangrar de nuevo.Dante no dudó. Corrió a su encuentro y la levantó con delicadeza.—¿Qué haces aquí? —La miraba con una mezcla de ternura y preocupación.Marta, acurrucada en su pecho, susurró:—Tenía miedo de que me dejaras.Dante guardó silencio un momento, perdido en sus pensamientos. Al dejarla en la cama, murmuró:—Ojalá Leonor fuera como tú.Marta no dejó pasar el comentario.—¿Leonor se fue otra vez, verdad? La vez pasada también te dejó solo aquí en el frente. No te preocupes, Dante, yo nunca te abandonaría.¿Qué estaba diciendo? Solté una sonrisa irónica y dejé que mis recuerdos me absorbieran un
Al dejarla en casa, Dante se dirigió a una pastelería y encargó un pastel de rosas para mí. Era un postre de edición limitada que volaba apenas salía a la venta, siempre con largas filas de clientes esperando su turno.Esa pastelería pertenecía a la familia de Dante. Recuerdo haberle suplicado muchas veces, con antojo, que usara su influencia para conseguirme uno de esos pasteles. Su respuesta siempre era la misma:—Eres la futura dueña, Leonor. Da ejemplo y respeta las normas del local.Me resignaba, hasta que un día encontré a Marta en esa misma pastelería. Tenía frente a ella varias cajas del pastel, y en cada una apenas había mordisqueado la primera capa. Con una sonrisa burlona, me dijo:—Solo la primera mordida vale la pena.En ese momento odié a Dante. ¿Cómo alguien puede hacer sentir a su novia tan insignificante?Y ahora, muerto, lo veo por fin comprándome ese pastel de rosas. Le saqué la lengua, molesta.—Tarde, Dante. Ahora ya no puedo probarlo, y, francamente, ¡ya no lo qui
Mi diario de guerra explotó en las redes. Las imágenes que capturé mostraban, sin filtro alguno, el impacto de la guerra sobre la gente común.Una de las escenas más impactantes era la de una niña con medio cráneo aplastado. Sin anestesia, Dante, en su desesperación por salvarla, la había atado de pies y manos mientras la operaba de emergencia. Yo, entre sollozos, narraba para la cámara:—Este dolor es insoportable hasta para un adulto. Esta niña solo puede llorar, perder la conciencia… pero no podemos detenernos, no, no si queremos salvarle la vida.Después, mis palabras finales en el video, una declaración llena de esperanza:—Mi sueño es la paz mundial.La imagen congelada en mi rostro se volvió blanco y negro, como si fuera una fotografía póstuma. Mi ataúd, cubierto con la bandera nacional, se convirtió en un símbolo de sacrificio.A mi funeral asistieron colegas y figuras de los medios. Mis padres se sostenían el uno al otro, mi padre abrazaba a mi madre, temeroso de que el peso d
Marta se sobresaltó al ver a Dante, con el rostro endurecido por la barba y una expresión sombría que no auguraba nada bueno. Sin darle tiempo a reaccionar, Dante la abordó de inmediato, preguntándole sobre cada conflicto que había tenido conmigo, tratando de entender por fin quién era realmente responsable de qué.Suspiré, agotada. ¿Para qué? Cuando estuve viva, él jamás me defendió, jamás me escuchó. Ahora que estoy muerta, ¿de qué sirve que interrogue a Marta? No hay retorno para mí.Al descubrir la verdad, Marta decidió no callar nada frente a Dante.—Todo esto fue con tu consentimiento —sonrió con burla.Dante, furioso, se lanzó sobre ella, apretando su cuello.—¡Mientes! ¿Por qué me traicionaste?Marta, con dificultad, susurró:—Dante… eres… un hipócrita…Él la soltó, aturdido. Marta recuperó el aliento y, tomando distancia, le lanzó una mirada fría.—¿De qué te asustas? Mis padres me dejaron bajo el cuidado de tu familia por su bondad y fortuna. Siempre pensé que algún día estar
Me encontraba aturdida por el estruendo de los bombardeos, el sonido ensordecedor resonaba en mi cabeza como un eco interminable. Apenas lograba mantenerme consciente, pero el penetrante olor a desinfectante me devolvió un poco de claridad.A lo lejos, distinguí la figura alta y esbelta de Dante.—Dante, me duele la cabeza —murmuré con esfuerzo, alzando la mano para agarrar su ropa. Alcancé a ver un destello de preocupación en su rostro.Pero en ese instante, Marta, acurrucada en mis brazos, rompió a llorar.—¡Hermano! ¡Me duele la pierna! ¡Estoy sangrando mucho! ¿Voy a morir aquí? ¡Quiero ver a mamá y papá!El llanto de Marta lo desarmó al instante.Dante se agachó rápidamente, me empujó a un lado y examinó sus huesos con precisión, antes de suspirar aliviado. Sin perder tiempo, la cargó en brazos.Yo, desesperada, lo aferré por la pierna.—No te vayas.Dante me miró desde arriba, su voz fría como el hielo:—Leonor, me decepcionas. ¿También ahora tienes que competir con Marta? Solo ti
Mi sorpresa se desvaneció rápidamente cuando me di cuenta de que no estaba mirándome a mí, sino a través de mí. Estaba observando a Marta, aún inconsciente.De pronto, una enfermera de guerra, nueva en el campamento, irrumpió en la tienda. No conocía la relación entre Dante y yo, y traía un mensaje urgente de John:—La paciente que el doctor John estaba tratando ha sido declarada con muerte cerebral. ¿Quiere revisarla usted?Dante se levantó sin prisa, mientras Marta gemía inquieta en la cama. Sin siquiera mirarla, respondió:—El doctor John es tan competente como yo. Si él la ha declarado muerta, no hay nada más que hacer.La enfermera lo observó, atónita.Yo también negué con la cabeza. Dante había visto la muerte demasiadas veces; siempre la aceptaba con frialdad. Su única prioridad era salvar a los vivos.Los muertos no le provocaban ni un atisbo de tristeza.Pero, Dante… esta vez no es cualquier persona. Soy yo. La mujer que luchó a tu lado durante tantos años.¿Ni siquiera quiere
Afuera, sacó su teléfono resistente, ese que usábamos en el campo. Lo miró por un largo rato, con la pantalla aún abierta en nuestra última conversación.Yo había escrito:[Marta me robó mi credencial del trabajo. ¡Se metió en la zona de guerra! Las balas no distinguen a nadie. ¡Dile que se regrese a casa ya!]Dante respondió:[Solo vino a verme. No la critiques tanto. Yo me encargaré de que se vaya.]Y luego, yo:[Eres un médico de guerra profesional, ¿por qué pierdes la cabeza cada vez que se trata de ella?]Su respuesta fue fría:[No la ataques sin razón. Marta aún es joven. Con el tiempo, madurará.]Mi último mensaje fue breve:[Estoy cansada.]La conversación terminó ahí, y parecía que Dante quería escribir algo, pero dudaba.Suspiré, llena de frustración.Marta y yo teníamos la misma edad, pero a los ojos de Dante, todo lo que ella hacía era una travesura de niña, mientras que yo era siempre la villana manipuladora.—¡Ay!Un grito agudo rompió el silencio dentro del campamento. M