CAPÍTULO I

I

Cardozo bajó del tren y se despidió de Marcela alzando una mano; deteniendo con la otra lo que le quedaba de corazón. Prometió no llorar más, y a fin de cumplir con la promesa, dio la media vuelta y se encerró en el bar más cercano.

Es cierto que no existe peor consejero que el alcohol, pero también es verdad que la bebida es la única que se queda cuando los demás se van. Te escucha y no te juzga, y es eso lo que un caballero necesita cada que le duele el corazón.

—¿Qué va a tomar? —preguntó la mesera.

La muchacha tenía unos veintitantos años. De amplias caderas y mirada pecaminosa. De esas que sin conocer sabes que puedes proponerle cualquier cosa y ella igual aceptará. Siempre y cuando, claro, le ofrezcas uno de esos verdes o vinos que cada quince días guardas sigilosamente en la billetera.

—Una cerveza oscura, por favor —respondió él, contemplando por el largo ventanal a los chicos que brincaban y cantaban con la bandera de Neize ondeando en la espalda—. ¿Sabes a qué hora es el partido?

—¿Qué partido? —preguntó la mujer.

—Olvídalo —respondió él, un tanto indignado.

El hombre sabía muy poco de fútbol, no obstante. Estaba al tanto de un tal Maradona que no hacía mucho tiempo le metió un gol con la mano a los ingleses, otro más sacado sabrá Dios de qué forma pero que a tanta persona dejó sin aliento. Conocía a Valdano y a dos que tres más. De los propios sabía nada. O muy poco. Tan poco, que no estaría ni medianamente interesado en el encuentro si el rival no fuera la selección de Argentina; país predilecto de su amada Marcela Peralta.

—Enseguida vuelvo —agregó la mesera.

Afuera el cielo ya estaba oscuro. Unas cuantas estrellas adornaban la capa nocturna; nubes se amontonaban entre sí, muy cerca de la luna. A Cardozo le dio la impresión de que aquello fue un mal chiste del Creador. Como si la luna fuera Marcela y las nubes los muchos tipos que seguramente lograrían cortejarla.

—¿Puedo? —preguntó una flaca de ojos verdes, señalando el lugar vacío.

—Puedes —respondió Cardozo y se puso de pie.

Mostrando finos modales, ayudó a la dama a que tomara asiento.

—Muy amable —respondió ella mientras ocupaba la silla—. ¿Esperabas a alguien?

—Algo así —respondió él, luchando para no atragantarse con su saliva.

—¿Alguna ciega te me dejó plantado? —preguntó, coqueta—. Creo que estoy de suerte —concluyó, poniendo sus delicadas manos sobre las de un Cardozo que no podía ni con su alma.

—Aquí tiene su cerveza, señor —interrumpió la mesera—. Y el partido está por comenzar.

II

Si bien Cardozo fue tremendamente feliz al lado de Marcela, en la rubia Fernández pronto encontró todo aquello que realmente deseaba en una mujer.

Esa misma noche en el bar, luego de disfrutar del partido entre Neize y la Argentina (en el cual los locatarios jugaron como nunca y perdieron como siempre), pactaron creer de nueva cuenta en el amor.

—A mí no me ha ido nada bien —exclamó Fernández—. Y creo que tiene que ver con mi forma de ser.

—¿Y cómo eres? —preguntó Cardozo, dubitativo.

—Soñadora… rayando en lo pendeja.

Cardozo soltó una carcajada burlona y se llevó las manos a la nuca. De todas las respuestas, esa era la que menos esperaba.

—¡No te burles! —prosiguió la chica, entre sonrisas—. Hablo en serio —pasó de la alegría a la reflexión—. Está muy bueno todo eso de fijarte metas y correr tras ellas, pero dime: ¿qué te queda cuando, por ir tan de prisa, nadie te alcanza? ¿Qué vas a hacer cuando llegues a la meta, voltees a tus costados y no encuentres a nadie?

—Quizás debas buscarte a alguien que te aguante el ritmo —aventuró Cardozo—. Ya sabes… que corra tan rápido como tú.

—¿Y si me dan ganas de caminar? ¡O peor aún! ¿Y si quiero aplastarme bajo la sombra de un árbol?

—Pues te acuestas, y…

—¡Y nada! Los soñadores pendejos no nos permitimos esa clase de cosas, por más que las deseemos. Y si nos atrevemos, todo el mundo nos mira feo.

—¿Y qué mierda importa el mundo?

—Importa mucho cuando estás sola. O cuando estás con alguien que te hace sentir sola.

La rubia agachó la mirada y se mordió el labio inferior. Una ligera lagrima rodó por su mejilla. Cardozo la asistió con una servilleta y la dejó sufrir durante varios minutos, porque hay penas que se curan así.

—Solo quiero ser feliz —agregó Fernández—. Aunque la gente me llame mediocre.

—Quizás solo necesites un descanso —aventuró Cardozo—. Hace tiempo leí…

—Lo que me sucede no está escrito en ningún libro, ratón de biblioteca —soltó, juguetona—. Tiene que ver con el corazón —volvió a la seriedad—. Un corazón ignorado por culpa del cerebro y sus estúpidas ambiciones. Pero ya no más. No quiero ser la corredora solitaria… ¡no! No quiero ser esa persona que llegue a vieja y se dé cuenta de que lo que quería no era realmente lo que quería. Suena raro, pero…

—Descuida —interrumpió Cardozo—. Te entiendo perfectamente.

Y en el reflejo de la botella de vino barato que Fernández pidió para gozar del rato, Cardozo se encontró con un rostro que lucía más avejentado de lo debido. Era momento de sacarse la barba desaliñada y cortarse el cabello. Inyectarle algo a esa mirada siempre triste y sonreír de vez en cuando.

—Si mi mujer… mi ex mujer hubiese pensado como tú, aún estaríamos juntos. Y yo aún creería en el amor —cerró, entre suspiros.

—Quizás sea momento de volver a creer —aventuró la rubia, secándose la última lagrima que le dañaba el rostro—. ¿Hace mucho que terminaron?

—Hace cuatro años, de hecho —respondió Cardozo, pensativo.

—Wow…

—Pero hasta hoy nos dimos cuenta.

Cardozo le dio un trago a su cerveza; la rubia lo observó con una pasión nunca antes vista.

—Quizás sea momento de volver a creer, insisto —repitió Fernández, coqueta.

Se le acercó tanto a Cardozo que el nudo volvió a su garganta. Luchó porque aquello no le atrofiara la voz y respondió:

—Sí, pero no con ella.

Se acercó aún más a la rubia; inyectándole rojo sangre a su rostro pálido y cautivador.

—¿Qué hay de malo en ella? —preguntó la rubia en un hilo de voz casi inaudible.

—Que no eres tú.

Tres meses después estaban parados frente a una iglesia. Él vestido de negro; ella, de blanco. Tras jurarse amor eterno desde un altar, sin embargo, nada volvió a ser igual.

III

—¿Acepta usted a la señorita Fernández como su legitima esposa? —preguntó el sacerdote.

—Prometo ante Dios que cuidaré de ella hasta que mi corazón deje de latir. Y si el de arriba me lo permite, me invento uno nuevo y se lo doy también.

—Señorita Fernández, ¿acepta usted a Cardozo como su legitimo esposo?

—Lo esperé toda una vida, padre. Por supuesto que acepto.

—Lo que ha unido Dios, que no lo separe el hombre —agregó el sacerdote—. Los declaro marido y mujer. Puede usted besar a la novia.

—¿Familiares de la señora Fernández? —preguntó el médico.

—Soy el marido —respondió Cardozo, poniéndose de pie—. ¿Está todo bien?

—Hicimos todo lo posible…

El hombre no necesitó decir más. De un momento a otro, la sala blanca pareció dar mil vueltas. Cinco o siete desconocidos se acercaron al viudo e intentaron consolarlo. No cuidaron lo imprudentes que podrían resultar.

Él escuchó nada, igual. Sintió nada. La muerte de la rubia representó para Cardozo más que la pérdida de su compañera de vida. Con ella soñó y vivió de todo durante más de treinta años, y sin embargo, el tema iba, insisto, más allá de la tristeza.

Había en él un vacío difícil de explicar. Agradeció que no hubiesen podido tener hijos. De lo contrario, le habría resultado imposible educar solo a una criatura salida del vientre de esa mujer a la que debió amar hasta la médula, mas no pudo cumplirle la promesa.

Ahí radicaba el verdadero sentir. Por eso no escuchaba nada. Por eso no sentía nada.

Uno está preparado para llorarle a los padres que fallecen. A los amigos o a las parejas. A los hijos, incluso. A las mascotas o a la derrota de nuestro equipo favorito. Nacemos, aunque no lo sabemos, con el caparazón lo suficientemente duro como para soportar cualquier dolor… no así la indiferencia.

—Puede llamar a sus familiares, si gusta. El teléfono…

—No tenemos más familia —soltó Cardozo—. Solo nos teníamos el uno al otro.

El médico colocó su mano sobre el hombro de Cardozo; él aceptó el gesto como si se tratara de un saludo cualquiera. Regaló una sonrisa torcida y preguntó dónde se hacían los trámites correspondientes.

Quienes lo acompañaban en la sala y solo le conocían la viudez, lo observaron, confundidos. Prejuiciosos, mejor dicho.

¿Cómo es posible que esté tan tranquilo?, seguro preguntaban para sus adentros.

IV

Pocos infiernos tan dolorosos como el momento exacto en el que te das cuenta de que ya no cabes más en la vida de tu pareja, pero igual te quedas, porque: una, la amas hasta la médula. Dos, muy en el fondo guardas la esperanza de que en una milagrosa mañana la persona anhelada despertará y volverá a quererte. Mas eres masoquista, no pendejo ni pendeja. Sabes bien que eso no sucederá, e igual te quedas. Porque el amor es así. Jode de tantas maneras posibles como lo aguante el corazón.

Cardozo condenó a la rubia Fernández al poco tiempo de casados. Alguna sospecha tuvo tras besarla cuando dio permiso el padre y el corazón permaneció en su sitio, latiendo a ritmo tranquilo. Lo medio confirmó en la luna de miel, cuando no hubo caricia de parte de ella que le erizara la piel ni beso que le volteara el universo. Sus pasatiempos que a él tanto le fastidiaban… sus platicas que no despertaban en Cardozo el menor interés. Fingió mientras pudo, no obstante. Y la rubia Fernández cayó en la mentira.

—¿Cómo le haces para dormir? —preguntó Diana.

—Y bueno… la muerte es algo que pasa —respondió Cardozo.

—Que pasa, sí. Pero que duele una barbaridad. Te haces mil preguntas. Ni la aceptas ni la entiendes. En cambio tú…

—¿En cambio yo qué? —interrumpió Cardozo, un tanto molesto.

—En cambio tú te ves bastante bien.

—¿Y tú quién mierda te crees para juzgarme tan a la ligera? Recién me conoces. No sabes nada de mí.

—Es verdad. Recién te conozco. ¿Y quieres que te recuerde cómo te conocí?

—Estaba vulnerable —respondió él, apenado.

—Estabas caliente, que es distinto. Tú esposa acababa de morir. Viniste conmigo a arreglar los trámites y en el acto me invitaste a salir. ¿Qué mierda te pasaba por la cabeza?

—Igual aceptaste —respondió Cardozo, en un cambio de frente que a Diana claramente le incomodó.

—¡Porque no sabía que eras el esposo de la fallecida!

—Luego lo supiste y te quedaste. Pero esto no se trata de quién actuó bien o quién actuó mal. ¿Quieres que te diga por qué estoy tan tranquilo?

—Por favor. Que en quince días de conocerte no te he visto llorar una sola vez, y eso me tiene consternada.

—El dolor no siempre se refleja en llanto. Conozco a muchos que se la pasan llorando y no sienten un carajo. Igual ese no es mi caso. O sí, mas no en ésta situación. Voy al grano: si no le lloro a Fernández, es porque no la extraño. Me siento mejor sin ella, incluso. Sus manías me tenían de los nervios…

—¡Estaba enferma, cabrón! ¡Tenía cáncer!

—No me refiero a eso. De hecho se puede decir que la enfermedad dio cierta estabilidad a la relación. Hablo de todo: su rara forma de masticar la comida… ¡no, no! ¡peor!¡Se lavaba los dientes antes de comer! ¿Puedes creerlo?

—¡Uy, qué pecado!

—¡Era nefasto! No podíamos ir a una reunión porque cargaba su cepillo de dientes. Y así le ofrecieran un chicle, ella…

—No era esa manía la que te molestaba —interrumpió Diana.

—No la que más, pero sí una de ellas. En temas de películas. La mujer…

—Ni la suma de todas nos dirá por qué estás tan tranquilo. O por qué no la extrañas y hasta te sientes mejor sin ella, según me cuentas.

—¿Y según tú a qué se debe? —preguntó Cardozo, incrédulo.

—A que nunca fue el amor de tu vida —respondió Diana, tajante.

Lo más natural del mundo era que Cardozo lo negara. Sin embargo, prefirió la verdad.

—Tienes razón —agregó él, levantando la mano y la vista, en busca del mesero.

Este asistió al llamado y tomó la orden de Cardozo.

—Un café bien cargado, por favor. ¿Para ti? —dirigiéndose a Diana.

—Así estoy bien, gracias.

—En seguida vuelvo —añadió el flacucho del mesero sin voltear a verlos.

—Es una mierda este lugar —agregó Cardozo—. El café sabe feo, y casi no tienen nada más. Para colmo el personal siempre te atiende de mala gana. Con ese flaco alguna vez…

—¿Siempre haces esto? —preguntó Diana, interrumpiendo.

—¿Hacer qué?

—Huir de tus sentimientos.

—No estoy huyendo de nada. Ya lo dijiste todo: estoy tranquilo porque Fernández nunca fue el amor de mi vida. Estuvimos más de treinta años casados, sí. Pero el tiempo no siempre tiene que ver con el amor.

—¿Y quién sí lo es? —preguntó Diana.

—¿De qué hablas?

—¿Quién sí es el amor de tu vida?

V

Cardozo le contó todo a Diana sobre Marcela Peralta. No se guardó nada. Narró de A a Z cada uno de los detalles, incluyendo pecados y milagros.

Esperó que se burlara de él cuando le confesó que se pusieron de novios tan solo dos días después de haberse conocido, y sin embargo, a la mujer aquello le pareció bastante tierno.

Creyó que lo juzgaría de bobo al escuchar que fue Marcela quien le robó el primer beso y que fue también ella quien le propuso hacer el amor por vez primera, mas Diana siguió en su rol de oyente comprensiva.

Al llegar a la parte de la ruptura, no obstante…

—¿Y por qué mierda la dejaste ir? —preguntó, roja del coraje.

—Ya te dije —respondió Cardozo, con la mirada cabizbaja—. Su sueño era volverse una gran escritora. Le llegó una oportunidad que no pudo rechazar… en España.

—¿Y por qué no fuiste con ella?

—No nos alcanzaba para el pasaje.

—¿Nos? —preguntó Diana, aunque en el fondo sabía a quién se refería.

—No iba a dejar a Emiliano solo.

—Irónico, ¿no? Tú dejaste ir al amor de tu vida, en parte, para no dejarlo solo a él. En cambio él… ¿qué tanto tiempo después? ¿dos años?

—Un año.

—¡Un año después te dejó solo y endeudado!

—Igual no me arrepiento. Le prometí a mis viejos que cuidaría de mi hermano, y lo hice. Allá él si lo valora o no.

Diana sintió haber cruzado una línea prohibida. Se estimó imprudente. Al final del día, ella no era más que una desconocida a la que Cardozo intentó cortejar minutos después de haber enviudado, y ya se estaba dando atribuciones de amiga al juzgarlo en temas de índole familiar.

Quizás fuera competente si de una amante se tratara, mas ella le cerró esa puerta incluso desde antes de estar al tanto de la situación.

El sujeto le parecía atractivo, es justo aclarar.  Su rostro angustiado y aperlado; cabellera entrecana y mirada nostálgica le alegraban la pupila. Los cincuenta y tantos de él, sin embargo, a juicio de ella, no se llevarían bien con sus veintitantos. Por eso decidió rechazarlo… quedarse con la duda de a qué sabrían sus labios.

—Pero ahora nada me detiene —sentenció Cardozo—. A partir de mañana comenzaré a buscarla, y tú vendrás conmigo.

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