—Eh… está bien —aceptó Juan, desconcertado, aunque no se atrevió a objetar. Si hasta Alejandro obedecía a Luciana, ¿qué podía hacer él?Cuando aparcaron, Luciana cerró los ojos un instante y luego anunció:—Suéltame, necesito bajar un segundo.Alejandro se lo tomó a mal, aferrándose a ella como un pulpo, hundiendo el rostro en su cuello.—Me siento fatal…Luciana se llevó una mano a la frente, sintiendo un dolor de cabeza inminente. Notaba que la palidez de Alejandro había aumentado y hasta sudaba frío. Era obvio que no fingía.—No voy a marcharme —le dijo con firmeza—. Solo quiero comprarte algo para el dolor y vuelvo enseguida.—Que vaya Juan —protestó Alejandro.—No serviría de nada —respondió Luciana, negando con la cabeza—. Él no sabe exactamente qué medicamento necesito.Después de darle un vistazo para evaluar su estado, se dispuso a preguntarle:—A ver, describe tu molestia. ¿Te duele con el estómago vacío o cuando ya has comido? ¿Es una punzada o una sensación de ardor?—Cuand
Justo lo que imaginaba. Ninguna sorpresa en realidad. Luciana exhaló despacio, tratando de serenarse.—De acuerdo, gracias.Martina, con voz llena de preocupación, preguntó:—Luciana, ¿de verdad vas a permitir que Pedro done parte de su hígado?—Solo se lo explicaré. Él está por cumplir quince años y puede decidir por sí mismo.Tras colgar con Martina, Luciana mantuvo el teléfono en la mano unos instantes, y luego marcó el número de Ricardo.—¿Luciana?—Mañana, ¿qué hora tienes libre? Vayamos juntos a ver a Pedro.Al otro lado de la línea, Ricardo comprendió de inmediato.—Está bien.***Como Ricardo tenía asuntos pendientes durante el día, quedaron de verse por la noche en la Estancia Bosque del Verano. Pasadas las siete, Luciana y él se encontraron frente a la entrada del lugar. Padre e hija se miraron con cierta incomodidad y frialdad.—Entraré yo primero —anunció Luciana con serenidad—. Le diré a Pedro que hay un señor enfermo que necesita ayuda. Si él se niega, no lo presiones.—C
Desvió la mirada y unas lágrimas rodaron por sus mejillas.—¿Por qué lloras, hermana? —Pedro se asustó al verla así. Tomó una servilleta para ofrecérsela—. No llores, por favor.—No lloro de tristeza… lloro de alegría. —Luciana sonrió entre lágrimas—. Eres un chico increíble: bueno, inteligente… me enorgulleces mucho.—Jaja… —Pedro se rascó la cabeza, algo apenado—. Pero es porque tú me criaste bien. Eres mi hermana y también mi mamá.—Mi niño… —susurró Luciana, sin dejar de asentir conmovida.Desde el pasillo, Ricardo escuchaba con las manos cubriéndole el rostro. Se contenía para no romper en llanto, pero las lágrimas ya le recorrían la cara.—Luciana, Pedro… —murmuraba con voz ahogada—. ¡Su padre es un miserable! Los he defraudado tanto…Una y otra vez evocaba a su esposa fallecida, la madre de Luciana, y su llanto se volvía aún más desgarrador.—Lucy, ¡soy un maldito! ¡No sirvo! ¡Te fallé! ¡No pude cuidar bien de nuestros dos hijos!Cuando Luciana salió de la habitación, encontró a
—¡Exacto! Yo sé quién es.Aquella confirmación le recorrió la espalda como una corriente eléctrica. Luciana sintió un temblor aún más intenso y la voz le salió entrecortada:—Él… él…—¿Quieres saber quién es? —intervino la voz distorsionada, con un tono burlón—. ¿Tanto tiempo y no pudiste dar con él? ¿Crees que te lo voy a soltar así de fácil?A Luciana le quedó claro que la persona buscaba algo a cambio.—¿Qué quieres?—Algo muy sencillo: cien mil pesos.—¿Cien mil? —repitió Luciana, perpleja.—¿Cómo? ¿Te parece mucho? ¿Crees que no vale esa cantidad? —La voz sonó con fastidio—. En fin. Tienes tres días para pensarlo. Te mandaré la cuenta a la que debes depositar. En cuanto reciba el dinero, te lo contaré todo.—¡Oiga! —dijo Luciana, aturdida, con la intención de preguntar algo más. Pero la llamada ya se había cortado.—¿Luciana? —intervino Ricardo. En un principio, había evitado prestar atención, pero notó el cambio en el semblante y el tono de voz de su hija, así que alcanzó a oír u
Cuando el cielo comenzó a clarear, por fin cayó en un sueño ligero. Sintió que apenas cerraba los ojos cuando el timbre de la puerta la despertó.Aturdida y de mal humor por no haber descansado bien, farfulló:—¿Quién es? —Intentó incorporarse en la cama, pero enseguida sintió un tirón tremendo en la pantorrilla—. ¡Ah!Le dio un calambre. Como doctora, sabía que la solución era estirar la pierna de inmediato, pero con la barriga tan grande, no podía ni acomodarse bien.—¡Ahhh! —gimió con lágrimas en los ojos, intentando alcanzar su tobillo sin lograrlo. Cualquier leve inclinación presionaba su vientre.Mientras tanto, afuera, Alejandro, con el ceño fruncido, seguía tocando el timbre.¿Por qué Luciana no abría la puerta? ¿Sería que estaba molesta y no pensaba dejarlo entrar?No, por mucho que se enfadara, ella no lo ignoraría así si estaba ahí parado. ¿Se habría lastimado? ¿Algo grave? El pensamiento de una emergencia lo sobresaltó.Empezó a golpear la puerta con fuerza.—¡Luciana! ¡Luc
Pero Luciana no se quedaba quieta en su regazo, retorciéndose con incomodidad.—Hmpf… —murmuró él, con una risa apenas audible—. ¿Otra vez quieres deshacerte de mí después de que te ayudo? ¿Tan fácil crees que es mandarme a volar?—¿Deshacerme de ti? —repitió Luciana, confundida. ¿Por qué ese comentario? Aunque, sí era cierto que él le había aliviado el calambre.—¿Entonces qué pretendes? —dijo con un ligero malestar en la voz.Alejandro la rodeó con un brazo y comenzó a masajearle con el otro.—Solo intento ayudarte… ¿Te sientes mejor así?Ella apretó los labios y acabó asintiendo en voz baja:—…Sí, gracias.—Un gusto servirte —murmuró él con suavidad. Al ver que ella recuperaba algo de color en el rostro, la ayudó a recostarse sobre la cama y le secó un poco el sudor de la frente—. Lávate la cara y sal para que desayunemos, ¿sí?—Está bien… —accedió Luciana. Pero en ese momento notó algo—. ¿Y tu cara? ¿Qué te pasó?En la mejilla de Alejandro se veía un corte de al menos un centímetro
—Eso sí, evita que se mojen —añadió—. Y, sobre todo, cuida la herida de la cara para que no te quede marca.Aunque no dependiera de su físico para vivir, Luciana pensaba que sería una lástima que una cara tan atractiva quedara marcada. Guardó el botiquín y, mientras volvía, escuchó que Alejandro se reía por lo bajo.—Tanto que hablas y en el fondo eres bien amable… —murmuró él—. Eres una mentirosa, siempre diciéndome que no te importo.Preparó el desayuno. Al volver, invitó a Luciana con un gesto.—Venga, siéntate. Come un poco. ¿Sabes? Hoy podré salir temprano; si quieres, en la noche te invito a cenar. Así no estarás todo el día encerrada.Luciana probó un sorbo de la papilla de arroz y lo miró con serenidad.—Alejandro…—¿Sí?—¿Mónica sabe que vienes aquí todos los días?Como era de esperarse, la expresión del hombre cambió al instante. Ella suspiró por dentro, consciente de que no quería sacar ese tema, pero se sentía forzada a hacerlo; la situación se había vuelto insoportable.—T
Tras una breve pausa, añadió:—Aun así, te adelantaré algo: tengo pruebas. Puedo garantizar que mi información es confiable.Luciana sintió un escalofrío.—¿De verdad?—Ya lo oíste. —El tono sonó seguro—. Repito: fuera de confiar en mí, no tienes otra opción. Te quedan dos días. Piénsalo bien y no salgas con que aún no decides… porque no pienso esperar más.Acto seguido, colgó. Luciana se quedó agarrando el teléfono, con el ceño fruncido y mordiéndose el labio. Su intuición le decía que tal vez no era una simple extorsión; quizás esa persona hablaba en serio.***Al día siguiente, el misterioso interlocutor no llamó. Y, por su parte, Alejandro cumplió su promesa de no aparecerse, así que Luciana disfrutó de un día de relativa calma.Pasada la medianoche del tercer día, volvió a sonar el teléfono con aquella extraña voz.—Ya se cumplieron las 72 horas. ¿Tomaste tu decisión?—Sí.—Perfecto, te enviaré la cuenta.El tono de quien hablaba era tan confiado que ni siquiera preguntó cuál habí