—¡Tenía razón! —siseó Aidan con rabia mientras ayudaba a su beta a subirse al asiento del copiloto—. Fue demasiado sencillo sofocar las revueltas, porque fueron solo una distracción.
—¿Entonces el verdadero objetivo era la Atalaya? —murmuró Brennan.
—¡Exacto! —Aidan dio vuelta a la camioneta y tomó la carretera al sur, hacia Gales.
Habrían llegado mucho más rápido si se hubieran movido como lobos, pero Brennan no estaba en condiciones de transformarse con aquella pierna herida, tenía que darle al menos un par de horas para sanar.
—No lo entiendo. Se supone que la Atalaya es inexpugnable —dijo su Beta—. ¿Cómo pudieron entrar?
—No tengo idea. —Y era la pura verdad, Aidan ni siquiera la conocía.
La Atalaya era una fortaleza donde primaba la magia antigua, se decía que había sido el palacio real del linaje de Isrión, y precisamente por eso, en más de seiscientos cincuenta años, Aidan se había negado a poner una garra allí. Sin embargo ahora sentía que lo llamaba. Era una atracción extraña, como si fueran dos trozos de un imán, buscándose.
Aidan le ordenó a Brennan que descansara mientras él conducía. La prisión estaba en el corazón de la reserva de Gales, y ahí no había carreteras ni caminos. En ese bosque solo los lycans podían entrar y salir, así que necesitaba a su Beta en las mejores condiciones posibles.
Cuatro horas tardaron en alcanzar la frontera de la reserva, y enseguida pudieron notar la gama de olores extraños. Aidan dejó la camioneta bajo algunos árboles, donde la Guardia ya los estaba esperando.
Tanto él como Brennan sometieron a sus lobos a una transformación total, y se internaron entre los árboles seguidos de otros cinco lycans designados por el Beta.
El bosque de la reserva era inusualmente oscuro incluso de día, pero los olores eran muy nítidos. En menos de veinte kilómetros lograron localizar rastros de lobos extraños. El olor de la guardia siempre estaba mezclado con el cuero de sus uniformes, pero estos rastros olían al moho de las celdas y al hierro de la sangre.
Los siguieron hasta el interior de la espesura, y aunque Aidan jamás había estado allí, podía jurar que sus patas se dirigían directamente a la Atalaya.
De repente un olor extraño lo hizo agachar las orejas y comenzar a correr tras un rastro inesperado, los demás lo siguieron tan rápido como podía, hasta que lo vieron detenerse y cambiar.
—¿Enemigos? —preguntó Brennan, levantándose junto a él.
—No, mira. —Aidan señaló a un peñón que tenían enfrente y sobre él Brennan pudo ver a una loba de gran tamaño.
Bien, «gran tamaño» era un eufemismo, la loba era enorme, tan grande como el lobo de Aidan, y blanca como un trozo de escarcha. Parecía que no cabía una sola mancha en su pelaje.
—¿Es una mujer lobo? —preguntó su Beta con inquietud porque no lo parecía.
—No, eso es lo extraño. Es solo un animal.
—¿De ese tamaño…? ¿Y se tragó un tanque de desechos radioactivos o qué…?
—No lo sé —respondió el Alfa con severidad—. Siempre he escuchado decir que hay cosas muy raras en este lugar.
La loba levantó las orejas y se giró a verlos, y a pesar de la distancia, Aidan sintió que podía perderse en aquellos ojos claros.
Brennan escuchó los gruñidos que salían de los dos y dio un paso atrás.
—No me digas que se van a hacer amigos —ironizó, esperando la pelea.
—No lo creo, hace siglos que los lobos no rinden pleitesía a los lycans. No sé cuándo pero ese vínculo se rompió… Mejor vámonos.
Se dio la vuelta, evaluando las posibles estrategias.
—Llévate a la guardia a seguir el rastro de los prisioneros que liberaron. Yo voy a la Atalaya.
—¿Solo? —se preocupó Brennan.
—No creo que se hayan quedado esperándome precisamente —murmuró Aidan—. Encuéntrame allá un par de horas antes del atardecer. ¡Y Brennan! No se pongan en peligro. No sé por qué, pero tengo el presentimiento de que hay algo más importante aquí que esos prisioneros que escaparon.
Su Beta asintió, tomando de nuevo la forma de su lobo para seguir el rastro y guiando a la guardia lejos de allí, y Aidan se giró hacia aquel pico que se distinguía ya a poca distancia.
No había pasado ni una hora cuando alcanzó la base de la Atalaya. Parecía como si todos sus sentidos lo estuvieran guiando hacia allá.
La estructura era imponente; el castillo de piedra, rodeado por su foso y sus torretas de vigilancia, de verdad parecía inexpugnable.
Apenas cruzó el puente de acceso y el portón principal, sintió como si todo el peso del mundo se posara sobre sus hombros. Cambió con dificultad mientras el único soldado que habían dejado vivo en la prisión salía a recibirlo.
—Señor… —el pobre lycan no sabía si inclinarse, arrodillarse o temblar—. Es todo lo que tengo… espero le sirva…
Le tendió un par de pantalones de uniforme y Aidan se los puso sin protestar. Tenía en mente cosas más urgentes que su ropa.
—¿Cuándo ocurrió? —preguntó secamente mientras caminaba hacia el interior de la prisión.
—Como a las cuatro de la madrugada… no lo vimos venir… todo parecía…
—¿Por qué sobreviviste? —Podía parecer una pregunta cruel, pero el Alfa podía oler el miedo en aquel soldado—. ¿Te escondiste mientras tus hermanos luchaban?
Con el rabillo del ojo lo vio palidecer y no necesitó preguntar más.
Todo el lugar olía a muerte y a sangre. Aidan examinó los cuerpos de los rebeldes que habían caído en el asalto, pero no pudo encontrar nada extraordinario en ellos.
—¿Todos los prisioneros escaparon? —indagó, adentrándose en uno de los enormes pasillos de piedra, rodeados de celdas.
Parecía imposible que simples barrotes pudieran contener a una horda de hombres lobo furiosos, pero cada uno de ellos estaba recubierto en plata. La cercanía con ella no alcanzaba para lastimar a un lycan, pero lo debilitaba, evitando la transformación completa.
—Bueno… casi todos —respondió el soldado.
—¿Casi?
—Yo revisé las celdas cuando se fueron y… hubo un prisionero al que no pudieron liberar.
Aidan frunció el ceño mientras el guardia lo guiaba hacia una escalera en la base de la torre oeste de la prisión. Subió más de cuatrocientos escalones, lo cual debía ubicarlo a más de veinte pisos. En las paredes alrededor había marcas de sangre, huellas de lobos y un penetrante olor a… desesperación.
Al final de la escalera había una sola habitación, y su puerta de madera maciza estaba llena de marcas de garras, estaba golpeada y abollada, pero al parecer no habían logrado abrirla.
—¿Quién está ahí? —preguntó el Alfa, sometiendo a su lobo a una transformación parcial.
—No tengo idea, señor… —respondió el soldado, retrocediendo con temeroso respeto—. El capitán Valak, el encargado de la prisión, era el único que podía subir aquí.
La puerta de madera tenía solo un pequeño agujero rectangular por el que se alcanzaba a pasar un plato de comida, pero nada más. No había cerradura ni nada que indicara cómo abrirla.
—¿Cómo entraba aquí Valak? —gruñó con frustración.
—No entraba… no se puede entrar ni salir de esa celda, señor —murmuró el lycan.
Aidan se giró hacia ella, exasperado. No sabía por qué, pero sentía una extraña necesidad de cruzar aquella puerta. Puso una de sus garras sobre la madera y automáticamente la cicatriz sobre su pecho comenzó a doler. No era el dolor profundo y lacerante de la marca, sino una sensación intensa de desesperación.
Golpeó la puerta varias veces, dándose cuenta entonces de por qué no necesitaba cerradura: tenía un sello de sangre, usado para los casos más extremos en que se necesitaba resguardar algo, y solo la sangre que había puesto el sello era capaz de romperlo.
Los ojos del Alfa se entrecerraron, pensativos. Aquella era la prisión más importante de los lycans, si alguien podía tener acceso a cualquier celda de la Atalaya, debía ser el rey, y él compartía su sangre.
Aidan cerró la mano con fuerza, cortándose la palma con las garras, y luego la puso sobre la puerta. Escuchó solo un silbido suave mientras esta se abría.
Todo el cuerpo del Alfa, sus instintos, sus sentidos, lo prepararon para pelear. Sus ojos se volvieron de un azul claro y brillante, sus garras alcanzaron su máxima extensión, cada músculo de su pecho en perfecta tensión pareció crecer y definirse aún más… pero apenas entró en aquella celda sintió que era lanzado fuera de la transformación, hasta que solo quedó el hombre, sorprendido y a la defensiva.
El interior de la celda era de plata pura, el suelo, las paredes, el techo; parecían espejos donde se reflejaba la luz que entraba por la única ventana que tenía. Ningún lobo podía sobrevivir ahí dentro, al menos no sin volverse completamente loco. Aidan sentía que era doloroso, físicamente doloroso estar ahí, y el pequeño cuerpo tirado en una de las esquinas de aquella cámara de tortura le dio la razón.
Aun sin someter a su lobo, el aroma de aquella criatura le inundó los sentidos. Podía parecer extraño pero habría jurado que olía a nieve, y algo en ella lo hizo estremecerse. Ella… era una chica… y sin saber muy bien por qué, Aidan se lanzó a alcanzarla.
Tenía el cabello oscuro y tan largo que probablemente rozaría el suelo cuando se levantara. Era muy pequeña y menuda, tanto, que parecía una muñeca desmayada, y Aidan sintió que se le encogía el corazón. Algo le pasaba, algo le pasaba a la muchacha y el Alfa no podía comprender por qué eso lo alteraba tanto.
Era una prisionera, una simple prisionera y no había razón para que se preocupara por ella, pero no podía evitarlo, era como si de repente el mundo entero se hubiera convertido en un lugar hostil, y ella fuera su último refugio.
Le despejó el rostro para verla mejor y sintió que todo su… ¡algo!, la reconocía. La levantó contra su pecho intentando despertarla, pero la chica no hizo ni un solo movimiento.
Fue entonces cuando Aidan lo supo: por qué sentía que se estaba muriendo. Bajo la túnica sucia, gastada y manchada de sangre, asomaba la punta de una blanquísima cicatriz. Apartó la tela con una mano temblorosa y la vio, dibujada sobre el pecho de aquella muchacha, una marca exactamente igual a la que él mismo acababa de recibir.
¡Era ella! ¡Ella la que estaba muriendo! ¡Ella la que lo estaba llamando! Aidan sentía que todo su cuerpo estaba a punto de explotar por la rabia, por el miedo, por sentimientos que jamás había experimentado y que, por tanto, no fue capaz de identificar en aquel momento.Con cada segundo que pasaba aquel presentimiento de que iba a morir crecía… pero no era él el que estaba muriendo, y aun así sentía que si esa muchacha desaparecía, él lo haría con ella.Era una lycan, eso estaba claro por la forma en que la plata la afectaba, lo que era inexplicable era la atracción que él sentía por ella y sobre todo, por qué estaba maldita igual que él.—¿Será otra víctima del linaje de Isrión? —pensó en voz alta, pero eso no tenía sentido. Si hubiera sido así, su padre la habr&i
Todo en aquella mujer se había vuelto blanco y pequeño, como de muñeca. Las manos, las diminutas uñas, incluso las pestañas. Su piel parecía porcelana pulida y Aidan casi juraba que podía verla brillar, con esa luz opaca y especial que tenía la luna. O quizás fuera simplemente porque ella era la suya.—Eres mi Luna… —murmuró acariciando su rostro y de repente el hombre, el heredero al trono, el Alfa protector del linaje de Casthiel emergió en él.Parecía indefensa e inocente, pero esa era la palabra exacta: «parecía». Si realmente lo hubiera sido su padre jamás la habría encerrado en aquella celda en la Atalaya. Era una desgracia que después de tantos siglos de soledad, la pareja destinada del Alfa fuera precisamente una enemiga de su corona.Y aún así la necesitaba y la deseaba, todo su espíri
—¿No vas a decirme que estoy loco? ¿Qué mi primer deber es con la corona? ¿Qué debería regresarla a una celda? —preguntó Aidan una vez que Rhiannon se quedó dormida en sus brazos.Había batallado para subirla a un coche, había batallado para subirla al avión y había batallado para que no intentara escapar cada dos segundos. Parecía que no conocía nada del mundo y que le tenía miedo a todo, pero finalmente el agotamiento le había pasado factura y ahora la llevaba dormida en su regazo.—Estás loco. Tu primer deber es con la corona y deberías regresarla a una celda inmediatamente —respondió Brennan con una seriedad que no le creía ni la Diosa—. ¿Contento?Aidan le gruñó porque sabía que era pura ironía lo que salía de su boca.—Bien, ahora pued
Aidan retrocedió, impactado por la profundidad de la rabia en la voz de aquella chica, aunque la suya no era menor. Había esperado siglos por su mate, y ahora ella no quería aceptar que la reclamara, y eso era exactamente igual que…—¿Me estás rechazando? —gruñó.—Te estoy diciendo que no permitiré que me marques hasta que no haya conocido a tu lobo —contestó Rhiannon, después de todo, ella la última lycan de su linaje, por más que Aidan fuera su pareja destinada, no estaba dispuesta a unirse a un lobo que no conocía.—¡Es que no hay nada más que ver! —rugió el Alfa—. ¡Este soy yo, este es mi lobo…!La mirada de Rhiannon se suavizó, incapaz de creer por un momento lo que escuchaba. Por supuesto que había más, mucho más, de lo contrario &eac
Miedo, esa era la palabra exacta para lo que Rhiannon sentía: miedo. Quizás por primera vez en tantos años tenía miedo a algo que no podía controlar, a algo más que morir, y eso era a estar encerrada.No supo si había estado minutos, horas o días en aquella habitación, pero todos sus instintos parecieron despertarse cuando escuchó el clic casi imperceptible de la puerta. El suelo acolchado ayudó a que se arrastrara hasta ella en pleno silencio, y con la punta del índice la empujó.Sintió que el corazón se le saldría del pecho cuando se abrió una pequeña hendija y se dio cuenta de que estaba abierta.«¡Raksha!», llamó a su loba y la sintió revolverse en su atormentada conciencia.«¿Estás bien?», le preguntó.«Creo que tenemos un amigo aquí. Mira&raq
El rey Caerbhall no era un hombre particularmente creyente en las artimañas de las hechiceras comunes, pero no era tan estúpido como para negar que vivía en un mundo donde poderes reales podían cambiar la vida de los lycans; después de todo, su esposa era una prueba viviente de eso.Como sacerdotisa de la antigua religión, Erea había encontrado la forma de cambiar los lazos que unían al humano con su lobo, la forma de someter el espíritu animal y unirlo indisolublemente al hombre… pero ni aun Erea había logrado romper la maldición que pesaba sobre su hijo.—¿Qué quiere decir con que no será capaz de concebir? —preguntó la reina levantando la voz—. Finoa, si vine aquí fue porque los lycans más importantes de mi corte te recomendaron… ¡los avergüenzas a todos!—Me disculpo sinceram
—¿Están bien? —Brennan no quería sonar demasiado preocupado, porque el enojo con su Alfa no se le había pasado todavía, pero no podía evitarlo.Sí, Aidan era un imbécil de proporciones épicas, pero había más valor y lealtad en él de la que salía de su estúpida boca de vez en cuando.—Sí, se quedó dormida —susurró Aidan, levantándose con cuidado para no despertar a Rhiannon.Brennan le sostuvo la puerta de acceso a la escalera para que pasara con la chica en sus brazos. Llegaron al ático, pero en lugar de dirigirse hacia la celda, Aidan la llevó a su recámara y la depositó suavemente sobre la cama, cubriéndola con una manta.—¿Te acaba de poseer un alien? —preguntó Brennan, observando aquello.El Alfa salió de la habitación, cer
«Rhiannon… ¡Rhiannon!», la llamada de Raksha la hizo despertar de un tirón, sentándose en la cama y mirando alrededor, desorientada. «Rhiannon…»«¡No me hables!», replicó la muchacha con rabia mientras se levantaba.Recorrió la habitación en la que estaba. Podía ver el océano a través de las paredes de cristal de más de diez centímetros de ancho, pero el brillo platinado de los vidrios dejaba bastante claro con qué estaba mezclado el cristal. Lo golpeó varias veces, lo golpeó con furia, con desesperación, con amargura, pero un lobo no podría atravesarlo.«Pudimos escapar, ¡a esta hora seríamos libres…!», le gritó a Raksha, llena de frustración.«¡No podía dejar que lo lastimaran, Rhiannon, viste a su lobo&