Capítulo 3
Le di la dirección, bajo la atenta mirada de desprecio de Mariana.

—Deja de hacer teatro.

Sin embargo, en pocos minutos, una docena de guardaespaldas nos rodearon. Mariana entró en pánico y se aferró al brazo de Diego.

—¿Saben quién soy yo? —preguntó Diego, arqueando una ceja con irritación.

—Señor Diego, por favor, espere un momento.

Incluso mostrando su identidad, los guardaespaldas no se movieron. Nadie sabía que yo estaba saliendo con Alejandro San Lorenzo, el príncipe heredero. Mucho menos sabían que él, tan decisivo y despiadado, en realidad era un joven enfermo de posesividad. Había querido encerrarme solo porque me había acercado un demasiado a un profesor, un hombre de sesenta y tantos años, mientras le hacía una pregunta. Eso me había enfurecido tanto que había roto con Alejandro, lo había bloqueado de todas mis cuentas y había regresado a mi país. Ahí fue cuando conocí a Mariana, nos hicimos íntimas amigas y comenzamos a salir juntas de compras y a tomar el té.

Pensando en el desastre que había causado, volví a gritarle a Alejandro por teléfono:

—¡Si no vienes, olvídate de verme de nuevo en tu vida!

—Solo quince minutos. —Su voz resonó al otro lado de la línea, de manera concisa, pero intimidante.

Ante los imponentes guardaespaldas, Diego finalmente entró en pánico. La gente que lo llamaba «señor Diego» debía conocer su identidad; y el hecho de que la conocieran y no tuvieran miedo significaba que eran más poderosos que él. De repente, se dio cuenta de que había molestado a quien no debía. Le dio una patada a Mariana en la rodilla, quien cayó de rodillas sin poder evitarlo. Volvió la cabeza, mirándolo con lágrimas en los ojos, pero recibió una bofetada.

—¡Idiota! Me has metido en problemas, ¡pídele perdón a la señorita ahora mismo!

Mariana estaba aturdida, con sangre corriendo por su cuello, pero seguía aferrándose al borde de la camisa de Diego, tratando de explicarse. Pero Diego la abofeteó de nuevo.

—¡Pide perdón carajo!

Mariana bajó la cabeza y, a regañadientes, dijo:

—Lo siento mucho, Catalina, me equivoqué.

Como no se atrevía a ponerse de pie, seguía pidiendo perdón, incluso llegó a darse bofetadas a sí misma.

—Tú tampoco te quedes ahí parado, date unas bofetadas tú también —le dije a Diego, alzando ligeramente la barbilla.

Los ojos de Diego se llenaron de ira y preguntó directamente:

—¿Quién te respalda? Ni siquiera mi padre se atrevería a obligarme a que me abofeteara a mí mismo.

Habían pasado diez minutos desde que los guardaespaldas habían aparecido, pero no habían hecho nada, solo se habían quedado formando un círculo. Diego hizo girar los ojos.

—¿No habrás contratado a estos tipos para montar una obra de teatro? —Cuanto más hablaba, más seguro se sentía—: En San Lorenzo nadie se atreve a tratarme así. Solo estás haciendo alarde de un poder que no tienes.

Al oír esto, los ojos de Mariana brillaron y se levantó inmediatamente, tomándome del brazo:

—¡Perra! ¡¿Cómo te atreves a usar trucos y actores para engañarnos!? ¡Te estás pasando! ¡Hoy te enseñaré bien lo que son las reglas!

Alzó la mano para darme una cachetada, pero yo fui más rápida y detuve su movimiento, manteniendo su mano en alto, mientras la abofeteaba.

—Por nuestra amistad pasada, no pensaba golpearte de verdad, ¡pero te atreviste a desafiarme! —me burlé, manteniéndole la mirada—. ¡Hoy te enseñaré quién manda! —exclamé, antes de abofetearla de nuevo.

Las mejillas de Mariana estaban más hinchadas, y la sangre ya había comenzado a brotar de ellas. Y, con los ojos llenos de lágrimas, quería que Diego la defendiera. Pero él ni siquiera la miró, sino que se quedó observando a los imponentes guardaespaldas, quienes, mientras Mariana recibía los golpes, permanecieron inmóviles. Diego se acercó a mí, y los guardaespaldas lo detuvieron inmediatamente.

—¿Quién eres tú en realidad? —preguntó en voz baja.

Me sacudí la manga y dije con indiferencia:

—Aunque no quiero admitir que tengo un cuñado tan idiota como tú, soy tu cuñada.

Hubo un momento de silencio, y Mariana soltó una carcajada:

—¿Tú? ¿En serio crees que Alejandro se fijaría en ti? Catalina, puedes engañar a otros, ¡pero no te engañes a ti misma!

La expresión de Diego se relajó y sonrió.

—Si estuvieras usando el nombre de alguien más, te creería, pero conozco bien a Alejandro…

Antes de que terminara de hablar, el sonido de los neumáticos sobre el asfalto los interrumpió. Un Lincoln alargado se estacionó, y la puerta se abrió, mostrando unas largas y musculosas piernas, seguidas del rostro severo de un hombre.

—¿Quién se atreve a matar a mi hijo?
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