I
Mientras endulzaba con azúcar la segunda taza de café en lo que iba de la mañana, Diana se preguntó si su suerte sería como la de Marcela Peralta o como la de la rubia Fernández.
Quedó de verse a las nueve en punto con Cardozo, en esa cafetería que daba frente a la estación de tren desde inicios de los ochentas. Eran apenas las ocho y cuarto, así que tenía tiempo para pensar.
¿Realmente quiero la suerte de Marcela?, preguntó para sí, comparando pros y contras.
En el primer rubro aparecía una chica que con solo diecisiete años conoció de amor verdadero en un Estado acostumbrado a censurar tal privilegio.
Si b
ILa pareja que Diana y Cardozo tenían frente a sí, presumía contar con más de cincuenta años de casados.Y por poco se nos iba el tren, aseguró la mujer. Dejando entre ver que se pusieron de esposos ya un tanto grandes.Tomando en consideración los tiempos y las costumbres de aquél lugar en el que si una señorita se casaba a los diecinueve era bastante joven, pero si rebasaba los veinte y seguía viviendo en casa de sus padres comenzaba a tomar percha de quedada, podemos deducir que la pareja andaba entre los setenta y los ochenta años de edad.Ambos portaban con orgullo la mirada típica del adulto mayor. Esa que parece anhelar un pasado medio vivido y muy recordado, porque así es la vida. Los suf
IYa era muy noche cuando Diana y Cardozo salieron de la sandwichería. Antes, sin embargo, ella acabó de contarle su historia con el bandido.Resulta que, meses después de sacarse de encima al casado, festejó su cumpleaños en un bar del centro de la ciudad. De esos en donde no se puede hablar, porque la música está demasiado fuerte. Tampoco se puede bailar, porque hay demasiada gente. Y de la bebida mejor ni hablemos; vino barato a precio caro.A Diana nunca le convenció el plan, pero sus amigas lograron convencerla tras prometerle que la acompañarían luego a uno de esos conciertos de música rara que a ella tanto le gustaban. No aguantó ni una hora en el recinto, no obstante, y aprovechó una ida al baño para salir a esc
I—¿Cuál fue el pecado de la rubia Fernández? —preguntó Diana, sentada en la orilla de la cama.—Ninguno —respondió él, ajustandose la corbata frente al espejo—. La mujer era tan buena como una paloma blanca.—¿Entonces? —insistió ella.—¿Entonces qué? —contestó él.—¿Por qué la dejaste de amar?—Yo no la dejé de amar —dijo tajante—. El amor no se acaba, Diana. Simplemente no la amé.—¿Y por qué mierda te casaste con ella? —preguntó, ofendida.—Porque me equivoqué —respondió él, con cierto cinismo—. Creí que quería por esposa a una mujer de sue&nt
ICardozo intentó seguirle los pasos a Diana, luego de que ella se bajara del auto y lo acusara de loco. Ya tenía medio pie afuera cuando su teléfono celular comenzó a sonar. Quiso colgar, pero un error de dedo dio en la opción contestar.—¿Es familiar de Emiliano Cardozo? —preguntó una mujer con voz sepulcral.Cardozo apenas escuchó, pues tenía el celular bastante despegado del oído. Mas el nombre le despertó los sentidos.—¿Emiliano? —preguntó, extrañado.—Emiliano Cardozo —repitió ella—. ¿Es usted familiar?—Sí, sí. Soy el hermano. Hace décadas que no nos vemos, pero… en fin —se interrumpió Cardozo, asumiendo que a la otra persona no le interesaban s
Diana nunca supo que Cardozo murió en el accidente. Se quedó con la idea de que el viejo siguió existiendo en cualquier lugar del mundo; capaz buscando a otro amor… en otra vida.Ella, por su parte, decidió volver a lo de sus padres y retomó su carrera como contadora. Un par de años más tarde montó su propio despacho y hoy gana mucho dinero. Es madre de dos hermosos niños y esposa de un hombre increíble.La vida la trata bastante bien, y sin embargo, cuando las juntas del marido se extienden más de lo habitual y los chicos se quedan dormidos desde temprano, ella se sienta en un rincón de la cama y cierra los ojos.Recuerda el viaje más extraño de todos y se pone a llorar, m
Cardozo sabe que ocupa un lugar privilegiado en la vida de Marcela Peralta. No en balde es el único capaz de sacarle brillo a esos ojos color esperanza y tiene acceso a sus manos suaves y delicadas.Su suerte es comparable, acaso, con la de esos chicos que bajan del tren y andan entre brincos, cantos y empujones. Todo de forma amigable, es sano aclarar. Como también es justo decir que los referidos no están locos. O quizás sí, pero, bajo tal perspectiva, Neize sería la capital de la demencia.Las calles que dan techo al subte están repletas de muchachos con carita pintada y mirada ilusionada. Hombres y mujeres de todas las edades con el pecho izquierdo latiéndoles a mil por hora, porque ésta noche la selección nacional de Neize jugará su primera final de Copa America.
ICardozo bajó del tren y se despidió de Marcela alzando una mano; deteniendo con la otra lo que le quedaba de corazón. Prometió no llorar más, y a fin de cumplir con la promesa, dio la media vuelta y se encerró en el bar más cercano.Es cierto que no existe peor consejero que el alcohol, pero también es verdad que la bebida es la única que se queda cuando los demás se van. Te escucha y no te juzga, y es eso lo que un caballero necesita cada que le duele el corazón.—¿Qué va a tomar? —preguntó la mesera.La muchacha tenía unos veintitantos años. De amplias caderas y mirada pecaminosa. De esas que sin conocer sabes que puedes proponerle cualquier cosa y ella igual aceptará. Si