Una semana ha pasado, y para amara el silencio del hospital ya no le resulta ajeno. Es como una segunda piel que se le ha adherido al cuerpo desde que su padre cayó en coma. El pitido del monitor se volvió un metrónomo cruel que marca la vida… y también la incertidumbre.Amara esta sentada al lado de la camilla, con los codos apoyados en las rodillas, las manos enlazadas y la mirada perdida en algún punto del vacío. Sus ojos están hinchados de tanto llorar, pero las lágrimas siguen cayendo, tercas, incontrolables, como si su alma hubiera decidido desbordarse por los ojos.–Papá… –susurra, con la voz hecha pedazos. – No sé si puedes oírme, pero… si hay una parte tuya todavía ahí… por favor, vuelve. Te necesito. Te necesito más que nunca.Su voz se quiebra. La garganta le arde. Se limpia con torpeza las lágrimas de las mejillas, aunque enseguida otras las reemplazan. –No puedo más con todo esto… con Úrsula, con sus juegos, con el miedo de perderte. Siento que me estoy quedando so
Los minutos se arrastran como siglos en la sala de espera. Amara camina de un lado al otro, con las manos temblorosas, con el corazón hecho un puño y la mente repitiendo las palabras de todos los médicos que, hasta ahora, no le han dado respuestas. Solo teorías, suposiciones y silencios.Hasta que, de repente, las puertas dobles del pasillo se abren con un chirrido que hace que todos se giren al unísono. Un médico de mediana edad, de rostro severo y bata desordenada, avanza hacia ellos con paso firme. Lleva el expediente bajo el brazo, pero su mirada está fija en Amara. –Señorita Laveau… –dice con voz grave.Antes de que pueda continuar, Úrsula irrumpe en la escena como un relámpago. La desesperación brilla en sus ojos pintados con precisión quirúrgica, pero ni el maquillaje logra disimular el temblor en sus labios. –¿Qué pasó? –espeta, interrumpiendo sin pudor. –¿Mi marido está bien? ¡Dígame ahora mismo!El médico parpadea, visiblemente irritado, pero se contiene y Amara aprieta l
Carlos guarda silencio unos segundos, como si estuviera buscando las palabras justas. Como si lo que estuviera a punto de decirle pudiera cambiarlo todo. —Hija… sé que hemos hecho un trato. Que he prometido respetar tus decisiones. Pero hay algo que no puedo callarme más.–¿De que hablas padre?– Amara lo observa con el ceño fruncido, confundida. Carlos inspira hondo, como si necesitara prepararse para enfrentar una verdad dolorosa. —No estoy de acuerdo con que te cases con ese sujeto. Con Liam—Su voz es baja pero firme. —Ese hombre no te ama como mereces, Amara. Quizás ahora lo disimula bien, pero en sus ojos… en su forma de mirarte, de controlarte, de envolverte con palabras bonitas… solo veo interés. Ambición. Y una oscuridad que tú, ciega de amor, no alcanzas a ver.Amara abre los labios, pero no dice nada. Es como si un golpe invisible le hubiera arrebatado el aliento.—Él solo busca tu dinero. Tu apellido. Tu posición. Y lo peor… —Carlos traga saliva, con los ojos ardiendo—
La enfermera entra con paso apresurado, pero tratando de no parecer brusca. —Disculpen, ha llegado el final del horario de visitas. El paciente necesita descansar– Su voz se mantiene serena, aunque firme. Carlos asiente con una leve inclinación de cabeza, Amara se inclina hacia él, lo besa con ternura en la frente, y se obliga a no temblar. Pero apenas cruza la puerta, la máscara que tanto esfuerzo le costó sostener se desmorona.Sale casi corriendo, como si la habitación quemara. Como si cada palabra que escuchó dentro de esas paredes se le hubiera clavado en la piel.Apenas pone un pie en el pasillo, sus emociones la alcanzan con violencia. El aire parece más denso. El mundo gira lento.—Señorita Amara, ¿a dónde desea ir? —pregunta Liam, que la esperaba apoyado contra la pared, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Pero al verla… algo en su expresión se suaviza. Sus ojos, oscuros y expectantes, la recorren con inquietud.Ella levanta la mirada, pero no dice una palabra.
El camino hacia la cabaña transcurre en completo silencio, un silencio que se siente denso, casi opresivo, como si el aire mismo pesara sobre ellos. Cada bache en el camino parece golpear más fuerte en el pecho de Amara, que no puede dejar de pensar. Liam. Cristóbal. Su padre. La promesa. Las palabras se mezclan en su mente y se retuercen en su estómago. ¿Cómo puede amar a Liam y, al mismo tiempo, traicionarlo de esa manera? Es una mentira que la consume desde el interior, un veneno que la está matando lentamente. Pero sabe que no tiene opción. La promesa. La maldita promesa.Cuando finalmente llegan a la cabaña, Amara ni siquiera espera a que Liam le abra la puerta. Su cuerpo se mueve por inercia, sus pasos apresurados, descontrolados. No puede pensar. No puede sentir. Solo quiere escapar de todo. Se apoya contra la puerta con una mano temblorosa, introduce la llave y la gira con fuerza, como si eso la liberara de una prisión invisible. Al entrar, el aire parece más denso, como si l
Liam se incorpora ligeramente, la observa desde arriba como si contemplara algo sagrado, algo que ha deseado por tanto tiempo que ahora le parece irreal. Sus dedos tiemblan mientras descienden por su espalda, hasta encontrar el cierre del vestido. Con un gesto cargado de deseo contenido, lo desliza hacia abajo lentamente, desnudando su piel centímetro a centímetro, como si cada parte de ella mereciera ser descubierta con reverencia. Sus pechos, libres de la opresión del sostén, se alzan orgullosos, como dos montañas que desafían al cielo, invitándolo a perderse en su esplendor.Con manos temblorosas, casi en un gesto de adoración, él comienza a descender por su cuerpo, acariciándola con una devoción reverente, como un peregrino que recorre con lentitud el sendero hacia el templo sagrado del placer. Sus dedos rozan su piel con una mezcla de anhelo y respeto, como si cada rincón de su cuerpo fuera sagrado, como si estuviera a punto de revelar un secreto oculto entre sus curvas.Una a
Liam la observa, y en sus labios se dibuja una sonrisa que mezcla el deseo con el orgullo de saberla suya, al menos en ese instante eterno. Cada gemido que brota de la garganta de Amara; quebrado, urgente, involuntario. Es un himno que alimenta su pasión. Con manos que no vacilan, continúa adorando su cuerpo como si fuera un altar sagrado, donde cada caricia es un verso y cada estremecimiento, una respuesta divina.Las piernas de Amara comienzan a temblar, su cuerpo traiciona cualquier intento de control. Está al borde, suspendida entre el abismo del placer y la necesidad de caer. Su humedad, generosa y sin pudor, brota en cascada, marcando su entrega con una intensidad que empapa la piel, el aire, la atmósfera misma de la habitación. Es un lenguaje sin palabras, pero lleno de significados: un llamado a seguir, a no detenerse, a consumirse juntos en el fuego que han encendido.Los gemidos crecen, se tornan gritos contenidos, súplicas disfrazadas de respiración. Amara no puede más.
El alba se cuela suavemente entre las cortinas de lino, tiñendo la habitación con una luz ámbar, casi irreal. El aire huele a piel, a deseo consumado, a un tiempo suspendido entre dos latidos.Amara abre los ojos antes de que el sol termine de despuntar. Por un instante, solo uno, se permite contemplar el perfil dormido de Liam: su pecho subiendo y bajando con calma, la mandíbula relajada, los cabellos despeinados sobre la almohada. Luce en paz… y eso la desgarra por dentro.Con movimientos contenidos, como si temiera que el crujido de las sábanas delatara su traición, se desliza fuera de la cama. El frío de la madrugada le muerde la piel desnuda, como una advertencia. Se agacha en silencio, recogiendo su ropa esparcida como testigos mudos del descontrol de la noche anterior.Justo cuando alcanza su blusa, una voz ronca y cálida rompe la quietud: —¿Qué haces, hermosa…? —murmura Liam, medio dormido, con una sonrisa que aún arrastra los restos de los sueños. Estira el brazo hacia ell