Cardozo sabe que ocupa un lugar privilegiado en la vida de Marcela Peralta. No en balde es el único capaz de sacarle brillo a esos ojos color esperanza y tiene acceso a sus manos suaves y delicadas.
Su suerte es comparable, acaso, con la de esos chicos que bajan del tren y andan entre brincos, cantos y empujones. Todo de forma amigable, es sano aclarar. Como también es justo decir que los referidos no están locos. O quizás sí, pero, bajo tal perspectiva, Neize sería la capital de la demencia.
Las calles que dan techo al subte están repletas de muchachos con carita pintada y mirada ilusionada. Hombres y mujeres de todas las edades con el pecho izquierdo latiéndoles a mil por hora, porque ésta noche la selección nacional de Neize jugará su primera final de Copa America.
El rival es la Argentina de Maradona y los otros campeones del mundo. No tienen chance alguna de dar la vuelta olímpica por ahí de las once de la noche… o de las once y pasadas, a pesar de ser locales. El anhelo persiste, no obstante. Y es ahí donde la suerte de Cardozo se asemeja a la de estos y todos los chicos de Neize.
—Me estafó —suelta Cardozo, contemplando a los muchachos perderse entre la multitud.
—¿Quién? —pregunta Marcela, un tanto asustada.
Estaba tan concentrada en sus pensamientos, que las palabras provocaron en ella un ligero sobresalto.
—La vida —responde Cardozo—. La vida fue quien me estafó.
—¿Por qué dices eso? —pregunta Marcela, fingiendo estar tranquila.
Lo cierto es que el corazón está a punto de partirle el pecho en dos y el nudo en la garganta amenaza con convertirse en llanto.
—Siempre me vendió la idea de que en el fracaso se sufría, y míralos. Saben que esta noche les irá de la mierda. Que Maradona les meterá al menos un par de goles… si no, Valdano. E igual tienen todo listo para un hipotético festejo.
—Uno nunca sabe —agrega Peralta—. Todo puede pasar —concluye con una sonrisa torcida.
—Todo menos eso —insiste Cardozo—. Es como aferrarte a un imposible.
—¿Y qué se hace en esos casos? —pregunta Peralta, con real intriga.
Cardozo alza la vista y clava sus ojos en los de Marcela. Ella gambetea el gesto y de inmediato agacha la mirada. Esconde el par de lunas verdes en sus piernas apenas descubiertas por ese vestido amarillo que, diría Cardozo, le queda perfecto.
—No tengo la respuesta —agrega el joven—. Si la tuviera, no actuaría como ellos. No estaría emocionado por un imposible, y lo estoy.
—Me alegra que sea así —apunta Peralta, tratando de mandar el balón a saque de banda.
Muerde su labio inferior, señal de que lo dicho o lo escuchado le dolió hasta el alma.
—A mí no me alegra. Preferiría sufrir. ¿Y sabes por qué? —pregunta de forma retórica, en tono alto—. Porque quien sufre no piensa, solo actúa. Y yo quiero actuar. Quiero que me alcance el coraje para pedirte que no te vayas… ¡implorarte que te quedes conmigo!
—Puedo quedarme si me lo pides —interrumpe ella, en un hilo de voz que parece suspiro.
—Te digo que no me alcanza el coraje. No me perdonaría nunca si te corto las alas.
—¿Y yo para qué quiero alas si no puedo volar contigo? —pregunta Peralta y lo encara—. Pero es inútil que trate de convencerte. Pareciera que…
—¡Ni lo pienses!
—¡Pareciera que lo que quieres es que me vaya! Que todo este numerito de que persiga mis sueños no es más que un pretexto para dejarme. ¿Por qué no lo admites y ya? ¿Por qué no…?
Cardozo pudo continuar con el debate, mas lo estimó innecesario. Sobraban argumentos para convencerla de que realmente le mataba su partida, pero prefirió besarla. Y están en esto cuando ella para en seco y se aleja. Abre los ojos de norte a sur y pregunta:
—¿Por qué estás feliz?
—¿Perdón? —pregunta Cardozo, confundido.
Intenta descifrar el origen de tal cuestionamiento, mas a la incertidumbre se le suma también la rectitud del gesto… la ceja fruncida.
—Dijiste que comprendías a esos tipos porque estabas emocionado por un imposible. ¿Qué te emociona?
—Un imposible, ya te dije… una mentira.
—¿Y cuál es ese imposible? —pregunta, alterada—. ¿Cuál es esa…?
—Que estés bien sin mí —responde Cardozo—. Esa es la mentira. Perdona que suene egoísta, pero es que me mata pensar que en esa nueva vida puedas encontrarte con alguien más. Y a la vez…
—A la vez no quieres verme infeliz —deduce.
—¡Exacto! Y yo sé que serías feliz conmigo. Me encargaría de eso en cuanto a lo que la pareja se refiere. Pero la vida es más que dos sujetos que abrazados la pasan bien. Que besándose se sienten los reyes del universo. Hay sueños y metas por cumplir, y yo quiero que las realices todas… aún y cuando el precio sea nuestro adiós.
Cardozo y Peralta se besan como ninguna otra pareja de enamorados sería capaz de hacerlo. Eso es lo bonito del amor: que cada historia es única.
Se prometen estar bien… o no estar tan mal. Seguir adelante… o cuando menos seguir. Juran, sin que las palabras les salgan del alma, intentar volver a enamorarse. Porque los dos son jóvenes y tienen un mundo por delante. Lo estiman imposible, sin embargo. Y aunque pronto Cardozo se encuentra con una rubia que le mueve el piso, y al poco Marcela también reanuda los suspiros, jamás dejarán de pertenecerse el uno al otro.
ICardozo bajó del tren y se despidió de Marcela alzando una mano; deteniendo con la otra lo que le quedaba de corazón. Prometió no llorar más, y a fin de cumplir con la promesa, dio la media vuelta y se encerró en el bar más cercano.Es cierto que no existe peor consejero que el alcohol, pero también es verdad que la bebida es la única que se queda cuando los demás se van. Te escucha y no te juzga, y es eso lo que un caballero necesita cada que le duele el corazón.—¿Qué va a tomar? —preguntó la mesera.La muchacha tenía unos veintitantos años. De amplias caderas y mirada pecaminosa. De esas que sin conocer sabes que puedes proponerle cualquier cosa y ella igual aceptará. Si
IMientras endulzaba con azúcar la segunda taza de café en lo que iba de la mañana, Diana se preguntó si su suerte sería como la de Marcela Peralta o como la de la rubia Fernández.Quedó de verse a las nueve en punto con Cardozo, en esa cafetería que daba frente a la estación de tren desde inicios de los ochentas. Eran apenas las ocho y cuarto, así que tenía tiempo para pensar.¿Realmente quiero la suerte de Marcela?, preguntó para sí, comparando pros y contras.En el primer rubro aparecía una chica que con solo diecisiete años conoció de amor verdadero en un Estado acostumbrado a censurar tal privilegio.Si b
ILa pareja que Diana y Cardozo tenían frente a sí, presumía contar con más de cincuenta años de casados.Y por poco se nos iba el tren, aseguró la mujer. Dejando entre ver que se pusieron de esposos ya un tanto grandes.Tomando en consideración los tiempos y las costumbres de aquél lugar en el que si una señorita se casaba a los diecinueve era bastante joven, pero si rebasaba los veinte y seguía viviendo en casa de sus padres comenzaba a tomar percha de quedada, podemos deducir que la pareja andaba entre los setenta y los ochenta años de edad.Ambos portaban con orgullo la mirada típica del adulto mayor. Esa que parece anhelar un pasado medio vivido y muy recordado, porque así es la vida. Los suf
IYa era muy noche cuando Diana y Cardozo salieron de la sandwichería. Antes, sin embargo, ella acabó de contarle su historia con el bandido.Resulta que, meses después de sacarse de encima al casado, festejó su cumpleaños en un bar del centro de la ciudad. De esos en donde no se puede hablar, porque la música está demasiado fuerte. Tampoco se puede bailar, porque hay demasiada gente. Y de la bebida mejor ni hablemos; vino barato a precio caro.A Diana nunca le convenció el plan, pero sus amigas lograron convencerla tras prometerle que la acompañarían luego a uno de esos conciertos de música rara que a ella tanto le gustaban. No aguantó ni una hora en el recinto, no obstante, y aprovechó una ida al baño para salir a esc
I—¿Cuál fue el pecado de la rubia Fernández? —preguntó Diana, sentada en la orilla de la cama.—Ninguno —respondió él, ajustandose la corbata frente al espejo—. La mujer era tan buena como una paloma blanca.—¿Entonces? —insistió ella.—¿Entonces qué? —contestó él.—¿Por qué la dejaste de amar?—Yo no la dejé de amar —dijo tajante—. El amor no se acaba, Diana. Simplemente no la amé.—¿Y por qué mierda te casaste con ella? —preguntó, ofendida.—Porque me equivoqué —respondió él, con cierto cinismo—. Creí que quería por esposa a una mujer de sue&nt
ICardozo intentó seguirle los pasos a Diana, luego de que ella se bajara del auto y lo acusara de loco. Ya tenía medio pie afuera cuando su teléfono celular comenzó a sonar. Quiso colgar, pero un error de dedo dio en la opción contestar.—¿Es familiar de Emiliano Cardozo? —preguntó una mujer con voz sepulcral.Cardozo apenas escuchó, pues tenía el celular bastante despegado del oído. Mas el nombre le despertó los sentidos.—¿Emiliano? —preguntó, extrañado.—Emiliano Cardozo —repitió ella—. ¿Es usted familiar?—Sí, sí. Soy el hermano. Hace décadas que no nos vemos, pero… en fin —se interrumpió Cardozo, asumiendo que a la otra persona no le interesaban s
Diana nunca supo que Cardozo murió en el accidente. Se quedó con la idea de que el viejo siguió existiendo en cualquier lugar del mundo; capaz buscando a otro amor… en otra vida.Ella, por su parte, decidió volver a lo de sus padres y retomó su carrera como contadora. Un par de años más tarde montó su propio despacho y hoy gana mucho dinero. Es madre de dos hermosos niños y esposa de un hombre increíble.La vida la trata bastante bien, y sin embargo, cuando las juntas del marido se extienden más de lo habitual y los chicos se quedan dormidos desde temprano, ella se sienta en un rincón de la cama y cierra los ojos.Recuerda el viaje más extraño de todos y se pone a llorar, m