El Amanecer
Al despuntar el alba, los clanes se retiraron, llevando a sus heridos y muertos. Dimitri y yo nos quedamos en el santuario, nuestras marcas brillando con menos intensidad.
—Esto no ha terminado —advirtió él, limpiando sangre de mi rostro—. Solo es el principio.
Lo sabía. Los Spectros nos observaban desde los árboles, y en la distancia, Luka juró venganza con una mirada que me partió el alma. Pero por primera vez en siglos, la luna brilló sobre un bosque en silencio.
—Juntos —dije, tomando su mano—. Lo enfrentaremos juntos.
Dimitri no sonrió, pero su contacto se suavizó. —Hasta que la sangre deje de correr.
Y en ese momento, bajo la luz del amanecer, creí que era posible.
La paz, si es que podía llamarse así, era frágil como el rocío sobre la hierba al amanecer. Después de la batalla, Dimitri y yo nos refugiamos en una aldea abandonada al borde del Bosque de las Almas, un lugar que olía a cenizas y recuerdos quemados. Las casas de madera podrida se inclinaban como ancianas cansadas, y el viento silbaba a través de las grietas de las paredes, llevándose consigo los últimos ecos de la guerra. Pero incluso aquí, en este rincón olvidado, la sombra de lo que habíamos desatado nos seguía.
Dimitri no hablaba mucho desde que cruzáramos el umbral del santuario. Se pasaba las noches junto a la ventana de la cabaña que compartíamos, observando el bosque con esos ojos dorados que ahora brillaban con un matiz plateado, como si la luna misma se hubiera anclado en su alma. Yo, por mi parte, intentaba ocupar mis manos curando heridas imaginarias: ordenaba hierbas secas, limpiaba viejos frascos de vidrio encontrados entre los escombros, y evitaba mirar mis reflejos en los charcos. Mis ojos ya no eran grises, sino un oro inquietante que me recordaba demasiado a él.
Fue en una de esas madrugadas silenciosas, mientras recogía raíces de valeriana cerca del arroyo, cuando encontré a la niña.
Estaba sentada bajo un sauce llorón, sus pies descalzos balanceándose sobre el agua. No tendría más de seis años, con trenzas color carbón y un vestido remendado que había sido azul en otra vida. Pero lo que me detuvo en seco fueron sus ojos: completamente blancos, como nubes cubriendo un cielo ausente.
—Te están buscando —dijo, sin volverse—. Los de sangre negra y los de sangre plateada.
El cuchillo que llevaba en la cintura me pesó de repente.
—¿Quién eres?—Soy el precio —respondió, y en su voz resonó un eco que no pertenecía a una niña—. El pacto siempre cobra su deuda.
Antes de que pudiera preguntar más, Dimitri apareció detrás de mí, su mano en el hombro.
—¿Con quién hablas, loba?Me volví hacia el sauce, pero la niña había desaparecido. Solo quedaba una flor marchita en el agua, girando lentamente hacia las profundidades.
Esa noche, Dimitri encendió una hoguera en el centro de la aldea. Las llamas bailaban en sus ojos mientras asaba un conejo que había cazado, sus movimientos precisos, casi ritualísticos. Yo observaba desde la puerta, envuelta en una manta raída que olía a humo y musgo.
—¿Cuánto tiempo crees que durará esto? —pregunté, refugiándome en el silenbre del fuego.
Él no levantó la vista.
—La paz o nosotros?—Ambos.
El chisporroteo de la grasa cayendo al fuego llenó el vacío de su respuesta. Finalmente, habló:
—Los Krevny tienen una tradición. Cuando un Alfa elige compañera, la lleva al lugar donde su madre lo parió. Allí, ella bebe de un manantial sagrado y ve el destino de su linaje.—¿Y tú me llevarías? —la pregunta salió antes de que pudiera detenerla.
Sus dedos se tensaron alrededor del asador.
—Mi madre murió en un pantano, traicionada por los suyos. No hay manantial sagrado para los hijos de la traición.Me acerqué, arriesgándome a sentarme a su lado. El calor del fuego no alcanzaba a disipar el frío que emanaba de él.
—¿Por qué me salvaste en el santuario?Esta vez, me miró.
—Porque cuando te vi en el bosque, con tus manos ensangrentadas y esa terquedad de curandera… —hizo una pausa, buscando palabras en un idioma que no fuera el odio—, me recordaste a alguien.—¿A quién?
—A mí. Antes de que el clan me convirtiera en esto.
La luna estaba alta cuando los oímos. Susurros entre los árboles, risas de cristal quebrado. Dimitri me empujó detrás de él, desenvainando su cuchillo, pero lo que emergió de la niebla no eran lobos ni guerreros.
Eran Spectros.
Docenas de ellos, flotando como telas de araña arrastradas por el viento. Sus formas cambiaban: a veces niños, a veces ancianos, a veces criaturas con cuernos y colmillos retorcidos. En el centro del grupo, una figura llevaba una máscara de corteza blanca tallada con runas.
—El Pacto nos debe una vida —habló la figura, su voz un zumbido de insectos—. Elige: el lobo plateado o el lobo de sangre.
Dimitri gruñó.
—No tendrán a ninguno.—¡Espera! —interpuse, avanzando a pesar de sus advertencias—. ¿Qué deuda?
La máscara se inclinó hacia mí.
—Sangre pagó el pacto, sangre lo sostendrá. Cada luna llena, ofreceréis una vida a los Spectros… o tomaremos la de vosotros dos.Antes de que pudiéramos responder, se desvanecieron. En el suelo, donde habían estado, quedaba un collar de hueso con un colmillo de lobo.
Pasamos horas discutiendo, planeando, maldiciendo. Pero al final, agotados, nos desplomamos frente a las brasas de la hoguera. Dimitri rompió el silencio primero.
—Cuando tenía doce años —dijo, arrojando un palo al fuego—, mi padre me llevó a cazar prisioneros Volkov. Era una prueba. Maté a tres antes de que el cuarto me clavara una daga en el costado. —levantó la camisa, mostrando una cicatriz sobre el vientre—. Mi padre me dejó sangrando en el bosque. Dijo que si sobrevivía, merecería ser su heredero.
Le toqué la cicatriz, sintiendo la piel áspera bajo mis dedos.
—¿Y sobreviviste?—Sí. Gracias a una curandera Volkov que encontró mi cuerpo. —su mirada se clavó en la mía—. Me escondió en su cabaña durante un mes. Después… después la mataron por traición.
El fuego crepitó, lanzando chispas al cielo.
—¿Por qué me cuentas esto?—Porque quiero que sepas —susurró, acercándose hasta que su aliento rozó mis labios—, que no soy el héroe de esta historia. Ni siquiera el villano. Solo otro lobo atrapado en una jaula de huesos.
Esta vez, cuando nos besamos, no hubo prisa ni furia. Fue lento, amargo, como dos heridas lavándose mutuamente con sal.
El amanecer nos encontró entrelazados sobre una manta cerca del fuego. Pero el sueño se rompió con el graznido de un cuervo que aterrizó en mi pecho. Atada a su pata había una tira de tela ensangrentada: el pañuelo que le había regalado a Luka en su décimo cumpleaños.
"Hermana —decía el mensaje garabateado en carbón—, ven al claro del sauce agonizante. Ven sola, o él morirá."
Dimitri leyó el mensaje sobre mi hombro, su cuerpo tensándose como un resorte.
—Es una trampa.—Lo sé —dije, guardando el pañuelo en mi bolsa—. Pero es mi hermano.
Él me agarró de la muñeca.
—Te acompaño.—No. —le besé la palma, donde la cicatriz del pacto brillaba débilmente—. Esta deuda es mía.
El árbol estaba muerto, sus ramas retorcidas como garras hacia el cielo. Luka esperaba debajo, pero no era el niño que recordaba. Su piel estaba pálida, marcada con runas negras que no pertenecían a ningún clan, y en sus ojos bailaban sombras movedizas.
—Te dije que vinieras sola —dijo, señalando a Dimitri, que emergió de los arbustos detrás de mí.
—Nunca obedeces órdenes, ¿verdad? —reí sin humor.
Luka no sonrió. Sacó un puñal de obsidiana y lo clavó en la tierra.
—Los Spectros me ofrecieron un trato. Tu vida… por la de mamá.El mundo se detuvo.
—Mamá está muerta.—No —una lágrima negra resbaló por su mejilla—. Está atrapada en el pantano de los Spectros. Y tú la condenaste al quedarte con él.
Dimitri me sujetó cuando las piernas me flaquearon.
—Es mentira, Selene.—¡Míralo! —Luka arremangó su túnica, mostrando marcas de garras en su torso—. Ellos me mostraron la verdad. Tú y tu lobo de sangre… sois el verdadero sacrificio que el pacto exige.
Antes de que pudiéramos responder, los Spectros cayeron sobre nosotros como buitres. La última cosa que vi fue la máscara de corteza blanca, susurrando:
"La deuda se paga con sangre…"
Selene VolkovEl frío me abrazó como un viejo enemigo, aquel que conocía cada grieta de mi piel y cada secreto que guardaba en lo más profundo de mi alma. Mis botas se hundían en la nieve fresca, crujiendo con cada paso, mientras el Bosque de las Almas se extendía ante mí como un laberinto de sombras y susurros. Nunca había sido un lugar seguro para mí, pero esa noche, algo en el aire me llamó con una fuerza que no pude ignorar. Era como si el propio bosque me susurrara al oído, arrastrándome hacia su corazón oscuro.Un gemido lastimero, débil pero desgarrador, se coló entre los árboles y llegó hasta mí. No era humano, pero tampoco del todo animal. Lo reconocí al instante: era el sonido de un lobo herido. Un sonido que despertó algo primitivo en mí, algo que no podía —ni quería— ignorar.No debería estar aquí, me dije, mientras el viento helado me azotaba el rostro, llevándose consigo cualquier rastro de calor que quedara en mi cuerpo. Pero mi instinto de curandera era más fuerte que
El mundo se desvaneció en un remolino de luz plateada, como si la luna misma nos hubiera absorbido. Mis pies ya no tocaban el suelo, y el aire se volvió denso, cargado de una energía que hacía vibrar cada fibra de mi ser. Cuando abrí los ojos, estábamos en una cueva iluminada por cristales que brillaban con un fulgor azulado, como estrellas atrapadas en la roca. Dimitri yacía inconsciente a mi lado, la flecha aún clavada en su hombro, su respiración agitada y superficial.—Despierta —le sacudí, pero él no respondió—. ¡Maldito Krevny, no me hagas esto!Con manos temblorosas, arranqué la flecha y presioné mi pañuelo contra la herida. La sangre de Dimitri era más oscura de lo normal, casi negra, y un olor metálico y amargo llenó el aire. ¿Veneno? Rezó a la Luna mientras preparaba un brebaje con las hierbas que siempre llevaba en mi bolsa. Al aplicar la mezcla, los cristales de la cueva resonaron, y una voz ancestral susurró en mi mente:"Hija de la Luna, has despertado el Pacto Olvidado…
La noche se había vuelto una criatura viva, respirando a nuestro alrededor con susurros de hojas y sombras que se retorcían como serpientes. Dimitri me apartó bruscamente después del beso, pero sus manos temblaban contra mi cintura, traicionando la misma fiebre que quemaba mis venas.—No debería haber pasado eso —gruñó, limpiándose los labios con el dorso de la mano, como si mi sabor fuera veneno. Pero sus ojos dorados brillaban con una intensidad que me hizo contener el aliento—. Esto... no es natural.Los caballos relinchaban, sus patas golpeando el suelo cubierto de hojas secas. Gregor, el lobo anciano, nos observaba desde la distancia, su rostro surcado por arrugas de desconfianza.—Alteza —dijo, señalando la marca plateada que ahora serpenteaba bajo la piel de Dimitri—, el veneno...—No es veneno —interrumpí, recordando las visiones de la cueva y las runas que habían danzado en mi mente—. Es una maldición. Alguien no quería que sobrevivieras a esta noche.Gregor escupió al suelo.