La asistente de George, una rubia un poco baja de estatura y muy bien vestida, con un traje de oficina color blanco de camisa magas tres cuartas y pantalón, zapatos del mismo color y tacones un poco altos, pidió entrar a la oficina de su jefe con un toque de su puerta. Prefería hacerlo de ese modo únicamente cuando estaba por realizarse una reunión de mucha importancia, que hacerlo presionando el botón del intercomunicador y hablarle a través del speaker. Ya era dieciocho de enero, las 16:30 horas. Pasada el momento de almuerzo, el abogado recién imprimía el informe de J.T sobre la reunión con la directora de la clínica, enviado por la misma agente a su data privada, y analizaba cada una de las palabras dichas por médico. —Adelante. La secretaria pasó, mantuvo la puerta abierta del despacho para hablarle. —El refrigerio y la sala de juntas están listos, pero la declaración se retrasará. —¿Por qué? —George despegó su mirada de los documentos, apoyándolos sobre el escritorio. —Ha l
Daniel saludó a la asistente de George con un asentimiento y una sonrisa de la que ella evitó arrugar el entrecejo por lo extraño que se sintió, sobre todo el último gesto. —Acompáñenme por acá, por favor. —Ella abrió la sala de juntas, la cual se guardaba tras grandes puertas de madera barnizada y lujosas, presentando a los recién llegados para su jefe. —Miller, ¡muchacho! —saludó el señor que acompañaba a Daniel, vestido de traje color gris plomo, corbata casi negra y llevando lentes de montura. George le estrechó la mano amenamente a ese hombre, mostrando, extrañamente, una sonrisa, gesto que parecía ser sincero para los ojos de quien no le conocía. Su secretaria evitó sonreír, la sonrisa fue atípica para ella, quien comprendió que su jefe tenía algo en mente ese día: casi nunca sonreía abiertamente en medio de casos así de importantes. —Daniel... —saludó el anfitrión, brindándole la mano. Aquel se la estrechó, aunque rápido y sonriendo poco. —Por favor, tomen asiento. ¿Gustan
La reunión de los jueves se hizo esa vez a distancia. Maximiliano anhelaba con fervor regresar a su tierra, pero comprendía lo importante que era no hacerlo. Además, por el bien de su psiquis y su temperamento, también era positivo quedarse un tiempo más, estaba seguro que si se encontraba con Daniel, al menos unos cuantos kilómetros de alguno de los bares Glint, no se iba a contener de hacerle una visita. Recostado en el umbral del tocador del cuarto de Carla, Max se erguía con sus pies y brazos cruzados, vestido de camisa de un color claro y pantalón de oficina, zapatos marrones de marca, con ese look desenfadado que Carla adoraba ver, pero muy por el contrario, no era ella quien le detallaba. Era él quien se dedicó a mirarla, mientras se cambiaba de ropa para salir a almorzar, una invitación que Max le hizo luego del término de la reunión, una que tuvieron que realizar a una hora nada típica gracias a la diferencia horaria. Ella iba y venía buscando prendas. Se probaba una camisa
Los meses pasaban como el recorrido de un tren sin paradas. Los esposos, dedicados a cumplir con sus tareas en la fundación y la desolada, casi derruida empresa Davison, no se detenían en sus quehaceres. Carla contrató a una excelente empresa de recursos humanos, datos suministrados por Lenis Evans desde La Ciudad. Maximiliano quedó impresionado por la agilidad de dirigir y gerenciar de su esposa. Vio en ella algo que no pensó jamás ver, ni siquiera buscando o intentando, menos analizando. Vio en Carla a una mujer capaz de tomar decisiones sin titubeos, pero si las dudas la embargaban, lograba averiguar cómo hacer las cosas o darle solución a los problemas sin que los demás la vieran como poco profesional. Sus comentarios mientras almorzaban o cenaban, mientras compartían tiempo libre (que lamentablemente no era demasiado, ya que Max dirigía su consorcio a distancia en articulación con Lenis y otros empleados de los muchos departamentos que conformaban la nómina) eran inteligentes, sa
Después del desayuno, le dijo a Max que se quedaría en casa para trabajar sobre unas cosas con Seda, algo que no era mentira, simplemente evitó decirle la hora en la que ambas debían comunicarse. Como no debía ir al museo ni al castillo, tampoco a la sede Davison, salió del apartamento y tocó la puerta del piso vecino. Eran las 09:00 horas cuando B.J abrió. La mujer arrugó el entrecejo, no esperaba que él le abriese, sino otro guardaespaldas. —¿B.J? Ehh…, buen día. —Buen día, señora Davis. —Ay, por dios, ¿cuándo te acostumbrarás a llamarme Carla? Caaaarla. Carla. —Él sonrió, luego cambió su expresión, apenas, haciéndole la famosa pregunta de empleado-jefa: ¿en qué puedo servirle?—. Quería hacer unas compras y necesitaba ayuda. Vine por eso. ¿Dónde está el yogurín? —Así le decía ella a Boreanaz. —Está de permiso. —Es extraño verte por estos lares a esta hora. ¿También estás de permiso? —No, ya iba de salida —ciertamente, él vestía de oficina, todo de negro, como el hombre de segur
Claudia llegó a la sala con una taza de café, no le provocó a ella beber nada, así que le pareció bien hacer para Carla nada más. Sirvió el líquido caliente en medio de la mesa baja y Carla se dio cuenta de lo incómodo que sería ingerir el café y conversar allí, así que miró la mesa pequeña que estaba frente a la cocina y le pidió a la rubia permiso para que se sentaran allá y estuviesen más amenas y confortables. Necesitaba que Claudia se concentrara en sus palabras, a punto de salir y de mostrarse allí, determinadas. La recién llegada necesitaba crear una especie de intimidad o cercanía con esa mujer. La anfitriona, accediendo porque no tenía de otra, le asintió a Carla y allí se encontraban ahora. La esposa de Maximiliano le pidió a su guardaespaldas que por favor saliera del apartamento. Le hizo una seña y le regaló una mirada muy sugerente que le indicaba a él que podía confiar en ella y que nada malo ocurriría. El escolta no tuvo más remedio que obedecer, sacando su teléfono, m
Carla lloraba, la rubia se daba cuenta lo mucho que el tema le afectaba y que no era para menos. La esposa de Max secó sus lágrimas de nuevo. —Me da tanta lástima esa mujer… Tanta, Claudia, tanta… No es posible que haya visto solo una parte de lo que ese imbécil le hacía y fui impotente completamente, no pude ayudarla, no pude evitar que no la matara. Claudia cubrió su cara con sus manos, un momento rápido para esconder lo terrible que le hizo sentir esas palabras. Luego, retiró las manos de su rostro para seguir mirando a su visita. —Claudia —susurró—, sé que Daniel fue tu jefe y que trabajaste años para él, ¿puedo suponer que tuviste algo con él alguna vez? —La rubia dejó de mirarla, sin enfocar su vista en nada en concreto—. No supondré nada más, no vine a incomodarte, no vine a obligarte a nada. —Miró hacia atrás, hacia la puerta, luego a ella—. No soy ellos —susurró—, soy defensora de la libertad, ¿y sabes por qué? Porque conozco muy bien la presión. Solo te pido que por favor
Max miró el postre y regresó su espalda a la silla. Levantó la mano, haciendo que el mesonero se acercara de inmediato. —Para llevar. —Le entregó también una tarjeta negra. —Muy bien, señor. Cuando el mesonero se retiró, ella ya no le miraba, pensando que él tenia razón en absolutamente todo, también en lo innecesario que fue contarle esa parte íntima de su vida, añadiendo a esos pensamientos explicaciones, como la de comprender que a él no le gustó que desapareciera y que se le escapara se su vista, que siempre fue así, que solo bajó la guardia de manera momentánea y de igual forma agregó a todo su pensar, sus celos. Claudia era muy hermosa, demasiado. Confiaba en él, sabía que no era su amante, que no la engañaba, pero le molestaba que, a pesar de ser marido, aún no se sentía con derechos para exigirle nada. El mesonero llevó de vuelta la tarjeta y una factura que Max firmó. Él tomó la pequeña caja que guardaba el postre, aquel que no probó, y se levantó. Carraspeó con su gargan