Selene Volkov
El frío me abrazó como un viejo enemigo, aquel que conocía cada grieta de mi piel y cada secreto que guardaba en lo más profundo de mi alma. Mis botas se hundían en la nieve fresca, crujiendo con cada paso, mientras el Bosque de las Almas se extendía ante mí como un laberinto de sombras y susurros. Nunca había sido un lugar seguro para mí, pero esa noche, algo en el aire me llamó con una fuerza que no pude ignorar. Era como si el propio bosque me susurrara al oído, arrastrándome hacia su corazón oscuro.
Un gemido lastimero, débil pero desgarrador, se coló entre los árboles y llegó hasta mí. No era humano, pero tampoco del todo animal. Lo reconocí al instante: era el sonido de un lobo herido. Un sonido que despertó algo primitivo en mí, algo que no podía —ni quería— ignorar.
No debería estar aquí, me dije, mientras el viento helado me azotaba el rostro, llevándose consigo cualquier rastro de calor que quedara en mi cuerpo. Pero mi instinto de curandera era más fuerte que el miedo, más fuerte que las advertencias que resonaban en mi mente. Apreté mi capa contra el cuerpo, como si ese gesto pudiera protegerme de lo que fuera que me esperaba en la oscuridad, y avancé, siguiendo el rastro de sangre que manchaba la nieve como pinceladas rojas sobre un lienzo blanco.
El bosque estaba en silencio, como si contuviera la respiración. Los árboles, altos y antiguos, parecían observarme con sus ramas retorcidas, como dedos esqueléticos que señalaban hacia lo desconocido. Sabía que pisaba territorio peligroso, un lugar donde los espíritus de los ancestros susurraban secretos que nadie debía escuchar. Pero no podía dar media vuelta. No cuando alguien —o algo— necesitaba mi ayuda.
—¡Alto! —una voz grave resonó frente a mí, y me detuve en seco, el corazón latiendo con fuerza en mi pecho.
Entre las sombras de los abetos, dos ojos dorados brillaron como brasas. Un lobo enorme, de pelaje negro azabache y cicatrices cruzando su lomo, emergió de la oscuridad. Su gruñido retumbó en el silencio, pero no retrocedí. Había crecido entre lobos; el miedo era un lujo que no podía permitirme.
—Soy la curandera del clan Volkov —dije, alzando las manos vacías, mostrando que no llevaba armas—. Escuché a alguien herido.
El lobo titubeó, sus ojos estudiándome con una intensidad que me hizo contener la respiración. Luego, con un quejido, se desplomó. La nieve se tiñó de rojo bajo su costado, y un olor metálico llenó el aire. Me arrodillé a su lado, ignorando las advertencias de mi propio instinto. Al tocar su pelaje, una descarga eléctrica me recorrió, como si el bosque mismo me advirtiera de lo que estaba a punto de descubrir. ¿Magia antigua?
—Eres un Krevny —susurré, reconociendo el símbolo de una garra sangrante grabado en su collar.
El lobo se transformó lentamente. Su cuerpo se alargó, los huesos crujieron, y ante mí apareció un hombre de torso desnudo, piel bronceada y músculos tensos. Una cicatriz le cruzaba el pecho, pero lo que me dejó sin aliento fue su rostro: mandíbula afilada, labios gruesos y una mirada que quemaba más que el fuego.
—¿Por qué ayudas a tu enemigo? —rugió el hombre, intentando incorporarse, pero el dolor lo obligó a retroceder.
—Porque no soy una asesina —respondí, rasgando mi falda para hacer una venda—. Y tú morirás si no dejas de moverte.
Él se rió, un sonido áspero y peligroso que resonó en la noche.
—Soy Dimitri Krevny, Alfa de mi clan. La muerte me conoce… pero no hoy.Contuve un jadeo. El heredero de los Krevny. El mismo que, según los rumores, había masacrado a una patrulla Volkov la luna pasada. Mis dedos temblaron al presionar la herida, pero Dimitri atrapó mi muñeca con fuerza brutal, sus ojos dorados clavados en los míos.
—Si piensas envenenarme, loba plateada, te arrancaré el corazón antes de que parpadees.
Sostuve su mirada, sin apartar los ojos de los suyos.
—Si quisiera matarte, ya estarías muerto.Algo cambió en sus ojos. Un destello de curiosidad, tal vez respeto. Terminé de vendar la herida, pero al retirarme, mis dedos rozaron su pectoral. Un calor repentino nos envolvió, y ambos contuvimos el aliento.
—¿Qué… qué fue eso? —murmuré, sintiendo un latido acelerado que no era el mío.
Dimitri se incorporó de un salto, como si el contacto me hubiera quemado.
—Nada —gruñó—. Vete. Antes de que tu clan te encuentre aquí y te acusen de traición.Me puse de pie, sacudiendo la nieve de mi vestido.
—No soy una traidora. Solo soy alguien que no entiende por qué seguimos matándonos.Él se inclinó hacia mí, tan cerca que su aliento cálido rozó mi oreja.
—Porque la sangre pide sangre, pequeña curandera. Y algún día, la tuya… —su mirada bajó a mi cuello, donde latía mi pulso—, será mía.Antes de que pudiera responder, un aullido desgarrador cortó el aire. El llamado de los Volkov. Mi clan me buscaba. Dimitri retrocedió, transformándose de nuevo en lobo.
—Huye —rugió—. Si me vuelves a ver, no seré tan amable.
Corrí hacia la cabaña, pero una parte de mí quería volverse, seguir aquellos ojos dorados que ahora habitaban mis sueños.
En la aldea Volkov…
La choza olía a hierbas secas y raíces fermentadas, un aroma que siempre me había calmado, pero esa noche no lograba relajarme. Mi hermano menor, Luka, me esperaba sentado en el suelo, jugando con un cuchillo de hueso.
—¿Dónde estabas? —preguntó, sin levantar la vista—. El Consejo de Ancianos se reunió hoy. Hablaron de la guerra.
Dejé caer mi capa, sintiendo el peso de sus palabras.
—¿Qué dijeron?Luka se levantó, su rostro de dieciséis años marcado por una seriedad que no correspondía a su edad.
—El pacto se rompió. Los Krevny no enviaron un rehén… Enviaron un cadáver.Un escalofrío recorrió mi espina dorsal.
—¿Quién?—El hijo del herrero. Lo encontraron en el río, con la garganta destrozada. —Luka apretó el cuchillo, sus nudillos blanqueando—. Mañana atacaremos su fortaleza.
Cerré los ojos, intentando procesar sus palabras. Dimitri estaba herido… ¿Había participado en eso?
—No podemos seguir así —susurré, más para mí que para él.
—No tenemos opción —Luka se acercó, su voz temblorosa—. Y tú… Deja de vagar por el bosque. Si te encuentran con un Krevny, te matarán.
Esa noche, soñé con lobos negros y lunas sangrientas. Soñé con Dimitri, sus manos en mi cintura, sus palabras un susurro entre dientes afilados: "Eres mía, aunque el mundo arda".
Al amanecer…
Los tambores de guerra resonaron, despertándome de un sueño inquieto. Me vestí con armadura ligera, sintiendo el peso del metal contra mi piel, y me uní a la formación Volkov. No era guerrera, pero mi don como curandera me obligaba a estar en primera línea.
El campo de batalla era un infierno: lobos gigantes chocando, garras contra colmillos, rugidos que hacían temblar la tierra. Corrí entre los cuerpos caídos, vendando heridas y administrando brebajes, hasta que un aullido de agonía me paralizó.
Al otro lado del campo, Dimitri luchaba contra tres lobos Volkov. Su pelaje negro brillaba bajo el sol, sus ojos dorados brillaban con furia… pero sangraba por múltiples heridas.
—¡Retroceded! —grité sin pensar, corriendo hacia él.
Uno de los lobos Volkov se giró, gruñéndome. Era Ivan, mi primo.
—¿Proteges al enemigo, Selene? —rugió.Me interpuse entre ellos.
—¡Basta! ¡Esto no es honor, es masacre!Dimitri, en forma humana otra vez, se apoyó en mi hombro.
—Tonta… —tosió con sangre—. Esto es la guerra.Ivan atacó. Alcé las manos, y sin entender cómo, una luz plateada brotó de mis palmas, empujando a los lobos hacia atrás. Todos se quedaron inmóviles, incluso Dimitri.
—¿Qué eres? —murmuró él, con asombro.
No supe responder. Nunca había hecho algo así. Pero antes de que alguien reaccionara, una flecha silbó en el aire y se clavó en el hombro de Dimitri.
—¡No! —grité, sosteniéndolo mientras caía.
Desde una colina, el Alfa Volkov, mi padre, bajaba con un arco en mano. Su rostro era una máscara de furia.
—¡Selene! ¡Aléjate de esa bestia!Pero no obedecí. Lo abracé, cuyo aliento se volvía irregular, y sentí algo romperse dentro de mí. Un poder antiguo, sellado por generaciones, despertó.
La luz plateada nos envolvió, y cuando se disipó, ambos habíamos desaparecido.
El mundo se desvaneció en un remolino de luz plateada, como si la luna misma nos hubiera absorbido. Mis pies ya no tocaban el suelo, y el aire se volvió denso, cargado de una energía que hacía vibrar cada fibra de mi ser. Cuando abrí los ojos, estábamos en una cueva iluminada por cristales que brillaban con un fulgor azulado, como estrellas atrapadas en la roca. Dimitri yacía inconsciente a mi lado, la flecha aún clavada en su hombro, su respiración agitada y superficial.—Despierta —le sacudí, pero él no respondió—. ¡Maldito Krevny, no me hagas esto!Con manos temblorosas, arranqué la flecha y presioné mi pañuelo contra la herida. La sangre de Dimitri era más oscura de lo normal, casi negra, y un olor metálico y amargo llenó el aire. ¿Veneno? Rezó a la Luna mientras preparaba un brebaje con las hierbas que siempre llevaba en mi bolsa. Al aplicar la mezcla, los cristales de la cueva resonaron, y una voz ancestral susurró en mi mente:"Hija de la Luna, has despertado el Pacto Olvidado…
La noche se había vuelto una criatura viva, respirando a nuestro alrededor con susurros de hojas y sombras que se retorcían como serpientes. Dimitri me apartó bruscamente después del beso, pero sus manos temblaban contra mi cintura, traicionando la misma fiebre que quemaba mis venas.—No debería haber pasado eso —gruñó, limpiándose los labios con el dorso de la mano, como si mi sabor fuera veneno. Pero sus ojos dorados brillaban con una intensidad que me hizo contener el aliento—. Esto... no es natural.Los caballos relinchaban, sus patas golpeando el suelo cubierto de hojas secas. Gregor, el lobo anciano, nos observaba desde la distancia, su rostro surcado por arrugas de desconfianza.—Alteza —dijo, señalando la marca plateada que ahora serpenteaba bajo la piel de Dimitri—, el veneno...—No es veneno —interrumpí, recordando las visiones de la cueva y las runas que habían danzado en mi mente—. Es una maldición. Alguien no quería que sobrevivieras a esta noche.Gregor escupió al suelo.
El AmanecerAl despuntar el alba, los clanes se retiraron, llevando a sus heridos y muertos. Dimitri y yo nos quedamos en el santuario, nuestras marcas brillando con menos intensidad.—Esto no ha terminado —advirtió él, limpiando sangre de mi rostro—. Solo es el principio.Lo sabía. Los Spectros nos observaban desde los árboles, y en la distancia, Luka juró venganza con una mirada que me partió el alma. Pero por primera vez en siglos, la luna brilló sobre un bosque en silencio.—Juntos —dije, tomando su mano—. Lo enfrentaremos juntos.Dimitri no sonrió, pero su contacto se suavizó. —Hasta que la sangre deje de correr.Y en ese momento, bajo la luz del amanecer, creí que era posible.La paz, si es que podía llamarse así, era frágil como el rocío sobre la hierba al amanecer. Después de la batalla, Dimitri y yo nos refugiamos en una aldea abandonada al borde del Bosque de las Almas, un lugar que olía a cenizas y recuerdos quemados. Las casas de madera podrida se inclinaban como ancianas