Aventura De Una Chica Obstinada (Aventura 1)
Aventura De Una Chica Obstinada (Aventura 1)
Por: Marcia E. Cabrero
Prólogo

La vida nos da sorpresas impensadas. Vamos de un lado a otro y hacemos todo lo que creemos que se debe, lo que se ha estipulado por la sociedad, con el fin de alcanzar un nivel de satisfacción que en realidad no necesitamos. Nos fijamos metas que muchas veces son inalcanzables. Soñamos con vidas perfectas que nos venden por televisión; con una linda casa en un buen barrio en los suburbios y un precioso jardín, un esposo que inexplicablemente nos ame, hijos bien portados con sonrisas perfectas, siempre limpios y hábitos impecables, y un perro llamado Skipy.

Y es muy cierto, la vida da muchas vueltas, pero no para alcanzar esas “metas” que nos ilusionan desde niños, ni siquiera para llegar a sentirnos medianamente satisfechos con lo poco que sí logramos.

No soy una mujer de revista, y mucho menos tengo una de esas vidas perfectas.

A lo largo de estos pocos años, en los que he vivido vagando de ciudad en ciudad, conociendo personas interesantes y culturas de admirar, me he dado cuenta de lo estúpidamente acomplejada que viví en mi adolescencia por personas de mente cerrada.

Crecí en un pequeño pueblo llamado Dawsonville al norte de Atlanta, Georgia, al sur del bosque nacional Chattahooche. Es un lugar cálido donde se respira mucha paz y tranquilidad. Por lo menos, lo era dentro de mi casa.

Podría creerse que, en pleno siglo veintiuno, el racismo es un mito próximo por volverse leyenda urbana, sólo a viva voz, pero donde crecí la sutileza con la que lo hacen lastima más a que me enfrentaran directamente.

Pequeñas palabras despectivas como “Ahí viene la negra” o “Debería estar en el campo, donde pertenece”, hicieron que me escondiera en mi pequeño y triste mundo, que me odiara y que me lastimara. Gracias a eso nunca tuve amigos o me invitaron a algún cumpleaños. Era la diferente. Las personas de color como yo, que viven en un pueblo con predominancia de blancos racistas, eran los empleados, los que se encargaban de servir, pero no eran bienvenidos como parte de la comunidad, al menos no sin ser señalados y constantemente tildados de criminales.

Parece irreal, lo sé.

Traté de encajar, en verdad lo hice, después de todo no soy del todo negra. Mi padre se llamaba Angus Earhart, un Mayor del ejército, condecorado y temerario, o quizás deba llamarlo “estúpido”; era negro, grande y fuerte, con una sonrisa dulce que desaparecía cada vez que viajaba. Mi madre, Iris Earhart, es una bonita castaña de ojos verdes, modista y ama de casa. Eso me dejó por herencia una piel morena clara, cabello castaño crespo y “exóticos” ojos verdes que, dicen, llamaban la atención de muchos chicos, quienes, al final, sólo deseaban regodearse por salir con la chica negra, tal y como lo hizo Gail Johnson, mi primer supuesto novio. Me dan escalofríos al recordar las burlas que recibí por su parte y de sus amigos, por haberse acostado con la zorra mestiza. Ese fue un gran momento de debilidad para mí, cuando todo mi mundo estaba en ese pequeño pueblo y creí que sería así para toda mi vida. Fui cobarde y terminé en una clínica luego de atiborrarme con pastillas, porque no quería seguir enfrentándolos o soportando sus burlas y acusaciones que venían principalmente de la familia racista de mi madre, de mis primos que me repudiaban delante de todos mis compañeros en la escuela, y de mis tías que alegaban ser mejores que nosotras, con su sangre y pura y nunca mancilladas por un negro descendiente de esclavos.

A pesar de todo eso decidí ser feliz, dejar todo eso atrás e irme lejos. El último día que estuve en Dawsonville, fue el día en que enterramos a mi padre con todos los altos honores que recibe un soldado que ha muerto en esa estúpida e inacabable guerra. Decía que ese era su segundo amor y que el primero era su familia, pero nunca estuvo el tiempo suficiente como para saber lo mucho que lo extrañábamos. Lo mucho que yo lo necesitaba en ese momento. Aun así, prefiero conservar los días felices que, aunque fueron pocos, hacen saltar mi corazón con la esperanza de encontrar a alguien que me quiera como él lo hizo con mi madre.

Fue muy doloroso dejar a mi madre esa noche de luna menguante, pero necesitaba salir de allí y buscar mi propio camino donde podría ser yo misma. Ella insistía en que fuera a la universidad, pero eso nunca ha estado en mis planes muy a pesar de las condiciones en las que vivo. Siempre he creído que la educación es un epíteto de la sociedad, sirve para encasillar, para moldear, para controlar, y yo, igual que mi rebelde cabello, prefiero ser feliz. La tranquilidad del corazón no se compra, vivir en este mundo ya es lo suficientemente difícil.

El recordar la última conversación que tuve con mamá en persona, me entristece.

No tienes que irte, mi bebé —suplicó y esas lágrimas que tanto traté de evitar, salieron sin control.

—No pidas un imposible, mamá. Sabes que este no es mi lugar.

—Yo soy tu familia.

—Entonces ven conmigo y vivamos.

Sabía que no lo haría. Mi madre es una mujer de costumbres y salir de su zona de confort, no es algo que esté dispuesta a hacer jamás en su vida. Solté mi bolso y corrí a ella para abrazarla con la mayor de mis fuerzas. Besé su frente y ambas lloramos hasta que nuestras lágrimas dijeron “basta”. No sabía cuándo volvería, pero lo que sí sabía era que no sería pronto y mucho menos para quedarme.

—Te amo, mi bebé. Tu padre estaría orgulloso de ti —dijo, intentado darme el último empuje que necesitaba para saber que debía seguir. Conocía mi dolor, eso que me carcomía, y cuánto me ahogaba estar en ese pueblo. Sabía cuan mancillada me sentía y buscar mi propio camino y felicidad era lo único que necesitaba.

Quería creer que papá en verdad estaría orgulloso. Él siempre me impulsó a superar mis miedos, a encarar al mundo con firmeza y a cumplir mis sueños. Aunque aún no sé cuál es ese sueño que debo perseguir. Por eso me fui y por eso me levanto cada día. Para buscar un sueño por el que vivir. Vivir para sonreír cada día, y sonreír para hacerle honor a mi padre, al que decepcioné cuando hace siete años le dije que no iría a la universidad.

Hace una semana he llegado a una nueva ciudad luego de disfrutar cinco largos meses en las playas de california. Minneapolis es una ciudad bastante fría para mi gusto, pero aprendí de mi madre que la vida no es para permanecer anclados a un lugar, es para disfrutar de ella lo más que puedas y sonreír como si ese día fuera el último, y lo mejor que podrías dejarle a la humanidad, es un poco de tu color. No me lo enseñó ella directamente. No he conocido persona más temerosa de la vida y de los cambios, que mi madre.

Hacen ya seis años que no voy a casa y no tengo más ganas de volver que cuando me fui. Hablo con mamá con frecuencia y, a pesar de todo el amor en su voz, sé que se siente aterrada por mí. Esa es la última imagen que tuve de ella, pero me enorgullece que me haya alentado a seguir adelante a pesar de sus propios miedos. Esta es mi vida y es así como deseo vivirla.

Sé que es feliz cada vez que le cuento alguna nueva aventura, cómo es cada nuevo lugar que visito, cómo son las personas y sus culturas. Sé que se escandalizó cuando subí en parapente por primera vez, pero la libertad en mi voz no hacía más que hacerla reír. Eso era suficiente para sentirme satisfecha.

[…]

—¿Pasaste la semana? —pregunta él, y le sonrío al ver su bonita y pacífica mirada.

Chase ha venido al bar durante toda mi semana de prueba. Se sienta en la barra lo más cerca que puede como cada día y sonríe de una manera encantadora mientras entablamos alguna vana conversación. Aun no entiendo lo que quiere, cuando creo que va a hacer algún movimiento hacia mí, da un paso atrás y se despide. Me confunde, pero es divertido.

—No me han dicho que no y mi turno termina en media hora.

—Eso es muy positivo —se burla.

Registro en mi mente su gesto desenfadado al pasar sus manos por su cabello negro, por la tranquilidad que muestran sus ojos cafés.

Sonrío y escondo uno de mis rizos detrás de mi oreja, siempre logra que me sonroje y eso es muy extraño, además de vergonzoso. He tenido relaciones, unas más cortas que otras, así que nunca me entusiasmo demasiado con los hombres que me abordan. Luego de un par de semanas todos pierden su encanto, siempre, así que no me involucro lo suficiente como para extrañarlos. No merece la pena ni mi tiempo.

Sigo con mi trabajo, sirviendo tragos detrás de la barra con una enorme sonrisa que es correspondida por los clientes, como si me conocieran de siempre. Me gusta llegar a ciudades donde las personas no me miran con superioridad, que me respetan como ser humano y les agrada tenerme a su alrededor. Nunca faltan los racistas, aunque los machistas son peores, no se molestan en esconderlo, pero es bueno saber que fuera de Dawsonville hay un gran mundo por explorar, con personas dispuestas a abrir sus brazos y recibirte. No sé en qué momento se va Chase, más sonrío al leer la nota que ha dejado en la barra con un billete de cincuenta.

“Lo lograrás, preciosa” —dice, y sonrío encantada por su fe en mí.

Mi jefe con total desinterés, justo a la hora de cerrar, me da la bienvenida al igual que mis otros dos compañeros. Dos días libres a la semana y un horario de diez horas muy cargados de trabajo. Espero durar, no aburrirme al punto de desear mudarme de ciudad y acoplarme bien con las personas que desde ahora me rodearán. No me llamen pesimista.

Le doy una última mirada al lugar en el que trabajaré, con sus paredes en un tono amarillo pastel, pero nada femenino o tranquilo, con posters deportivos y de bandas de rock, enmarcados y colgados de las paredes, las luces que parecen dar más sombras y misterio al lugar, la vieja Rockola que inexplicablemente le da ánimo al lugar, y los trabajadores que parecen una familia poco ortodoxa.

Me despido de todos cuando termino de organizar mi lugar de trabajo detrás de la barra y ciño mi chaqueta con fuerza para protegerme del usual frío nocturno de esta ciudad. Aún no me acostumbro a las ciudades frías.

Camino por la calle, solitaria y oscura, llena de sombras y sonidos lúgubres que ya no me asustan. Estoy lista para buscar mi próximo hogar temporal y disfrutar de esta ciudad tan tranquila y llamativa. No conozco lo suficiente, pero es hora de empezar a asentarme. Temporalmente.

—Lucy —escucho a mi espalda y me sobresalto, mi miedo se disipa un poco al verlo salir de las negruras del callejón junto al bar—. Lo siento.

Sonrío cuando él lo hace, pero, por alguna razón, quiero mantener cierta distancia de él.

—Chase —saludo—, nos vemos mañana.

Sigo mi camino, esta vez aumentando la velocidad de mis pasos.

—Así que te quedas —dice, camina detrás de mí conservando una distancia prudente.

—Si. Parece que verás mi fea cara un tiempo más.

—Tonterías. Eres la mejor vista de mis días. —Me sonrojo. Si soy sincera, no recuerdo la última vez que alguien me dijo algo lindo. Trota un par de pasos y me alcanza, toma mi cintura con su mano áspera y pesada, y habla a mi oído—. ¿Qué tal festejar tu llegada?

—Gracias, pero…

—No acepto un no.

Toma mi mano y me lleva de vuelta al bar, dice que iremos por su auto.

—Chase…

—Prometo cuidarte, preciosa.

Besa mi mano con ternura y sonríe, deslumbrándome y eclipsando a la luna que nos sigue. Me encuentro dividida por lo que me hace sentir este hombre. Puede ser escalofriante en algunas ocasiones, como sus comentarios de hace dos días sobre partir la mano de un cliente recurrente por acariciar la mía cuando me entregó el dinero para pagar su bebida, el hombre no volvió a pisar el lugar. Otras veces me hace reír mostrando su lado más tierno y divertido, ese lado si me gusta y es el que muestra ahora.

Me dejo guiar y disfruto de su compañía. En realidad, lo hago. Es un hombre carismático que llama mucho la atención, sin mencionar lo guapo y lo mucho que me gustan sus labios perfilados, siempre iluminados por una sonrisa. Llegamos a un bar, dice que es de un amigo, y entramos. Toma mi cintura con algo de fuerza y frunzo el ceño al notar cierta posesividad que me incomoda.

Crecer siendo señalada por algo que es tan estúpido, me hizo reacia a las personas en general, eso de confiar no hace parte de mi personalidad, pero intento creer que las personas son buenas.

Lo veo saludar a todos a su paso y me mira como si buscara algún signo impresionable en mí. Es toda una celebridad en el lugar, sobre todo con las mujeres, pero las ignora haciéndoles saber que toda su atención está puesta sólo en mí. Punto para él. Sabe cómo hacer sentir especial a una mujer, parece hecho para deslumbrar. Besa mi mano una vez más y sonríe, sus ojos brillan con una especial e indescifrable alegría.

Me guía a una mesa cerca de la mesa de billar, donde me presenta a sus amigos, Colt, Oscar y Dean. Los tres me miran de pies a cabeza y felicitan a Chase de esa manera que hacen los hombres, como si hubiera cazado la mejor de las presas. Eso me disgusta al punto de hacer rechinar mis dientes, mi acompañante ríe con ellos y me susurra que no les preste atención. Lo miro sin lograr comprender un poco de su personalidad o de sus intenciones. La increíble velocidad con la que me arrastra a él me aturde.

He tratado con tipos como estos, nada nuevo en realidad, pero es perturbante intentar encajar en un grupo donde no importa nada más que lo que ves por fuera.

—No te enojes, conejita —dice uno de ellos—. Estábamos intrigados por la mujer que ha tenido a nuestro amigo distraído toda la semana.

—Y la próxima vez que la llames conejita, Oscar, romperé tu boca —contraataca Chase.

Le sonríe a su amigo, con una impávida sombra cerniéndose bajo sus ojos, cruel e infrangible. El sujeto llamado Oscar lo mira con auténtico y palpable miedo. Miro a Chase, intentando comprenderlo, más me distrae con un beso en la frente. Me invita a bailar y me lleva sin permitir una réplica de mi parte. Sus amigos ya no se ven tan divertidos.

—Eres muy extraño —le digo al oído y lo siento reír.

Toma mi cintura, alineándome por completo a su cuerpo, con su pecho firme y manos grandes. Dejo mis manos en sus hombros y lleva mi cabeza a su pecho.

—Y tú eres hermosa. —Alejo mi cabeza para mirarlo, y buscar eso me inquieta en él, pero no hay nada más que dulzura y cariño—. Llegaste a mi vida como algo hermoso, angelical, y no puedo dejarte ir, no ahora que estás en mis brazos. Quiero que seas mía. Sólo mía, Lucy.

Mamá suele decir que los aduladores sólo buscan encantar, tomar y arrasar, pero por alguna razón él me embelesa. No logro entender cómo, si hace un rato lo quería lejos de mí.

—Apenas nos estamos conociendo, no sé nada de ti. Y a veces me asustas.

—Eres directa, eso me gusta. —Besa mi frente y lleva mi cabeza de vuelta a su pecho—. Cuidaré de ti, lo prometo.

No contesto, porque él no quiere escuchar.

Bailamos, mucho, y lo disfruto porque él es encantador. No quiero pensar en la película de Shrek con ese malvado príncipe pretencioso, al menos Chase no tiene un petulante corcel blanco. Me dejo envolver por el calor de su cuerpo y disfruto esas pequeñas y extrañas sensaciones que recibo con cada sutil caricia, como si fuera fantasía todo lo que nos rodea. Me pregunta por mi familia y me habla de la suya, de sus padres ausentes para un niño problemático al que nadie quería. Eso me hace mirarlo con nuevos ojos, respetarlo por llegar a ser un hombre que sonríe, que tiene su propio negocio y vive cada día para ser feliz. Eso es lo que veo en este momento y me agrada como no lo creí posible.

—Nunca le he hablado a nadie de esto y a ti quiero contarte todo. ¿Por qué, preciosa?

Sonrío, fascinada. Conozco ese sentimiento, ese anhelo de desear ser aceptado, de luchar por lograr obtener algo que nos pertenezca. Encontrar personas que te entiendan es muy difícil y él parece también lograr ver en mi interior, como yo en el suyo. Le duele y busca entre las personas y sus sonrisas un alma que sea similar a la suya. Besa mi coronilla y ese gesto tan dulce me hace flotar en una burbuja que se encarga de envolvernos.

No volvemos con sus amigos, dice que son unos patanes que no me merecen.

[…]

Sonrío cuando abre la puerta del auto para mí una vez llegamos al motel donde me hospedo, le agradezco y salgo. Ya pronto amanecerá y él aún se ve como si se acabara de levantar, con tanta energía que ya me agota.

—Me divertí —digo y sonrío. Siempre sonríe y me induce a hacerlo también—. Nos vemos.

Me sobresalto cuando me toma de la cintura, me acorrala contra su auto y me aborda con fuerza. Su boca me asalta sin permiso ni contemplación, sin vergüenza y con toda la intención de ir por mucho más que esto. Pero es dulce y me derrite con cada suave movimiento de su lengua y sus labios. Suspiro y me aprieto con fuerza contra él.

—¿Serás mía, Lucy?

Gimo cuando presiona su miembro con fuerza, volviéndome una suave y maleable gelatina. Sabe lo que hace y me gusta. Me aferro a su cabello y profundizo más el beso, de ser eso posible, porque también deseo esto. Hace que rodee su cintura con mis piernas y sonrío con mis manos en sus mejillas, presionándolo con fuerza para que no me suelte. Me lleva hasta la puerta de la habitación y ambos reímos cuando tropieza, gira y golpea su espalda contra el borde de la puerta, no permite que me golpee y me protege. Escuchar su risa ronca hace vibrar mi pecho y caigo un poco más por él.

Le entrego la llave y abre con afán, le ayudo a sacar su chaqueta y nos volvemos un divertido desastre mientras nos desvestimos, nos besamos y acariciamos.

—¿Serás mía, Lucy? —vuelve a preguntar, se cierne sobre mí entre mis piernas y besa mi estómago tan suavemente, que mi piel se eriza por completo, gimo y él sonríe complacido por el efecto que está causándole a mi cuerpo, baja mi ropa interior con la misma delicadeza desbordante y su lengua se encarga de llevarme a las alturas, como una montaña rusa de la que me obliga a suplicarle bajar.

No soy consciente de nada más que de mis súplicas porque me tome mientras sigo perdida en mi reciente éxtasis, lo que parece complacerlo y lo demuestra con una enorme sonrisa de satisfacción.

—No has contestado a mi pregunta, preciosa —susurra.

Gimo por lo placentero que es sentirlo lamer y mordisquear mi cuello con un dominio que me aturde.

—Por favor —vuelvo a suplicar, con gimoteos de necesidad.

Sus dedos reinician el trabajo donde hace un par de minutos su lengua jugueteaba y me desbordaba hasta la locura. Grito, incontenible, es la única manera de liberar un poco la tensión que se renueva en cada fibra de mi ser.

—Mírame —pide, con su aliento alicorado. No logro abrirlos mucho, ni mucho menos enfocar bien su rostro, no más que sus ojos cafés envueltos en una lujuriosa satisfacción. Habla mientras tortura mi vagina y siento que moriré si no me liberó—. Te cuidaré. Te amaré. Te daré todo lo que necesitas. El mejor sexo de que hayas imaginado. Te perteneceré el resto de mi vida. Sé mía, Lucy.

—¡Mierda! ¡Si, si, si! —grito, de nuevo el borde, segura de que jamás un hombre me había hecho enloquecer con el sexo.

Y aún no ha estado dentro de mí.

—Mia —declara. Toma mi cabello en un puño y con su otra mano, la que me complacía segundos antes, sujeta mi quejada con algo de fuerza y posesión, tanta que me asusta. Entra en mi con fuerza, mi cuerpo tampoco necesita ninguna sutileza, y vuelvo a gritar, pero me obliga a mantener mis ojos en los suyos, siempre moviéndose con desesperación, con una necesidad que me contagia y que me hace volver a gemir por otro creciente orgasmo que me atormenta—. Mía, mía, mía…

Siento cuando se derrama dentro de mí, pero no se detiene y continúa, murmurando una y otra vez que soy suya.

Y vuelve a dejar su simiente dentro de mí, con mi cuerpo convulsionando, incontrolable.

Se deja caer a un lado, y me lleva contra su pecho. Besa mi frente y despeja el cabello de mi frente perlada por el sudor. Busca mi mirada y me regala una sonrisa resplandeciente que me hace sonreír también.

—Al fin —dice. Me estrecha con fuerza contra su cuerpo, como si sintiera alguna necesidad de fundirse conmigo.

—¿Estás bien? —pregunto, confundida.

—Nada malo, mi amor. Ahora todo estará bien. Al fin te tengo. Esperé por esto toda mi vida. Alguien que hiciera latir mi corazón con fuerza, que me hiciera sonreír como un idiota sin remedio, que me pusiera tan caliente con sólo observar su cuerpo y su hermosura. Y ahora eres mía. Nada nunca te alejará de mí. —Toma mi mano y la lleva a su pene, otra vez duro. Irreal. Me hace agarrarlo con fuerza y la mueve de arriba abajo. Toma mi boca con la misma desesperación y también me toca. Algo dentro de mi pecho me pone alerta con él, un sentimiento perturbador que no logro diferir—. Te amaré toda mi vida, Lucy. Toda mi maldita vida.

Aparta mi mano con un manotazo y vuelve a estar encima y dentro de mí sin darme tiempo a reaccionar, a protestar por algo de aliento, o para negarme al sentir esa oscura mirada que me atraviesa y me reclama como suya, una y otra vez hasta llevarme a la luna, estallar mi mente y hacerme delirar.

Una y otra vez.

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