No pude evitar el temblor en mis manos y algunas gotas de sudor frio empezaron a correr por mi frente. Estaba ansioso, en las cuatro paredes de mi cuarto, bajo la tenue luz de una lámpara y acompañado por mis latidos de corazón. Pero en contraste, me sentía muy feliz, aliviado, y con una gran expectativa. Lo había logrado, después de algún tiempo de desventuras y decepciones, pude descifrar la clave que en mis manos puso el enigmático señor Adrián; que, según él, me llevaría a la respuesta de la pregunta número once y ultima que le formulé. La llave giró con una facilidad que se diferenciaba con lo duro que habían sido aquellas noches de desvelo ante lo que se convirtió en una obsesión: revelar el criptograma que permitía abrir el cofre en el cual acababa de girar la llave. |
Estas palabras taladraron mi imaginación desde que me despedí de él hasta ahora que escribo estas líneas.
Le creí.
Lo vi hacer cosas extrañas como levitar en medio de la noche. Algunos de sus diálogos eran como profecías.
Era como si no estuviera ligado al tiempo que todos conocemos o damos por hecho. En el poco tiempo que lo conocí, llegamos a ser buenos amigos y, de alguna forma, sentí un aprecio especial por él. Sabía que sus palabras eran muy extrañas y confusas pero, cuando estas se emparentaron con algunos hechos, no había lugar a dudas de su veracidad.
Ahora también lo sé: la muerte no existe. En todo caso, lo contaré en orden, tal cual sucedieron los acontecimientos.
Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Contaba con veinticuatro años recién cumplidos. Viajé muchos kilómetros lejos de mi ciudad natal junto a mi compañero, Joan Abreu, para realizar el trabajo de pasantías de la universidad. Nuestras labores como analistas químicos empezaban en dos días y, por lo repentino de la situación, aun no teníamos alojamiento. La localidad donde acabábamos de llegar era un pequeño condado vestido de árboles verdes alrededor de sus calles; la mayoría de las casas, pequeñas y coloridas, se caracterizaban porque tenían un jardín en el frente con abundante grama bien cortada y pequeñas cercas de madera pintadas de blanco.
Los edificios ubicados en el centro de la ciudad eran, en su mayoría, locales comerciales y empresas manufactureras. La primera impresión que tuve de sus habitantes fue que se esforzaban por ser amables; en ese sentido fue muy fácil recibir respuestas a nuestras inquietudes sobre la ubicación de ciertos lugares y puntos de referencias que con anterioridad teníamos agendado visitar. Fue así como dimos, el mismo día de nuestra llegada, con la empresa donde posteriormente trabajamos por tres meses. Nada había cambiado desde que hicimos los primeros contactos, nos esperaban con todo el trabajo acumulado que presagiaban largas y extenuantes jornadas. Dadas las primeras instrucciones y confirmada la fecha de inicio, reanudamos la búsqueda imperiosa que nos permitiera continuar lo que habíamos empezado.
Fue un ir y venir tras un domicilio que no hallábamos.
Cuando la noche fue inminente y sin ningún resultado, tomamos la decisión de hospedarnos en un acogedor hotel. Luego de entrar en la habitación, acostarme sin siquiera quitarme la ropa, cerré los ojos y lo siguiente que vi cuando los abrí, fue la luz del sol penetrar por la ventana del pequeño cuarto. Esa mañana reanudamos la búsqueda y todo fue una copia de la tarde anterior: muchas indicaciones y pocos resultados. A mitad de la tarde tuvimos un relativo golpe de suerte: una buena mujer, de unos 50 años, que aparentemente solo disfrutaba la compañía de sus pocos inquilinos, ya que contaba solamente con un cuarto en alquiler, el cual nos los ofreció por un tiempo, aprovechando la ausencia de sus verdaderos ocupantes. Fue inevitable sentir que me aprovechaba de la soledad de Renata, así se llamaba la mujer, pero a medida que convivimos juntos y ver la alegría que le hicimos sentir, el sentimiento se esfumó.
La tranquilidad sólo duró una semana.
Ya habíamos empezado nuestras labores y estábamos aún más comprometidos con el trabajo cuando, un día antes del anuncio del regreso de los inquilinos, tuvimos que marcharnos; no logre articular palabras suficientes de agradecimiento para la buena cacera.
Y de un momento para otro nos encontramos de nuevo en la calle, como todos los días desde nuestra llegada, buscando un lugar de alojamiento. Esta vez sin dinero suficiente para pasar otra noche en un hotel y sintiéndonos con menos suerte que una semana atrás. En pocas palabras: si ese mismo día no hallábamos techo y cobijo, tendríamos que renunciar al trabajo previo a nuestra graduación.
Fue así como sucedió: sólo fue un mero gesto de mi compañero, pero si no se le hubiera ocurrido, estoy seguro que este texto no hubiera existido. Los hilos de la vida están atados; y bien atados. Lo cierto es que Joan, cansado como yo de tanto caminar, grito en medio de la calle:
—–¿Alguien sabe de alguna residencia para estudiantes disponible?
Lo miré sorprendido ante su inesperada reacción. Algunos transeúntes se detuvieron, supongo, por el susto que recibieron, luego siguieron su camino algo más deprisa. Al parecer el grito surtió un efecto que no esperaba: una anciana, de unos setenta años, lúcida y avispada, se asomó por la ventana de su casa, creo que fue la curiosidad que le provocó aquel “joven alborotador” lo que la impulsó a merodear. En un principio nos miró de arriba abajo como un gesto de extrañeza. En lo que me di cuenta de su presencia le propiné un empujón a mi compañero y le reproché su comportamiento.
—–Mira lo que has hecho.
La maniobra provocó una sonrisa en la señora y preguntó a su vez:
—–¿Buscan residencia?
No dejó que contestáramos y añadió:
—–Pregunten ahí en frente. Hace poco tiempo se fue un inquilino y, creo, tienen un cuarto disponible.
Faltó poco para que me abalanzara hacia la mujer y le propinara un beso, pero, prudente, me limité a agradecerle.
Estaba ahí, frente a nosotros; una casa de dos pisos con un bonito jardín de poco menos de cien metros cuadrados, protegido por una cerca de metal pintada de color caoba claro, todo cubierto de grama verde bien cortada y adornado con algunas gladiolas dispersas en sus esquinas. La puerta principal, de madera, estaba cerrada.
Franqueando el jardín hasta la entrada, había un piso de cemento de un metro de ancho y unos cinco metros de largo. En el extremo se encontraban dos sillones hechos de mimbre que se mecían al vaivén de la suave brisa.
La primera impresión, en esas circunstancias, es muy importante, en ese sentido, siguiendo mis recomendaciones, decidimos no gritar ni golpear la reja. A esa hora, la 1:00 pm, los habitantes estarían reposando después del almuerzo o, quizás, tomando una siesta. Si había estudiantes o trabajadores públicos, se acercaba el momento de regresar a sus labores.
También estaba la posibilidad de que no hubieran regresado de su primer turno, en ese caso la espera pudo haberse prolongado. Aun así, nos arriesgamos y, por suerte, no nos equivocamos.
No tuvimos que esperar demasiado.
A la 1:15 pm se abrió la puerta de madera y un hombre como de nuestra edad, moreno, vestido de jean negro y camisa blanca manga larga, al vernos, salió a nuestro encuentro.
—–¿Buscan a alguien? —–preguntó.
De inmediato nos presentamos y lo pusimos al tanto de nuestra situación. El joven se presentó como el Doctor Roger Beltrán, era un residente de la casa. Abrió la puerta del enrejado y nos invitó a pasar. Nos pidió que tomáramos asiento en los muebles de mimbre y así lo hicimos. Antes de marcharse, entró a la casa un par de minutos y de vuelta solicitó que aguardáramos, en un momento seriamos atendidos.
No pasaron cinco minutos cuando vimos llegar a una señora que se presentó con el nombre de Miriam de Spinelli, era la dueña de la casa, una mujer de apariencia severa y relajada al mismo tiempo; su descuidada figura y su franela teñida con colores vivos traían consigo el alocado porte de los años setenta, tiempo en el cual, de seguro, vivió su adolescencia. Con un gesto de sus manos nos invitó a entrar. Lo primero que llamó mi atención fue la escalera que unía el primer piso con el segundo; estaba cubierta por una alfombra roja, uno de sus lados, el izquierdo, tenía un barandal del mismo material de la puerta de entrada, mientras que el derecho la limitaba una pared. Entramos a una sala rectangular que correspondía al recibidor o la sala. Nos sentamos en un cómodo sofá color vino tinto mientras la dueña nos ofrecía una taza de café caliente. Más que en una entrevista, me sentí en un examen psicológico, de no ser por Joan, que se desenvolvía como pez en el agua, creo no haberlo aprobado solo, estuve más nervioso respondiéndole preguntas a Mirian que a los gerentes de la empresa donde íbamos a trabajar. Obviamente también hicimos preguntas, y la más importante tuvo que ver con el costo de alojamiento; afortunadamente el presupuesto se ajustó a los recursos que dispusimos para tal fin.
Luego de conversar por alrededor de media hora, Miriam se quitó su coraza de rigidez, que conservó durante toda la entrevista, y se mostró amable y apacible. Cuando empezó a describir a sus otros inquilinos, respire aliviado, supe que estaba decidida a recibirnos en su hogar.
El doctor Roger Bertrán, de quien nos acabábamos de despedir, un estudiante de nutrición llamado Félix, del cual no recordaba su apellido, y el señor Adrián Contreras, eran los inquilinos de la hermosa casa. Del primero, no había mucho que contar, eso nos dijo Mirian, hacía unos pocos meses que se había graduado de médico cirujano y trabajaba en el hospital central de la ciudad. Félix, rara vez pisaba la residencia, sólo se quedaba a dormir y se marchaba muy temprano. Los dos tenían casi el mismo tiempo alojados; dos años. Cuando fue a hablar del señor Adrián hizo una pausa como buscando las palabras para describirlo, alzó su vista al techo en un gesto reflexivo y remachó: “raro, es un hombre muy raro. Tiene cinco años con nosotros”. Concluida su exposición, esbozó una enorme sonrisa e invitándonos a que nos pusiéramos de pie, finalizó: “les caerán bien, todos son buenas personas”.
Apuramos la segunda taza de café y seguimos a la señora por las escaleras. Nos mostraría el que, desde ese momento, sería nuestro cuarto. Todas las habitaciones para huéspedes se encontraban arriba; el pasillo que las unía, tenía unos siete u ocho metros de largo y poco más de medio metro de ancho, se abría paso no más subir las escaleras y girar a la izquierda. El cuarto del señor Adrián se encontraba en frente y al final del pasillo. A los laterales, del lado derecho, se ubicaban dos puertas pertenecientes a las demás habitaciones; la más cercana al cuarto del Señor Adrián, era la habitación de Félix. Separada por apenas una pared de la primera, estaba el cuarto que fue el refugio, por poco más de tres meses, de este par de estudiantes universitarios. Por último, al otro extremo del pasillo, de frente al cuarto del señor Adrián, estaba la habitación del doctor Roger.
Por fin estábamos entre la protección de cuatro paredes. Fue una sensación de triunfo, por lo menos para mí, y por el grito de desahogo de mi compañero, sé que también lo fue para él.
El cuarto era bastante acogedor. Estaba pintado de blanco, como toda la casa; tenía unos veinte o veinticinco metros cuadrados, la puerta también era de madera, contaba con una sola cama, pero Mirian nos proporcionó una segunda. Estaba equipada con un baño personal, un closet empotrado, un escritorio, estantes aéreos para los libros, un reloj de pared circular y una ventana por donde se observaba la calle y que, al abrirla, proporcionaba buena luminosidad.
Transcurrieron otros siete días de adaptación, tanto en el trabajo como en la casa. Conocimos a Orlando Spinelli, el esposo de la señora Miriam, de origen Italiano. Un anciano que, al parecer, o por lo menos en apariencia, era mucho mayor que su esposa. Se trasladaba en una silla de ruedas y recibía cuidados especiales por su larga lista de enfermedades, entre ellas, una avanzada artritis que limitaba todos sus movimientos y un incipiente Alzheimer que le imposibilitaba la comunicación verbal. Y, por último, también habitando la casa, estaba Martha Vieira, la hija de treinta años de la señora Miriam con un esposo anterior, y María Sofía Blanco Vieira, de siete años, hija de Martha. Nuestros reiterados encuentros por la casa, sobre todo en las mañanas en la cocina-comedor, cuando coincidíamos para desayunar, nos permitieron tener una amistad de relativa confianza con Martha y Roger, la cual se fue afianzando con el tiempo.
Fue así, en una noche de tertulia con Martha y el Doctor Roger, cuando mi compañero y yo empezamos a intuir lo verdaderamente “raro”, como lo describió Mirian, que era el Señor Adrián Contreras. Él y Félix no se presentaron en todo el tiempo que teníamos residiendo en la casa, así que nos interesamos por los ausentes. Fui el primero en preguntar por Félix.
—–No hay mucho que decir de él —–intervino Roger—–. Su apellido es Piñango, es joven, tendrá unos veintidós años, estudia la carrera de nutrición… aunque creo que no practica lo que aprende.
Martha, haciendo gala de su buen humor, soltó una sonora carcajada.
—–¿Por qué lo dices? —–preguntó.
Ella misma respondió con otra pregunta.
—–¿Por lo flacucho?
Roger, imitando la carcajada de su interlocutora, le dedicó un guiño de complicidad.
—–No sólo por eso —–continúo el Doctor—–. Desde hace como un año, no se reúne a comer con nosotros y anda deprisa, como si alguien lo persiguiera. Parece que siempre estuviera hambriento y estresado. Yo llegué unos meses antes que él y son pocas las veces que hemos interactuado de un tiempo para acá, por eso es poco lo que puedo decirte.
Poco tiempo después tuve una conversación muy interesante y reveladora con Félix. Martha y Roger no lo sabían, pero ese comportamiento no era habitual en él, y el señor Adrián tenía mucho que ver con su actual conducta. Pero me he desviado… continuaré en orden.
Joan, más comunicativo que yo, se interesó por el señor Adrián con su extrovertida forma de hablar.
—–¿Por qué el señor es “raro”? ¿Qué edad tiene?
Martha y Roger compartieron una fugaz pero significativa mirada y, luego de una pausa, fue Martha la que habló.
—–Supongo que te refieres a Adrián —–matizó, bajando el tono de voz—–. No sé… tendrá unos cuarenta y ocho años, no creo que llegué a los cincuenta. Es profesor de arte en la universidad. Trabaja en un instituto que queda por aquí cerca. Y en cuanto a que es “raro”… mi madre no ha visto lo que nosotros hemos visto, por eso su definición se queda muy corta.
Quedé desconcertado y la interrogué con la mirada, pero fue Roger quien respondió.
—–Adrián es muy esquivo con su vida personal. Sabemos que sufrió un traumatismo en la cabeza y al parecer esto hace que en ocasiones sufra de ataques isquémico transitorio. Su cuerpo se adormece y no puede hablar. Dura muy poco pero es preocupante. No le gusta escuchar que necesita de control médico.
Joan y yo nos miramos confundidos. Roger miró a Martha y le hizo un gesto con las manos indicándole que continuara. Martha asintió y con un tono de voz más suave y pausado, pidió que nos acercáramos para contarnos una historia:
—–Me encontraba en la cocina —–comenzó—–, recuerdo que tomaba un vaso con agua cuando entró Adrián —–hizo una pausa y con las manos pidió que nos acercáramos un poco más—–. Ya estoy acostumbrada a su peculiar forma de hablar pero, ese día, no entendí lo que quiso decir; y no es que siempre lo entienda, es que me asustó.
—–¿Qué te dijo? —–interrumpió, Joan, visiblemente ansioso.
Martha consciente de que había acaparado la atención, dejó escapar una media sonrisa, y casi susurrando, añadió:
—–Algo así como: “En donde me encuentro, el agua no es indispensable”.
Sin duda, Martha guardaba un talento especial como oradora, era una abogada de experiencia, así que su capacidad estaba bien ganada.
—–Entenderán mi lógico desconcierto en ese momento —–continuó Martha—–, así que le pregunté, arriesgándome a parecer una estúpida, que donde se encontraba él. Me miró directo a los ojos, sonrió y me pidió un vaso con agua eludiendo mi pregunta. Se lo di y lo tomó muy despacio. Lo que dijo a continuación, antes de dejar la cocina, me puso los pelos de punta. Lo recuerdo muy claro porque no he podido sacármelo de la cabeza: “Cuando tú estés ahí, no habrá pregunta que no te sea contestada”.
Martha detuvo su relato por unos instantes y cruzó la mirada con cada uno de nosotros; supongo que al sentirse satisfecha viendo nuestros rostros de perplejidad, le pidió a Roger que continuara con un gesto de aprobación que hizo con su cabeza. El doctor tomo la batuta de la conversación y continuó la aparente ilógica historia:
—–Para ese entonces yo tenía poco tiempo en la casa. Martha me había hablado de las parálisis del cuerpo que sufría Adrián, pero nunca me había topado con una hasta ese día. Estaba arriba, salí del cuarto y vi al profesor parado y apoyado en la puerta de su habitación, inerte, con la mirada fija y perdida en cualquier parte. Me acerqué a él y me di cuenta de que no se podía mover. Tomé una silla y lo senté. Luego bajé a la cocina en busca de ayuda, y ahí estaba Martha, sentada, pensativa y con la mirada clavada en la pared. Tuve que llamarla tres veces para que reaccionara. Le informé lo que ocurría con Adrián y vi como su cara se puso blanca. Intentó pararse y no pudo. En un primer momento no entendí que le sucedía. Corrí a socorrerla y le tomé el pulso, lo tenía muy débil: eran síntomas claros de que le había bajado la tensión. Le reste importancia en un intento de no preocuparla previendo su reacción a lo que posteriormente le conté sobre lo que acontecía con Adrián, sin embargo su crisis se agudizó más de lo que tenía previsto: empezó a temblar y las palabras se le amontonaban unas con otras. Cuando, luego de un gran esfuerzo, logró recuperarse, fue a mí a quien se le helo la sangre. Martha me contó lo recientemente vivido con el profesor; me dijo, con los ojos desorbitados, que apenas habían pasado un par de minutos, desde que Adrián converso con ella, allí mismo en la cocina. Según Martha, si hubiera caminado por las escaleras me lo hubiera encontrado en el camino.
Roger hizo una pequeña pausa y luego continuó con una exclamación:
—–…¡Pero ¡yo estuve alrededor de cinco minutos auxiliando a Adrián en el piso superior!
Fui yo el que interrumpí esta vez intuyendo a donde iba la historia.
—–No lo creo, Martha… Roger… ¡lo que están tratando de decir es que estuvo en dos sitios a la vez!
Martha giró su cabeza con un movimiento acelerado hacia donde yo estaba y contesto:
—–¡Si! Fue algo extraño. —–El recuerdo la había alterado y una lágrima salió desbocada de su ojo derecho.
—–Le mostré a Roger el vaso donde Adrián había tomado el agua que le serví —–agregó Martha.
—–Yo no lo creía querer —–Continuó Roger—–. Toda la interacción que tuve con Martha desde que baje a buscar ayuda no duraría más de cuatro minutos, cuando nos sentimos más calmados, la invité a que subiéramos a buscar una explicación, y así lo hicimos. Para nuestra sorpresa ahí se encontraba Adrián, donde lo había dejado sentado. Ya no se estaba paralizado. Nos miró y sonrió. —–Roger hizo un recorrido con sus ojos a sus escuchas y adivino mi pensamiento—– Ustedes tendrán ciertas dudas en cuanto al tiempo que pudo haber transcurrido desde que Adrián salió de la cocina y se encontró en medio de un ataque en el piso de arriba. Yo también lo pensé. Quizás, Martha, confundida por la impresión, creyó que sólo habían pasado un par de minutos cuando entré; no obstante, lo que le dijo Adrián a Martha después de saludarnos es de locos: “Martha, gracias por el agua, allá no la necesito, pero aquí sí”.
Martha, sin esperar una explicación, bajó las escaleras como un rayo. Yo me acerqué a Adrián muy nervioso y me preguntó, siempre con una sonrisa: “¿qué asustó a Martha?” Le tomé su muñeca, incrédulo, y le empecé a medir el pulso antes de contestar.
Roger detuvo su conversación por unos segundos que fueron suficientes para aumentar la tensión que acaecía en el ambiente.
Lo miré impaciente.
—–Le dije que había sido él quien la asustó —–finalizó Roger—–. Su respuesta fue más extraña aun: “El miedo sólo es un sueño. Qué lejos y a la vez tan cerca están ustedes de la realidad”. Terminé de medir el pulso, que resulto normal, y no hice ningún comentario más. Le informe de su estado y Salí en busca de Martha. Ninguno de los dos tuvo ni ha tenido el valor, de tocar de nuevo el tema con Adrián.
La historia que acababa de escuchar me pareció interesante y sorprendente, sin embrago y obviamente, tenía mis dudas, así que mi reacción fue cautelosa:
—–Qué acontecimiento tan extraño —–comenté—–. Pero, ¿ha sido la única experiencia de ese tipo que han tenido con él?
—–No. Pero si es la más aterradora diría yo, por lo menos para mí —–contestó Martha—–. Desde esa vez lo trato con más cautela. Ah… Una vez María, mi hija, antes de que sucediera lo que les acabo de relatar, dice que lo vio flotando por las escaleras. Lo que sucede es que lo comentó en la mañana cuando apenas se despertó y abrió los ojos. No estaba asustada, me preguntó cómo Adrián hacia eso. Le contesté que lo acababa de soñar. Me respondió que lo acababa de ver, que si quería le preguntáramos a Adrián. Obviamente no le hice caso. Hasta el día de hoy dice que lo que vio fue real. En su momento lo tome como cosas de niños, hoy no estoy tan segura.
Ante lo que acababa de oír, hice una nota mental: tenía que interrogar a la niña. Toda la conversación se había vuelto sumamente interesante, y cualquier hipotético observador podía darse cuenta que yo era el más afectado.
—–¿Y qué piensa la señora Miriam de todo esto? —–Me interesé por saber.
—–Ella no nos creé. Se burló de nosotros —–contestó, Martha—–. Adrián no ha mostrado sus “poderes” delante de ella. Aunque si está acostumbrada a su forma extraña de hablar.
—–¿Qué cosas extrañas dice? —–Seguí indagando.
—–Siempre he pensado que es una forma filosófica de expresarse. La cuestión es que, por lo menos para los habitantes de esta casa, son frases muy profundas; claro, si es que tienen sentido. Recuerdo una. María y yo acabábamos de llegar de la playa, compartíamos nuestras experiencias con mi mamá, justo aquí donde estamos hablando. Él estaba sentado ahí donde esta Roger. Al terminar un comentario, creo que hablábamos de lo grande de las olas, nos dijo, con su típica sonrisa y con los ojos fijos en cualquier lugar: “Vinimos al mundo como una ola de mar que se desprende de las aguas, somos la ola y también el mar, a donde inevitablemente regresaremos. ¡Que insignificante es el mundo de las olas comparado con la grandeza del mar!”. Me pareció bonito así que me aprendí la frase. Aunque no la entiendo.
—–Y ¿el señor Adrián tiene algún familiar? ¿Se aloja aquí sólo por su trabajo en la universidad?—– preguntó Joan.
—–En este momento está visitando a su hermano Antonio Contreras que llegó de un post grado de psicología en el extranjero —–respondió Martha—–. Una vez me comentó que eligió vivir en esta ciudad porque su compañera, creo que se llamaba Jazmín, vivió aquí también.
Esta vez fue Roger quien preguntó. Al parecer no estaba al tanto de la compañera del señor Adrián.
—–Cuando hablas de su compañera, ¿te refieres a su esposa? ¿Se llamaba? ¿Falleció? —–miró a su interlocutora, al parecer, sorprendido por la información que acababa de recibir.
—–No sé si era su esposa —–Continuó Martha—–, cuando se refiere a ella usa el término “compañera de vida”. Creo que falleció, aunque él no lo ha mencionado. Es algo renuente con la palabra muerte o todo lo que tenga que ver con ella.
Joan exhibió un bostezo involuntario, lo que nos dio a entender que la conversación estaba por terminar.
La mismas siguió otros caminos, pero menos interesantes. Luego de unos cinco minutos nos despedimos para dormir, pero en mi alma había germinado la semilla de la curiosidad con respecto al misterioso señor Adrián.
Esa noche, Joan y yo, no conversamos antes de dormir como hacíamos de costumbre; nos aseamos y el sueño nos rindió. A la mañana siguiente, muy temprano, cuando nos alistábamos para el trabajo, oí una conversación detrás de las paredes. Logré identificar la voz de Roger, pero la segunda era desconocida para mí.
El corazón se aceleró de repente. Me sorprendí de esa reacción. Aun no conocía al señor Adrián y la simple posibilidad de encontrarlo en el pasillo me puso ansioso. Esperé que la conversación acabara y sin esperar que Joan saliera del baño, salte al pasillo. Miré a los lados, pero no había nadie. Caminé hasta el cuarto de Roger y le di unos golpes temerosos a su puerta. ¡¿Qué rayos estaba haciendo?! Roger no salió así que deduje que ya había bajado. Di marcha atrás y me encontré de frente con la habitación del señor Adrián. Como un autómata, empecé a caminar con pasos lentos y premeditados hacia la puerta sin saber con exactitud porque ni que me disponía a hacer.
Algo más allá de mi entendimiento me impulsaba. «Sólo voy a presentarme», me decía a mí mismo. Ya me encontraba a medio paso de la puerta de madera y un calor repentino recorrió mi cuerpo de la cabeza a los pies. «¡¿Te estás volviendo loco?! ¡¿Por qué no esperas que alguien te lo presente?!» En eso estaba, cuando una mano se posó en mi hombro y me dio el susto de mi vida.
—–¿Eres Joan?
Volteé de un brinco que provocó el retroceso brusco del hombre que me había tocado. Quedamos frente a frente mirándonos como tontos: el con los ojos como platos y yo jadeando, tratando de calmar la respiración y las palpitaciones. Delante de mí estaba un muchacho joven, delgado y larguirucho. Su cabello castaño, algo desdeñado y sus gafas de aumento daban la impresión que era una de esas personas que no sueltan un libro de matemáticas. Vestía un jean azul y una franela color negro que, quizás, era talla y media más grande que su cuerpo. Ese joven sólo podía ser una persona: Félix. Tenía que salir de ese momento bochornoso en que me encontraba, así que, como pude, respondí.
—–No, soy Manuel, tú debes ser Félix —–estiré la mano como gesto de amistad y el hizo lo propio.
—–Sí, soy Félix, un gusto. Roger me habló de ustedes.
Note que me miraba extrañado. Pronto comprendí el porqué.
—–Conoces a… ese señor —–señalo la puerta del cuarto de Adrián con algo de histrionismo.
No supe que responderle. ¿Qué podía decirle? ¿Que era un loco en busca de respuestas? Eso hubiera sido algo extraño. No se me ocurría nada. Fueron unos largos segundos de incomodidad hasta que Joan me sacó del embrollo. Salió de la habitación y se acercó al confundido Félix.
—–Apuesto a que eres Félix —–dijo, con su típica forma extrovertida de hablar—–. Hombre, debes ser muy inteligente.
—–Y tú debes ser Joan —–Respondió Félix, con una mueca en los labios.
Acto seguido, se estrecharon las manos.
—–Roger nos dijo que no te gusta comer con ellos, pero con nosotros vas a desayunar.
Mi amigo, en uno de sus típicos arranques lingüísticos, cometió, a mi parecer, una imprudencia. Félix se deshizo del saludo y mascullo algo entre los dientes para luego desaparecer escaleras abajo. No entendí la reacción exagerada de Félix hasta horas más tarde, sin embargo le hice saber a Joan lo que pensaba sobre su desliz.
—–Lo siento, sólo quería romper el hielo e invitarlo a desayunar. —–se excusó.
—–Si, lo sé. Pero no puedes develar lo que los demás te confían. Además, creo que no lo tomó muy bien.
—–Es cierto. Bajaré a disculparme.
—–Ya es tarde —–comenté al bajar las escaleras y ver que Félix acababa de salir a la calle—–. Tendrás que disculparte con Roger, si llega a saber de tú comentario…
—–Si. Bueno, vámonos. Perdí el apetito —–repuso Joan, quizás molesto consigo mismo.
Esa noche, luego de regresar del trabajo, me encontraría con una sorpresa. Al parecer, y para alivio de Joan, su comentario no había pasado a mayores. Martha y Roger se mostraron amables y agradables, como siempre.
Preguntamos por Félix y nos informaron que se encontraba en su cuarto. Joan subió a disculparse mientras yo tomé una ducha. Cuando coincidimos en el cuarto, le pregunté cómo le fue.
—–Ese muchacho de al lado es bastante esquivo. Sólo me dijo que aceptaba mis disculpas y cerro de nuevo la puerta.
Más tarde, esa misma noche, ya todos se habían resguardado en sus habitaciones y Joan y yo conversábamos en la nuestra, como siempre, hasta más tarde de lo recomendado, tomando en cuenta que trabajábamos en la mañana. Esta vez hablábamos de nuestro trabajo y algunos análisis que hicimos ese día sobre las propiedades del agua. Eso nos recordó, en el cenit de nuestra conversación, que no habíamos traído el vital líquido como todas las noches lo hacíamos. Joan, quien fue el que tuvo la idea de tener agua en la habitación antes de dormir, era el que siempre iba por ella, pero esta vez fui yo quien se ofreció a ir por el garrafón. Baje las escaleras y observé que la luz de la cocina estaba encendida. Sentado en una silla del comedor y con una maleta en su lado derecho, estaba Félix. Vestía la misma ropa que le vi más temprano. Me asusté al verlo, él no pareció inmutarse. Levanto la cabeza, me observó un segundo y continúo en lo suyo. Al principio no supe que decir. Fueron sus palabras las que me sacaron de mi sorpresa inicial.
—–Adelante, ya estoy por marcharme —–me dijo, sin mirarme de nuevo y en un tono de resignación que no entendí.
—–¿Cómo dices? —–Pregunté, extrañado—–. ¿Te vas de la residencia?
—–Ojalá pudiera irme de una vez por todas. No. Me voy a un hotel.
—–No entiendo. Si llegaste hoy mismo.
—–Es verdad. Pero ese hombre, al parecer, me persigue.
—–¿Ese hombre? —–pregunté, incrédulo.
Lejos de contestar me interpeló también.
—–¿Es tú amigo, no?
Lo miré sin saber de qué hablaba. Con los labios, hizo la misma mueca que lo vi hacer en la mañana.
—–Vamos, él está ahí. No sé a qué hora llegó, pero está ahí arriba.
—–¿Hablas de Joan?
—–¿Qué? Joan. No. Me refiero al fantasma. A Adrián.
Quedé confuso. En realidad, totalmente perdido. ¿Se había referido al señor Adrián como un fantasma o, escuché mal?
—–¿Dices que el señor Adrián es un fantasma? —–le espeté, impaciente.
—–Vamos, como si no lo conocieras. Ustedes deben ser de su misma especie.
Sus palabras cada vez me sonaban más extrañas, en realidad me molesté.
—–¡Ya basta Félix! —–le dije alterado. Luego me arrepentí de alzar la voz y traté de calmarme—– Explícate por favor.
—–No me vengas con patrañas. Te vi tocando su puerta. Tú sólo tienes unos días aquí y Adrián tenía más de un mes que no venía. Lo conoces de afuera.
Me atrapó.
<<¿Que explicación le daba, de verdad nunca había visto a Adrián en mi vida?>>
Decidí desviar la conversación a terrenos más favorables para mí.
—–¿Y si te dijera que sí, que somos amigos, ¿cuál sería el problema?
—–Mira, todo lo que tenga que ver con ese hombre me asusta. Trato de estar lo más alejado posible siempre que él está aquí, en mis días libres y vacaciones. Es tan difícil encontrar un lugar de residencia en esta maldita ciudad y por ahora no puedo darme el lujo de abandonar mi carrera por el simple miedo a un hombre. ¿Quién lo entendería? Ya tengo suficiente con él y ahora aparecen ustedes.
—–Te diré algo, Félix —–traté de relajar un poco los ánimos que se habían caldeado con tanto disparate—–. Es cierto, estaba a punto de tocar la puerta del señor Adrián antes que llegaras esta mañana. Pero no lo conozco. Era simple curiosidad. No soy quien para darte consejos, tampoco sé porque ese hombre te asusta tanto pero, sea lo que sea, tienes que hablarlo con la señora Miriam. ¿Lo has hecho ya?
—–Sí, claro —–me dijo en tono irónico—–, como si me fueran a creer. No le cree a su hija, menos a mí. Ella no cree en nada de esos “cuentos” —–hizo el gesto con los dedos y entrecomillo, simbólicamente, esa última palabra.
—–¿Por qué no lo intentas? ¿Qué pudo haber sido tan aterrador?
Mi interlocutor hizo una pausa y me observó de arriba a abajo.
—–¿De verdad ustedes no tienen nada que ver con Adrián?
Lo miré fijo a los ojos antes de contestar.
—–Nunca lo he visto en mi vida.
—–Así que es simple curiosidad ¿eh? —–su tono de voz se relajó haciéndolo más pausado y por fin mantuvo la mirada en mis ojos —–. Te creo. Estoy al tanto de la experiencia que tuvo Martha y Roger con el susodicho y de seguro te contaron; pero créeme, no es nada comparado con la experiencia que yo viví con él.
Esas palabras quedaron vagando en el ambiente como un lento deslizamiento de humo. Por un momento sólo pude oír el oscilar de las aspas de los aires acondicionados de la casa y uno que otro motor de auto en las calles lejanas.
No supe como contestar a eso.
Me quedé callado, helado. Supongo que palidecí. Félix me hablaba de una experiencia que lo aterró y que guardaba relación con un hombre que ahora se encontraba arriba, cerca de nuestra habitación. Y horas antes había oído otra historia que aterró a los que la contaron y con el mismo protagonista. Ahora yo tenía que subir a dormir a sólo unos pasos de él.
—–Hagamos algo, amigo mío. —–Félix rompió el incómodo silencio que nos había atrapado ya hacía varios segundos
—–Yo no he hablado de esto con nadie en esta casa porque no quiero crear un drama y tampoco quiero que la dueña me consideré un loco y me eché de aquí. Pero tú que dices tener curiosidad, te prevengo: ese hombre es un “fantasma viviente”.
Las piernas me empezaron a temblar y un sudor frio empezó a correr por mi sien.
—–Te contare una historia que me sucedió: —–Por fin, Félix, empezó a explicarse—– Era de madrugada, serían las dos y media o las tres. Estaba dormido en mi cuarto, o eso creía. Como sabes, el cuarto de Adrián está a una pared del mío. De repente, empecé a sentir un frio que no había experimentado en el año que llevaba de residente en esta casa. Sí, me pareció extraño, en pleno verano, pero seguí en lo mío y me eché otra manta. Luego ocurrió algo que hizo que brincara de la cama hasta quedar sentado y apoyado de la pared que la sostiene. Lo juro por Dios, por una fracción de segundos, abrí los ojos y pude ver un brazo que traspasó la pared del frente, la que me separa del cuarto de Adrián. Estaba oscuro, pero el brazo parecía tener luz propia. El sueño se esfumó y fue remplazado por terror. Creí que las sombras que se formaban por la luz que traspasaba la ventana hacia mi cuarto me jugaban una broma. Cerré los ojos por un momento, despavorido, esperando que al abrirlos lo que fuera que había visto desapareciera. Pero, lejos de eso, empezó a materializarse un cuerpo luminoso a través de la pared. ¡Era Adrián! Solté un grito que no llegó a ningún lado. Me sentí atrapado en una especie de burbuja que adsorbía todos los sonidos. Intenté gritar de nuevo con el mismo resultado.
Estaba parado a tres metros de mí, mirándome de lo más normal. No sé cuánto duró aquello, quizás dos minutos o unos cuantos segundos… no lo sé, pero, luego hizo algo que me dejó perplejo: ¡Sonrió! Si, esa estúpida sonrisa que él pone a veces. Dio media vuelta y regresó por donde entró. Yo perdí el conocimiento.
Y la duda recayó nuevamente. ¿Qué le estaba pasando a la gente de esa casa?
—–No cabe la posibilidad de que haya sido un sueño, Félix —–Tuve que interrumpirlo. Para ser sincero fui escéptico a lo que me contaba.
—–Ya hubiera querido yo. A la mañana siguiente traté de convencerme de que era un sueño. Pero él mismo Adrián devastó todas mis defensas. Lo encontré de frente en el pasillo; te doy mi palabra, deseaba volar por las escaleras pero, él me detuvo con una mano en mi hombro derecho. Lo que me dijo fue la causa de que me quiera ir de aquí desde hace mucho tiempo: “lamento lo de esta madrugada, a veces olvido que los dos espacios se pueden encontrar”. Él siguió su camino. Yo estuve al borde de un infarto.
Cuando hubo finalizado su relato se me quedó mirando, esperando no sé qué. Yo no pude soltar palabra.
Me sentí confundido.
Esa historia parecía más a ciencia ficción que a cualquier otra cosa. En el fondo quería creerle pero mi mente analítica se negaba. Hace poco había oído una historia similar de labios de dos habitantes de esta casa pero, por las características de la misma, pudo tratarse de un simple error. Mi cerebro estaba en modo defensivo y mi corazón, no sé porque, latía por una mezcla de miedo y emoción.
Como era de esperarse, Félix rompió la intensa mirada y se rindió a la espera de un comentario. Me dedicó su mueca característica de los labios, se paró, tomó su maleta y antes de marcharse dejó en claro lo que sentía.
—–Sabía que no me creerías. ¡A ya tú! —–Sentencio con rabia—– Adiós.
Y ahí quedé yo, luchando conmigo mismo para dar un paso. Por fin, luego de unos segundos, saqué el valor no sé de dónde, tomé el jarrón de agua, un vaso de plástico, y subí las escaleras. Allí me detuve. Me encontré de nuevo frente a la puerta del cuarto del señor Adrián. Sentía una mezcla de miedo e incertidumbre y no sé cuál de las dos me paralizó. Ahora sabía que él estaba ahí adentro. Un hombre y un secreto que, por miedo, nadie había intentado develar. ¿Me atrevería yo? Me desprendí de mis reflexiones y apuré el paso hacia el cuarto. Mi compañero se había quedado dormido. Me eché en la cama y fue difícil conciliar el sueño. Veía brazos inexistentes traspasando las paredes en todas direcciones. No me di cuenta cuando mi cerebro se rindió y caí en uno de esos sueños donde se está más despierto que dormido. De pronto me encontraba en la sala de mi casa, charlando con mi abuelo. Él había fallecido unos cuantos años atrás. Recuerdo que no asistí a su funeral por razones que no vienen al caso; lo cierto es que en el sueño caí en cuenta que estaba hablando con mi abuelo muerto y, torpe de mí, se lo pregunté: Abuelo, ¿Qué haces aquí? ¿Tú no estás muerto? En ese mismo momento, justo al terminar de formular la última pregunta, desapareció de enfrente de mí para aparecer a mis espaldas. Puso la mano izquierda en mi hombro izquierdo y contestó así: No. estoy bien. Me desperté en medio de la madrugada, sudoroso y con el corazón latiendo a mil por hora. Me fue imposible conciliar un buen sueño esa noche.
A la mañana siguiente, entre dormido y despierto, traté de incorporarme, pero el agotamiento por la mala noche me tenía aturdido. Cuando por fin logré sentarme en la cama me di cuenta que Joan ya no se encontraba en el cuarto. Consulte el Reloj en la pared que me indicaba que me había despertado demasiado tarde para alistarme e irme al trabajo. Cuando me dispuse a bajar en busca de Joan, sin siquiera asearme, un pensamiento me detuvo en seco: «¡Adrián! Él está ahí» Estuve parado con la mano en la manija de la puerta del cuarto como dos minutos sin saber qué hacer, hasta que me convencí de lo absurdo de la situación. «No conozco al Señor, no seré yo quien le tenga miedo por unas simples historias que a lo mejor sería un mal entendido y la otra un simple sueño». Como pude me calmé. Lo pensé mejor y cepillé mis dientes. Con más decisión, esta vez, salí del cuarto sin mirar a ningún lado y me fui directo a las escaleras. Cuando llegué a la cocina, una escena que no esperaba me tranquilizó y desde ese momento todo fue relativamente sencillo.
Allí estaba Joan, parado en la entrada semicircular de la cocina con una taza de café en la mano, el suéter blanco con el logo de la empresa, un jean azul y sus botas de seguridad, en resumen, listo para salir a trabajar.
Me miró con una expresión de complicidad y sonrió de oreja a oreja. No me había percatado de sus acompañantes. Sólo a un metro de distancia, sonriendo también, como el que escucha un buen chiste, estaba la señora Miriam, colorida como siempre, y su esposo Orlando, ella se ubicaba detrás de la silla de ruedas en donde permanecía postrado. Me miraron y, al parecer, cuando se percataron de mi presencia, detuvieron su conversación.
Algo presentí.
Cuando avancé unos pasos más para saludarlos, me di cuenta del porqué de su comportamiento: Él estaba ahí. Al final de la estancia distinguí a un hombre con la pierna derecha levemente encorvada que sostenía una taza humeante de café. También vestía un jean, pero este era negro, con una correa de vestir del mismo color y una hebilla dorada. Portaba una camisa manga corta a cuadros bastante colorida donde el rojo era predominante.
Sus zapatos deportivos de color blanco, limpios y bien cuidados, le daban un toque juvenil a toda su vestimenta. Su forma de vestir me extrañó; no era nada fuera de lo común. «¡Pero que esperaba, ¿que usara traje de neopreno?!». En cuanto a su apariencia física, Martha llevaba razón, aparentaba unos cincuenta años, máximo.
De su rostro despuntaban unas incipientes arrugas alrededor de sus ojos, su faz endurecida contrastaba con una sonrisa que, en el tiempo que estuve cerca de él, pocas veces abandonaba. Contaba con una cabellera lacia un poco nevada y unas pocas entradas que bien podía cubrir con tan sólo echar su largo y bien cortado pelo hacia la frente. En una de las entradas, la derecha, observé una cicatriz alargada como de cuatro centímetros que, quizás, era el viejo traumatismo al que se refirió Roger. Su cuerpo, era el de un atleta de un metro ochenta.
Me sentí ridículo. Todo este tiempo temiéndole a un hombre que no parecía ser nada fuera de lo común.
Pero me equivoqué. Gracias a Dios.
Fue Joan quien me sacó del mutismo.
—–Buenos días, bello durmiente —–saludó con su acostumbrado toque de ironía—–. Como cuesta despertarte, estuve haciendo ruido como por diez minutos y ni siquiera te moviste. Opté por dejarte dormir. ¿Qué le digo a la jefa?
Joan se refería a la excusa que le daría a nuestra tutora por no asistir al trabajo.
Antes de responder saludé a todos los presentes deseándoles buenos días. Estuve alerta ante la respuesta del señor Adrián. Ahora que lo pienso, no sé en qué pensaba; ¿qué me contestará de manera telepática o algo parecido? Eso sería absurdo. Después de conocerlo admito que no tanto. En fin, el señor Adrián levantó su taza de café por encima de su hombro y repitió, como todos, el saludo.
—–Joan, no tuve una buena noche, tu eres el genio de las palabras —–sentencié imitando su mismo tono de ironía—–, inventa algo.
Joan rio con ganas.
—–Muy bien, le diré que tienes diarrea.
El comentario causó que las risas de los presentes se escucharan fuertes en el comedor. Sobre todo, la ronca voz del señor Adrián que se había ahogado con el café haciendo que saliera por sus orificios nasales.
Cuando todos nos percatamos del incidente, entonamos un coro de carcajadas espontaneas que hicieron sonrojar al señor. Luego de calmarnos, Miriam le proporciono un pañuelo al señor Adrián y él le comentó algunas cosas que no alcancé a oír.
La reunión terminó cuando Orlando, el esposo de Miriam, empezó hacer gestos con las manos que entendimos como una petición para ir al baño. Creo que todos pensamos lo mismo pero, por obvias razones, evitamos cualquier comentario jocoso.
—–Los dejo que se conozcan. —–De esa forma se despidió Miriam, no antes de guillarme un ojo.
Cuando lo hizo, miré a Joan con dureza.
Mi presentimiento era cierto.
Joan sonrió delatándose aún más.
—–Tengo que irme —–dijo Joan, apuró la taza de café y susurró a mi oído—–. Ahí lo tienes. Yo lo veo normal, pero, descúbrelo tú. A ver.
Lo miré sin ocultar mi enfado. Le había comentado el impacto que me causó la historia de Martha y Roger, él sabía de mi interés por los “prodigios” de Adrián y de seguro lo divulgó a todos.
Joan se marchó.
El señor Adrián sonrió y se dirigió a mí por primera vez.
—–No lo culpes, pudo hacerte un gran favor.
Ahora que lo veo desde la óptica de narrador, puedo decir que estas primeras palabras fueron una profecía.
—–Un gusto —–continuó acercándose y me ofreció su mano derecha como gesto de amistad. —–Mi nombre es Adrián Eduardo Contreras, aunque, creo, ya lo sabías.
—–Es un placer —–estreché su mano con fuerza y el hizo lo propio—–, me llamó…
—–Espera —–me interrumpió. Solté su mano sorprendido—–, se cómo te llamas. Si me lo permites te llamaré… amigo.
—–Por su puesto señor Adrián.
—–Mis buenos amigos me llaman Adrián. Puedes omitir “señor”
—–Permítame preguntarle algo se… perdón, Adrián.
—–Adelante, amigo.
—–¿Qué fue en realidad lo que les dijo Joan?
—–Te lo diré, pero no te molestes con él. Como te dije, pudo hacerte un gran favor.
Lo miré sin comprender.
—–Él sólo comentó que me querías conocer. A decir verdad, sus palabras exactas fueron “está loco por conocerte”
—–¡Lo sabía! Voy a matarlo.
—–Querido amigo, no sabes lo que dices. —–Recordé las palabras de Félix cuando vi esa sonrisa en sus labios dirigiéndose hacia mí. Proyectaban una paz que no sabría cómo describirla.
—–No —–me apresuré en saldar el supuesto mal entendido—–, no lo decía de manera literal, no estoy loco.
—–¿Es cierto, quieres conocerme? —–Esta pregunta la hizo con cierta solemnidad, ignorando mi comportamiento.
Me atrapó. Pero si Adrián sólo era un simple mortal, ¿Qué excusa tendría para querer conocerlo? Por otro lado, si en realidad ocultaba un secreto “mágico”, esa podría ser una gran oportunidad pero, ¿Qué garantías tendría de que me revelaría su secreto si es que había uno?
Decidí responder afirmativamente con un tímido movimiento de cabeza. ¿Qué podía perder?
Se hizo el silencio.
Adrián me miró unos segundos a los ojos. No me pude zafar de esa mirada castaña. Me envolvió como una suave melodía que eriza los bellos del cuerpo. Fue una sensación muy extraña y a la vez acogedora. Ese hombre estaba rodeado de una paz que se palpaba con los dedos. No tengo otra forma de describirla.
Desde ese mismo momento creí en las historias que me contaron, pero no desde la perspectiva del miedo. Era algo más sublime, algo que cambió mi vida.
Adrián sonrió de nuevo y rompió el silencio.
—–Puedo responder a tus preguntas —–La seguridad en sus palabras le daban un aura paternal—–. Pero sólo si respondes acertadamente a una pregunta que yo te formularé. ¿Estás de acuerdo?
Volví a asentir con un tímido movimiento de cabeza. No sabía a donde quería llegar.
—–Muy bien querido amigo. Siento que eres diferente a los demás habitantes de esta residencia. Lo veo en tus ojos —–Miró de nuevo mis ojos como si estuviera esforzándose por leer un texto de letras pequeñas—–. Quiero que me contestes: ¿Por qué quieres conocerme?
Quedé frío.
¿Cómo podría esa pregunta tener una respuesta acertada o desacertada? No quería que mi respuesta me hiciera ver como un frívolo idiota, pero tampoco quería mentir y comportarme como un falso adulante. Mi cerebro empezó a merodear alguna respuesta satisfactoria que no faltara a la verdad y que me permitiera aprovechar la oportunidad que me brindaba. Había entrado en el territorio del silencio incomodo así que me decidí a estructurar mi respuesta sobre la marcha.
—–He escuchado algunas historias… —–creo que la voz me tembló un poco—–. Digamos que soy un hombre en busca de la verdad.
Esa última frase la escuché y fue como oír mi voz en una grabación, sentí que no fui yo el que pronunció las palabras. Aguardé expectante la reacción de Adrián, él seguía mirándome fijo.
—–No esperaba otra respuesta. —–contestó al fin. Sonrió y pidió que le siguiera.
Salimos de la cocina y nos dirigimos a las escaleras, ahí nos detuvimos antes de subir el primer peldaño.
—–Vamos a arriba —–Desde ese momento creo que entró en su papel de maestro; lo digo por el tono sereno, firme y pausado que adoptó su voz—–. Quiero que cuentes los peldaños de las escaleras hasta que estemos en el piso superior.
Así lo hice, sin hacer preguntas.
Fueron once peldaños.
—–Muy bien, amigo, desde este momento puedes hacerme, día por día, once preguntas que consideres pertinentes para encontrar tú verdad. Cada respuesta te llevará a un nuevo peldaño. Espero, en el transcurso de estos once días, pueda iluminarte. Recuerda, sólo una pregunta por día. Podrás hacer más de una pregunta por día, siempre y cuando las mismas no sean diferentes al tema que estemos trabajando. Eso te permitirá asimilar cada respuesta o respuestas que puedan tener tu interrogante y te abrirá paso a la siguiente pregunta del día posterior. Un consejo por experiencia: siempre sigue tus instintos. No tendrás otra oportunidad como esta.
Debí parecer un idiota asintiendo con la cabeza. ¿En qué diablos me había metido?
Primera pregunta.
Nos sentamos en unas sillas de madera que dispuso al costado de su cuarto. Estuve luchando conmigo mismo para deshacerme de mis miedos. Sentía que estaba en una obra de teatro interpretando un papel para el cual no había estudiado. ¿Qué se suponía que hiciera? ¿Qué tipo de preguntas esperaba Adrián? Lo reconozco, me dejé llevar por mis miedos. La primera pregunta fue un intento de sumarle normalidad a una situación que se había puesto algo extraña.
—–¿Es usted casado? —–de inmediato me arrepentí de haber hecho esa pregunta.
Adrián me miró, al parecer, extrañado. Me estremecí de momento. A punto estuve de pedirle disculpa, pero su sonrisa característica detuvo la cabalgata de mi corazón.
—–Estoy seguro que esas no son el tipo de preguntas que quieres hacer —–dijo en tono pausado y comprensivo—–, sin embargo, por ser el primer peldaño, será respondida. Además el conocimiento forma parte de un todo.
Creo que me sonrojé. Sonreí y esperé.
Adrián se puso en pie y me invitó a que hiciera lo mismo. Introdujo su mano derecha en el bolsillo de su pantalón y sacó un llavero con unas cinco o seis llaves. Paso siguiente, abrió la puerta de su cuarto.
—–Sabes que eres el primero, además de mí, que entra en esta habitación en cinco años —–me invitó a pasar cuando al fin abrió la puerta.
Me sentí alagado pero guardé silencio.
Era un cuarto algo más grande que del de nosotros. Lo primero que noté fue que no estaba muy ordenado, había un montón de libros dispersos por toda la habitación. Al igual que nuestro cuarto, contaba con la cama dispuesta al costado de la pared, un baño particular, un closet, un estante para libros que estaba a reventar, un escritorio con una lámpara encima, lleno de lo que parecía ser exámenes sin corregir y algunos libros y, por último, la respectiva ventana que proporcionaba una visión privilegiada al exterior. Lo que me llamó la atención fue la cantidad de pinturas al óleo y acuarelas enmarcadas con madera que colgaban en forma lineal alrededor de las cuatro paredes. Todas, a simple vista, tenían el mismo tamaño, unos 30x25 centímetros. Estaban dispuestas en cinco líneas verticales, y cada cuadro, en forma vertical, lo acompañaban nueve cuadros en forma horizontal, es decir: cuarenta y cinco retratos en cada pared para un total de ciento ochenta pinturas. Los retratos eran muy buenos, a mí me lo parecieron. Estaban llenos de paisajes fantásticos y coloridos. Algunos escenarios escenificaban un cielo de donde salían dos lunas, o eso simulaba. También había algunas estructuras que, estoy seguro, no existían en un plano real. No fue difícil descubrir al autor de tan grande colección: cada uno de ellos tenía la firma de Adrián Contreras.
Debajo de la rúbrica se encontraba el mes y el año en que fue culminado. El desorden de su cuarto contrastaba con el orden que le daba a sus retratos. No me tomó mucho tiempo descubrir que las pinturas fueron dispuestas en orden cronológico.
Adrián me miraba con una sonrisa de la cual ya me estaba acostumbrando. Tenía sus manos tomadas en la parte baja de su espalda; mientras yo, sorprendido, estaba con la mandíbula desencajada de mi rostro.
—–Aquí tienes la respuesta a tu primera pregunta. —–Soltó de repente
—–¿Qué quieres decir?
—–¿Qué tienen en común todos estos retratos? —–Respondió con otra pregunta.
Me acerqué unos pasos más para detallarlos. Me di cuenta que, además del tamaño similar, todos estaban pintados con acuarelas y óleo pero, por más que los detallaba, no pude distinguir otra diferencia. Se lo hice saber sin que creyera que le daba una respuesta.
—–A ver… acuarela, oleo… Todos son muy buenos —–Hablé conmigo mismo.
Adrián no hizo comentario alguno así que supuse esa no era la respuesta.
Luego lo vi.
Me llegó como un fogonazo.
«Una mujer»
Giré de repente hacia la pared a mis espaldas y verifiqué mi hallazgo. ¡Claro, no podría ser otra cosa! Por el contexto de la pregunta esa tenía que ser la respuesta.
En cada uno de los retratos había una mujer, en algunos costaba distinguir la figura por las dimensiones del dibujo. En otras se observaba claramente.
—–¡Una mujer! —–dije, sin poder contener la emoción—– En todos hay una mujer de risos castaños. Es la misma en todas las pinturas.
La sonrisa de Adrián se acentuó y supe que había acertado.
—–No es sólo una mujer —–rodeó mi hombro con su brazo—–, es la mujer de mi vida, se llama Jazmín. Y cuando entiendas, en su profundidad, lo que es la vida, comprenderás lo significativo de estas palabras.
Adrián me había puesto en bandeja de plata una posible pregunta, pero comprendí que no se encontraba dentro del tema de la primera cuestión que había planteado. Además correspondía a un tema que se podría estudiar en un cuarto o quinto peldaño dependiendo de cómo trascurriera esa situación en la que me acababa de meter.
—–Usted dice que Jazmín es el nombre de la mujer. ¿Está con vida? —–La timidez inicial había desaparecido, me sentía más seguro conversando con Adrián.
—–Si te respondo al nivel de la “realidad” en la que te encuentras ahora, decirte que está viva sería una mentira.
En otro nivel, si te dijera que está muerta, también te estaría mintiendo. La muerte no existe querido amigo.
Son palabras que ahora no entiendes y que espero comprendas en su momento. En verdad te digo, en la realidad absoluta de la intemporalidad, la pregunta que acabas de hacer no tiene ningún sentido.
No esperaba una respuesta como la que acababa de escuchar. Pero Adrián llevaba toda la razón: no entendí absolutamente nada de lo que planteó. El lado positivo era que las cosas se volvieron interesantes, el gusanito de la curiosidad se había vuelto una mariposa revoloteando por cada fibra de mi cuerpo.
Era seguro; Adrián no era un hombre común: guardaba un secreto que quería entregar, no sin antes asegurarse de que quedara en buenas manos. ¿Sería yo el depositario? No lo sabía, pero haría todo lo posible porque así fuera.
Debió notar la perplejidad en mis ojos. Tomó mis hombros y los sacudió ligeramente mientras sonreía.
Luego volvió a su posición inicial.
—–No te preocupes, querido amigo —–hizo una larga pausa mientras sonreía—–… comprenderás. Por ahora, tienes suficiente material para pensar en tu segunda pregunta.
No hice comentarios.
Él tenía razón.
Seguí detallando los retratos en silencio y, al cabo de un minuto, hice otro descubrimiento: la mujer en las pinturas iba envejeciendo en la medida cronológica de cada retrato. Me dirigí de inmediato a la última pintura que, supongo, contenía el día y el mes más reciente en el cual fue retratada. Adrián dio media vuelta y me siguió con la mirada. Me quedé absorto viendo a la mujer que estaba delante de mis ojos: aparentaba unos cuarenta y cinco años, conservaba el mismo porte esbelto del retrato más antiguo; su cabello castaño empezaba a nevarse de blanco siguiendo el camino en espiral desde el cuello hasta la cintura. Su rostro, aunque con algunas incipientes arugas, seguía conservando el mismo brillo juvenil que tenía en algunos cuadros más viejos. A diferencia de unos pocos retratos en primer plano, que presentaban fondos surrealistas, este parecía pintado en un ambiente real; Jazmín posaba parada de medio lado y mirando al hipotético pintor. Se encontraba en una especie de parque natural con grama verde crecida, al lado de una roca de considerable tamaño, a unos dos o tres metros de un fluente de agua que, seguro, era un río. En el fondo se distinguía un frondoso verdecer y, más allá, en el horizonte, algunas montañas que seguían el camino de la corriente, perdiéndose con ellas.
—–¿Fue la última verdad? —–pregunté, titubeante.
—–Si.
—–Seguía estando hermosa.
—–¡Te diste cuenta!
—–Eso creo…
—–Si… te has dado cuenta. —–Sonrió satisfecho.
Adrián respiró hondo y se acercó a mí.
—–Bien, querido amigo, estoy seguro que en estos momentos estás imaginando tu próxima pregunta. Tienes mucho que reflexionar.
Tomé buena nota: el primer retrato estaba fechado con el día 12 del mes octubre de 1997. El último retrato tenía fecha del 27 de abril de 2011. Estábamos en agosto de 2018. Era obvio que esas pinturas representaban algo muy importante en la vida de Adrián, y desenmarañar los detalles que lo impulsó a pintar esos retratos ayudaría en mis propósitos. Eso pensé.
Adrián cerró la puerta de su cuarto y se despidió con un fuerte estrechón de manos. Ahí quedé yo, desconcertado. Tuve que poner un orden a todas las ideas que se acumulaban en mi cabeza. Adrián se las arregló para, de una simple pregunta, desatar una mezcla de curiosidad y emoción que se terminaron alojando en mi corazón hasta el día de hoy.
Segunda pregunta.
Lo vi bajar por las escaleras y luego escuché cerrarse la puerta que daba a la calle. Yo me encontraba en una especie de trance, pero era una sensación acogedora, aquella que sobreviene cuando despiertas de un agradable sueño antes de que los pensamientos nublen la conciencia. Caminé hacia mi cuarto, debían de ser las diez de la mañana, me acosté en la cama y me rendí profundamente en un sueño reparador. Cuando desperté, Joan estaba a mi lado observándome con curiosidad.
—–Despertaste, por fin. ¿Estás enfermo? Me han dicho que no has bajado en todo el día.
—–No, Joan, Anoche no tuve una buena noche. —–dije en tono tranquilizador—– Pero ya me he recuperado. ¿Qué hora es?
—–Son las seis de la tarde.
—–Vaya, sí que me he recuperado.
—–Bueno, ya sé que estás bien, te espero abajo —–Joan se puso en pie—–, vamos a cenar.
—–Espera Joan —–lo tomé del brazo—–. ¿Qué le dijiste a la jefa?
—–Es que acaso no crees en mis palabras, le dije que tenías diarrea —–Se soltó y salió riéndose maliciosamente.
El resto de la jornada hubiera transcurrido normalmente de no ser por dos detalles. En la mesa estábamos Joan, Martha, la señora Miriam y yo. En mitad de la cena un comentario sobre Félix me dio una perspectiva más clara de lo que la dueña de la casa pensaba de su “extraño” comportamiento. Al parecer, esa tarde, Félix había llegado a la residencia y se entrevistó con Martha, se limitó a preguntar por Adrián. Cuando se enteró que aún permanecía en la casa, fue a su cuarto unos minutos y se marchó de nuevo. Martha supuso que recogió algo más de ropa para no regresar por unos días. Fue entonces cuando la señora Miriam dijo algo que me desconcertó.
—–Ese muchacho es extraño —–fijó la mirada al frente en forma reflexiva mientras tomaba un sorbo de jugo de naranja—–. Creo que está algo trastocado o enfermo de los nervios.
Se deshizo de su actitud reflexiva y concluyó:
—–Una vez pensé echarlo de la casa. Si no hubiera sido por Adrián el ya no estaría aquí.
Esa información me llamó la atención y rápidamente pregunté detalles a la señora Miriam. Al principio no me percaté de la ansiedad con que hacía la pregunta, fue cuando Joan me miró y me habló con los ojos que comprendí que no fui nada discreto. La señora Miriam no se inmutó y siguió hablando, saciando mi curiosidad.
—–Ese día lo iba hacer, se los aseguro. Minutos antes salió corriendo como si hubiera visto un fantasma. Yo me encontraba aquí en la cocina, escuché cerrarse la puerta de la calle con tal fuerza que, cuando me percaté, la cerradura estaba destrozada. Me dije a mi misma; “cuando regresé, lo corro”. No habían pasado quince minutos cuando vi salir a Adrián que regresó a la media hora con una cerradura nueva. No hizo preguntas, se me acercó y me la entregó. “cuando salí note que la cerradura se dañó, —–me dijo—– ya le dije a un herrero que viniera a colocarla. No se preocupe, yo pago. Ah, por cierto, cuando estaba de compras vi a mi buen amigo Félix. Que buen muchacho. No sería lo mismo sin él en esta casa. Creo que no estaría aquí si él se marchara”.
Quedé con la boca abierta. No me dio tiempo de decir palabras, Adrián se dio la vuelta y se fue por donde había entrado. No era necesario hacer esos comentarios sobre Félix. No entendí porque lo hizo. En fin, Félix regresó esa noche y no tuve el valor para decirle todo lo que había pensado. No duró mucho en la casa; subió, recogió su bolso y se fue. Al presente es lo único que hace al llegar aquí. Ahora que lo pienso: vive más afuera que en la casa, no sé por qué no se ha ido.
Yo sabía la respuesta a esa pregunta pero, obviamente, no dije nada. Félix, en el fondo, llevaba razón: una insinuación de lo que él pensaba sobre Adrián hubiera detonado la antigua creencia de la señora sobre su cordura.
Luego de que la Señora Miriam concluyera su exposición se hizo el silencio. Esperaba algún comentario jocoso de Joan pero, para mi extrañeza, se limitó a mirar a la pared del frente y a comer con lentitud sin siquiera ver el bocado que consumía, era un claro gesto de sorpresa. Pero la sorpresa sería mayúscula para mí.
Fue la misma señora Miriam quien rompió el incómodo silencio.
—–Hablando de Adrián, en once días, contando el de hoy, se marchará de la residencia; se va del País. Si conocen a alguien, de su confianza, interesado en un cuarto, pueden informarle que habrá uno disponible.
El silencio se volvió hacer, pero esta vez la señora recogió su plato, pidió permiso y se marchó. Martha me miró ofreciendo una disculpa que no era necesaria: “no lo sabía”. Joan se encogió de hombros. La cena había terminado.
Esa noche quería estar solo. Me fui al balcón y me senté en la mecedora a reflexionar. Supongo que Martha entendió mi necesidad porque entró a su cuarto y no salió en el tiempo que estuve a fuera, Roger estaba de guardia en el hospital y Joan cayó como una piedra. No sabía si Adrián había llegado, ya eran algo más de la diez de la noche y no lo había visto pasar. En fin, tuve un buen momento para pensar.
Once días.
Once peldaños.
Once preguntas.
Adrián me había puesto en una carrera contra el tiempo. Él lo sabía desde el principio. ¿Era una casualidad que las escaleras tuvieran once peldaños o él lo sabía de antemano? En todo caso, ¿también fue una casualidad conocernos en esas circunstancias? Pude conocerlo un día después.
¿Qué hubiera pasado si Joan hubiera ido a buscar esa noche el garrafón de agua? Quizás habría tenido una mejor noche y habría ido a trabajar normalmente, como todos los días. No tendría que formular once preguntas. De pronto él se la hubiera arreglado para que fueran Diez. Era martes, tenía plazo hasta el viernes de la semana siguiente para formular diez preguntas restantes.
No lo pensaría más, empezaba a merodear una segunda pregunta. Luego de un rato, decidí ir a dormir; al pasar por la sala me percate que la luz de la cocina estaba encendida, instintivamente miré el reloj en mi celular y eran más de las once de la noche. Escuché algunos ruidos y la curiosidad me ganó: quise enterarme quien merodeaba tan tarde por la casa. Cuando me acerque y vi lo que sucedía, tuve que contener la risa. No deseé interrumpir la jocosa escena, así que me senté muy quedo sin dejar de observarla. María, la pequeña de la casa, se inclinaba encima de una pequeña butaca en frente del refrigerador, tratando de alcanzar no sé qué. Su estampa era muy tierna: vestía su piyama blanca de dormir, que resaltaba sus cachetes rojos por el esfuerzo infructuoso. No lo pude evitar y tosí premeditadamente para hacerme notar. Tonto de mí, al parecer la niña había notado mi presencia desde el principio.
—–¿Quieres ayudarme? —–me dijo sin siquiera voltear.
—–¿Sabe tú mamá que estas aquí?
Dejó de esculcar por un momento y dio media vuelta hacia este fracasado ninja, dejándome claro que era un idiota, luego volvió a lo suyo.
—–Esta bien, entiendo. ¿En qué puedo ayudarte?
—–Quiero pastel.
—–A esta hora comer pastel te puede hacer daño.
—–Pensé que eras mi amigo —–me dijo, empujándose hacia adelante.
Esta niña era un Joan en potencia.
En ese momento se me ocurrió una idea de la cual aún hoy me arrepiento.
—–Espera, te ayudaré. —–la alcé levemente y la senté en la silla de donde me acababa de levantar. —–Pero antes quiero que me ayudes tu primero.
—–Primero pastel y luego ayuda.
Me rendí. Tome un cuchillo de la despensa y trocee un poco de pastel con mucho cuidado, tratando de no dejar evidencias, lo puse en un plato y antes de ponerlo en sus agitadas y pequeñas manos, le recordé nuestro trato.
—–Muy bien, en que puedo ayudarte —–balbuceó con un poco de pastel en la boca.
—–Conoces a Adrián ¿verdad?
—–Si, es mi buen amigo.
—–Háblame de él.
—–Antes me daba miedo, hasta que me salvó.
Mis sentidos se agudizaron, como todo lo relacionado con Adrián, esta conversación empezaba a tornarse extraña.
—–¿Te salvó? ¿Estuviste en peligro alguna vez?
—–Si, viajábamos en avión y yo me lance, pero olvide mi paracaídas.
No podía creer lo que estaba escuchando, no obstante dejé que la niña continuará.
—–Luego Adrián se lanzó también y me alcanzó, se puso a mi lado y me sonrió. Me tomó con un brazo y me colocó en su pecho, después abrió su paracaídas y empezamos a aterrizar muy lento. No recuerdo nada más de ese día.
Tenía que decirle:
—–Pero lo que me estas contando es un sueño. Quiero que me digas algo real.
María me miró extrañada, lo que me dio a entender que estaba convencida de la veracidad de su relato.
—–Adrián dice que no me preocupe sino me creen. Ya yo no le cuento estas cosas a nadie, así que me callaré hasta el día que quiera más pastel.
Quise hacerle otra pregunta pero no sabía cómo empezar. La niña apuró el último trozo y puso el plato en mis pecaminosas manos.
—–Fue un placer hacer un trato contigo. —–Me dio la espalda y apuró el paso hasta su cuarto.
«Adiós pequeña Joan»
Mi segundo encuentro con Adrián se dio al siguiente día alrededor de las diez de la noche. Esa mañana, todo transcurrió con normalidad; Joan y yo compartimos el desayuno con Martha, María y Roger, que hacía poco acababa de llegar. Adrián al parecer salió a horas muy tempranas, no había noticias de Félix y la señora Miriam le daba atención especial, como todas las mañanas, al señor Orlando Spinelli. La jornada de trabajo se extendió más de lo normal por la llegada de unos químicos para los análisis que con regularidad hacíamos en la empresa. Eran las nueve de la noche cuando cruzamos el balcón, ahí estaban la señora Miriam, su esposo y Adrián. Saludamos y no nos detuvimos en la conversación que llevaban a cabo. Subimos al cuarto, nos aseamos y le dije a Joan que me acompañara afuera. Cuando regresamos al balcón, la señora Miriam y su esposo se habían ido. Adrián seguía en la mecedora tarareando una canción que reconocí porque me gusta la música de Demis Roussos, se trataba de Mourir Auprés de Mon Amour. Vestía con una bermuda color castaño y una franela blanca de algodón. Nos acercamos y saludamos de nuevo, Adrián nos estrechó la mano y dijo algo que, en lo particular, no entendí en ese instante.
En su momento le pregunté a Joan que opinaba de lo sucedido y se limitó a decir que Adrián le faltaba una tuerca.
—–¿Oyen eso? —–preguntó Adrián, con cierta teatralidad.
Me quedé quieto tratando de oír algo, pero al contrario, fue un momento de silencio poco común tomando en cuenta el paso vehicular y los aires acondicionados que se encontraban en la casa. Fueron como diez segundos que no se escuchó el motor de un automóvil y, sumado a eso, los aires acondicionados seguían apagados.
—–No oigo nada —–dije, algo frustrado.
—–Yo tampoco —–replicó Joan.
Adrián no se movió, seguimos así por unos cuantos segundos, hasta que se escuchó el ruido de un automóvil pasar.
—–Eso fue el silencio —–concluyó al fin—–. Cuando lo retengan en sus mentes consérvenlo, es el mayor regalo que pueden obtener de este mundo.
Joan se disculpó alegando que había olvidado algo y, antes de irse, me miró con una ceja encorvada; no regresó.
Acerqué una de las cillas y me senté en frente, a un metro de distancia de Adrián
—–Querido amigo, como estás.
—–Muy bien, gracias. Y… usted como está.
—–Muy bien. Supongo que ya tienes tu segunda pregunta.
—–Sí, la tengo. Supe que se marcha del País. El viernes de la semana que viene.
—–Sí, me voy con mi hermano, Antonio.
—–Sabe, mi siguiente pregunta tiene que ver, justamente, con ese particular.
Debo sincerarme: antes de hacer la pregunta que había estructurado estuve bastante tiempo taladrándome la cabeza en si debía hacerla. Al principio cuando hice mi primera pregunta, Adrián me dijo que esa no era el tipo de preguntas que quería hacer. Él tenía razón. Lo que me llevó a la situación de las once preguntas fue la curiosidad que despertó en mí, todas las historias que me contaron sobre él. De repente, como si nada, me encontré ante la posibilidad de saciar mi curiosidad de la mano del mismo protagonista. ¿Cuáles era el tipo de preguntas que él esperaba? La respuesta, aunque no en condiciones normales, era obvia: las que lograran descifrar lo que se escondía detrás de todas las historias que me contaron. Guardaba la certeza de que era lo que él estaba esperando.
—–Te escucho.
—–Al parecer, no sé cómo, usted supo estructurar toda esta situación. Es decir, canalizó, de alguna manera, mi curiosidad hacia usted e hizo coincidir una serie de detalles que, si los tomamos como coincidencia, estaríamos retando a las probabilidades. Me explico: Habías tomado la decisión de marcharte antes de conocerme y me conociste once días antes de que se consuma tu partida; la escalera por donde me condujiste tiene once peldaños, los cuales tomaste como referencia para dictaminar que te hiciera once preguntas. Quizás esa situación podría estar dentro de tu control; pero lo que me intriga es el hecho de que, justamente, ocurrió el día en que no pude ir a trabajar y por una causa que por segundos pudo haberse evitado. No he dejado de preguntarme qué hubiera pasado si, por ejemplo, Joan hubiera ido buscar el garrafón de agua esa noche. Yo habría dormido bien y por ende también habría ido a trabajar. Quizás tampoco sabríamos cuantos escalones tiene la escalera.
Adrián me escuchaba sin quitar la vista de mis ojos, tenía en sus labios una media sonrisa y asentía con la cabeza en algunos fragmentos de mi exposición.
—–…Adrián, estoy seguro que usted sabe a qué viene mi interés por usted, sino lo supiera no me hubiera elegido para que le hiciera once preguntas, le hubiera dado ese honor a cualquiera en esta casa. Pero no, me eligió a mí.
Así que me arriesgaré.
Respiré profundo y solté la pregunta.
—–¿Cómo hizo para lograr que sucediera toda esta serie de casualidades?
Adrián no se inmutó, siguió observándome y asintiendo lentamente con la cabeza como si lo que acababa de plantearle fuera una respuesta acertada de un hijo a un padre orgulloso. Yo seguía ansioso esperando no haber metido la pata, pero después de la respuesta que recibí, todas mis dudas se disiparon: Adrián era una persona diferente al resto del mundo.
—–Ese es el tipo de preguntas que quieres hacer, querido amigo —–contestó e hizo una larga pausa que interpreté como un momento de reflexión—–. La respuesta que te daré te sorprenderá aún más: no planifiqué nada de lo que mencionas.
No me lo creí, me encontraba más agitado que en el primer encuentro, pensando a gran velocidad.
—–Pero… como puede ser —–tuve que interrumpirlo—–, lo de los once peldaños…
—–Espera, espera —–ahora el me interrumpía a mí—–. Te lo puedo asegurar, nunca había contado los peldaños de la escalera. Sólo se me ocurrió en el momento. Y te digo algo más: debes saber que desconocía todos esos hechos anteriores al día de conocernos. Excepto que te quedaste dormido y no pudiste ir a trabajar. Querido amigo, estoy tan maravillado como tú.
Era cierto, Adrián desconocía todos los acontecimientos previos. Eso no lo incluí en mi análisis.
—–Adrián… vamos…, lo que me estás diciendo es que todos esos acontecimientos sucedieron al azar, fueron una serie de coincidencias y tú no tienes nada que ver con ello.
—–No, te he dicho que no tengo nada que ver, pero nunca he dicho que fueran coincidencias.
—–Eso no tiene sentido.
—–Sí que lo tiene. —–sentenció—–. En verdad te digo, querido amigo, el azar no existe, las coincidencias y las casualidades no existen. Todo, absolutamente todo esta minuciosamente planificado.
Y retornaron las conversaciones extrañas.
—–Planificado… ¿por quién?
—–Por la fuerza superior del universo.
—–Es decir, por Dios.
—–Tú eres Dios.
—–Eso podría ser considerado una blasfemia.
—–No te subestimes, querido amigo, si no existieras, Dios estaría incompleto. Dios es Uno.
—–Estoy confundido, quisiera conversar sobre Dios, pero aun no entiendo lo de las coincidencias.
—–En verdad te digo, querido amigo, los seres humanos, algún día, tendremos que eliminar la palabra coincidencia del diccionario, y lo haremos avergonzados. Todos los acontecimientos, inclusive los más “insignificantes” están minuciosamente planificados. Existe un orden, un orden divino.
—–¿Planificados?, ¿quién lo planifica?
—–Tú y yo…
No deje que terminara la idea. Tuve que interrumpirlo, los pensamientos se me acumulaban y quería agilizar la respuesta.
—–Espera, si acabas de decir que no tenías nada que ver con todo esto, obviamente yo tampoco.
Adrián me observó unos segundos como escudriñando mis pupilas. Sonrió. Presentí que estaba en el terreno que él quería que pisara.
—–Lo planificamos antes de nacer.
No supe que decir. Me quedé callado buscando algunas palabras que no me hicieran parecer como un idiota.
No fue necesario. Adrián debió notar la perplejidad en mi cara.
—–Querido amigo, para empezar, tienes que entender que esta vida es sólo una fracción ínfima de la existencia. El tiempo que conoces es sólo un destello de la eternidad de donde provienes.
Para qué negarlo, me había perdido en la conversación. Las preguntas se chocaban unas con otras y no sabía por dónde comenzar sin salir de la base de la cuestión que acababa de formular.
—–¿Quiere decir que esta vida es una continuación de vidas anteriores en las cuales planificamos lo que nos va a suceder?
—–No. La vida es una sola, tú eres la vida misma. Lo que ocurre es que en “esta fracción de vida” no recordamos absolutamente nada de nuestro origen. Y eso, querido amigo, también fue una decisión consiente tomada desde nuestro umbral.
La respuesta a la segunda pregunta había tomado un camino que no esperaba. Me gustó. Decidí profundizar.
—–A ver si entiendo: Desde nuestro origen que, según entiendo, no es precisamente el nacimiento, ¿tomamos la decisión de todo lo que viviremos, las personas que conocemos y de todos los sucesos que nos abordaran?
—–Eso es correcto. No pudiste describirlo de una mejor manera.
No pude evitar pensar en las desdichas de muchas personas que sufren en este mundo, así que continué un poco a la defensiva.
—–Pero… no entiendo. ¿Qué ocurre con la gente que tiene accidentes? ¿Qué sucede con la gente que sufre, que pasa hambre? ¿Qué ocurre con los niños que mueren, incluso recién nacidos? ¿También es una decisión consiente desde un más allá? —–pregunté algo indignado.
—–La respuesta es un rotundo “Si”, querido amigo. Todo lo que acontece responde a un bien universal fuera del alcance del entendimiento de los mortales. ¡El hacha de los acontecimientos abre los corazones, querido amigo! Y es entonces cuando puede verse el interior del árbol humano. La providencia, el destino, esa Superinteligencia que todo lo controla, el nombre no importa en realidad, puedes llamarle Dios, si quieres, esa inimaginable inteligencia, actúa sin actuar. Es tan sutil que el torpe corazón humano rara vez se percata de sus acertados murmullos. Y cuando los acontecimientos se desenvuelven, la mayoría de los hombres atribuye los, a veces, estudiados desenlaces a la «casualidad». Julio Verne un día escribió que esa palabra constituye la más agria calumnia contra Dios. Parafraseando: Dios, cual echador de broma, gusta disfrazarse de azar. Escucha este pequeño gran secreto: debes confiar. Y algo más: esas personas que sufren, los niños, los desamparados, tienen un sitial muy especial en ese “lugar” al que tú llamaste “más allá” y ellos lo saben con antelación.
Estaba escuchando atónito esas profundas palabras y lo que pensaba en el fondo era dejar sin argumentos, de alguna manera, al hombre que parecía “saberlo todo”.
—–Lo que me estás diciendo es que ¿el fin justifica los medios?
—–Esa frase podría sonar cruel de no ser por un pequeño detalle: No hay fin. Eso es lo maravilloso. El Padre nos regaló el Don de la eternidad. A lo que en este contexto llamaste fin, es sólo un constante camino de ascensión hacia el Padre, de donde partirá un nuevo y emocionante comienzo.
Mi indignación fue sustituida, en medio de la conversación, por un sano sentimiento de duda. Sin embargo, traté de acorralar a Adrián.
—–¿Pero por qué alguien del “más allá” decide venir a sufrir y morir en la tierra? ¿No sería eso un error?
—–La decisión de los seres del “más allá” de “abordar el tiempo” es un acto de amor inconmensurable para con la humanidad. Y Créeme, querido amigo, Dios, el Padre, no comete errores.
—–Hay algo que todavía no entiendo: hace poco mencionaste la palabra “destino”. ¿No sería una contradicción que exista el destino y que nosotros por antelación decidamos los que nos va a suceder en la vida?
—–Yo lo llamo “situaciones de vida”. Y no, no es una contradicción. Estoy seguro que has escuchado el dicho que reza: “tú decides tu destino”. Creo que ahora le darás un nuevo significado, más literal. Es decir: tu destino ya lo has decidido hasta el más mínimo detalle.
Imposible, este hombre sabía de lo que hablaba.
—–Dime algo, Adrián: ¿cómo sabes todo esto?
—–Yo estuve allí, querido amigo. Y aún tengo acceso limitado. A diferencia de otras personas, yo puedo recordar.
No dije más, esa respuesta estaba fuera del alcance de mi corto entendimiento.
—–Quiero resumir la respuesta a tu pregunta —–Concluyó—–: Que los acontecimientos se hallan aliado para que nos conozcamos de esta forma y tengamos esta serie de conversaciones, es porque algo importante nacerá de ellas. Puedes estar seguro, sólo confía.
Reflexioné un poco. Él tenía razón.
Tercera pregunta.
—–Adrián, —–titubee—– tengo otra pregunta, supongo que quedará para mañana, no tiene nada que ver con el tema que nos ocupa.
Me arrepentí casi al instante de decir que pertenecía a otro tema. Pude haber hecho la pregunta como una extensión de la anterior. Pero así fueron los acontecimientos.
—–Amigo, mira la hora —–me indicó, Adrián, señalando el móvil en el bolsillo.
Extraje el celular del bolcillo de mi pantalón y comprobé que eran las 12:17 am. Así se lo hice saber.
—–Es jueves, querido amigo, puedes hacerme tu siguiente pregunta si así lo deseas.
No dejé de sorprenderme, la hora que acababa de confirmar guardaba relación con la pregunta que había estado dando vuelta en mi cabeza desde hace ya hacía un rato. Al principio no lo vi, pero cuando estaba en mi cama, esa madrugada, repasando y digiriendo todo lo que había escuchado en boca de Adrián, lo pude ver. No me quedó más remedio que sonreír. La suma de los dígitos de la hora daba un total nada más y nada menos que de once: 1+2+1+7=11.
—–Está bien. Esta es mi pregunta: ¿Por qué el número once? ¿Qué significa?
Esta vez la respuesta fue corta.
—–Buena pregunta —–respondió, tomando su mejilla con el dedo pulgar y entrecerrando los ojos—–. Temo decirte que no tengo la repuesta, pero puedo darte una referencia: consulta la cábala. (Ref_1)
Ahí terminó la conversación dejándome muchas más preguntas que respuestas.
Subimos juntos las escaleras y, al final de los peldaños, Adrián me guiñó un ojo. Entró a su cuarto y yo cerré la puerta detrás del mío. Joan se encontraba en un profundo sueño y me dispuse a hacer lo propio.
Esa noche no estuvo exenta de sueños:
Me encontraba con Adrián, en mi pueblo natal, reconocí a muchos de mis amigos y familiares reunidos en, lo que parecía ser, una fiesta en las calles del pueblo, con el sol a medio camino de perderse entre las montañas.
Adrián me animó a hacerlo; dudé pero, tras recibir un ligero empujón, mis pies se elevaron por encima de la calle y empecé a levitar, en un vuelo controlado, por arriba de todos mis seres queridos. Podía ir de un lado a otro sin causar alguna reacción a los allí presentes. Cuando aterricé, después de un apasionante vuelo, concluyó el sueño. Abrí los ojos unos pocos minutos, antes de rendirme de nuevo ante el cansancio, y me propuse a hacer una pregunta al respecto.
Cuarta pregunta.
Ese día, a pesar de haberme acostado tarde, desperté sin cansancio alguno. Joan y yo nos alistamos para el trabajo, como todas las mañanas. No hubo preguntas de la noche anterior y eso fue un alivio para mí. En el fondo no quería exteriorizar toda esa experiencia que estaba viviendo y que empezaba a sumergirme en una incipiente paz difícil de explicar. En el transcurso del día estuve algo distraído a consecuencia de mis pensamientos y reflexiones: preparé algunas preguntas que no podía dejar pasar por alto. Estaba consciente de lo que me llevó a toda esta trama fue mi deseo de averiguar si los “poderes mágicos” de Adrián eran ciertos, y si lo eran, como lo hacía. Pero tengo que aceptarlo, el mismo Adrián me había conducido a terrenos más excitantes: “La muerte no existe”, “Tú eres Dios”, “Los sueños” eran temas que directa o indirectamente había dejado bajo el tapete. Y obviamente el asunto de “los poderes mágicos” no podía faltar pero, para este último, tenía que tener mucho tacto, aun no sabía si era cierto.
Esa noche me enteré de un particular.
Al llegar del trabajo pregunté a Roger por Adrián. Me informó que desde la mañana había salido y que no regresaría hasta el día siguiente. Según me dijo, tuvo que viajar fuera del estado a solucionar un inconveniente de última hora con el pasaporte. Curioso; de no haber hecho la pregunta número tres esa madrugada, la cronología de las mismas se hubiera alterado, quizás ya no serían once, sino diez. ¿Casualidad?
Fue el día viernes en la noche cuando tuvimos otra oportunidad de conversar, casi en las mismas condiciones que en la última charla, con una excepción: La señora Miriam y el señor Orlando estuvieron más tiempo con nosotros en la estancia de lo que yo hubiera deseado. Después de lo que ocurrió, al día siguiente, me arrepentiría de ese sentimiento. Pero, ¿quién es adivino? Bueno… al parecer, Adrián lo era.
—–Sé que tienes tu cuarta pregunta, querido amigo. —–Había un destello de melancolía en las palabras de Adrián que atribuí al cansancio. Me equivoqué
—–Eh… si —–respondí—–. He estado pensando mucho en ello.
—–Y que te dicen tus pensamientos.
En honor a la verdad, en ese momento no había decidido que pregunta hacer. Me dejé llevar por el instinto.
—–En nuestra primera conversación te escuché decir una frase que quedó revoloteando en mi cerebro: “la muerte no existe”. He vivido la experiencia de perder a seres queridos y nunca volverlos a ver, excepto en algunos sueños. ¿Qué quieres decir con esa afirmación?
Adrián amplió su sonrisa y me miró directamente a los ojos asintiendo levemente con la cabeza. Tuve la sensación de que esperaba esa pregunta.
—–Veamos… —–hizo una significativa pausa—– te haré una pregunta: ¿Has muerto alguna vez?
—–¿Qué clase de pregunta es esa? —–dije casi hablando conmigo mismo—–. Obviamente no.
—–¿Y has podido hablar con aquellas personas o esos seres queridos que has considerado muertos?
—–No, pero…
—–¿Entonces cómo puedes saber que murieron?
—–Por eso precisamente: porque no he podido hablar con ellos desde entonces.
—–Espera —–sorteó mi razonamiento como si de repente hubiera tenido un fugaz recuerdo—–, ¿me acabas de decir que has visto a algunos de tus familiares, desaparecidos físicamente, en tus sueños?
La conversación empezaba a ser un rompecabezas desordenado.
—–Es cierto, pero son sólo sueños. ¿A dónde quieres llegar?
—–¿Te han dicho algo?
—–Bueno, ahora sólo recuerdo uno que tuve hace poco: Hablé con mi abuelo, me dio un susto de muerte, pero lo único que me dijo fue: “estoy bien”
—–Ahí quería llegar, querido amigo…
—–Pero ha sido sólo un sueño —–me interpuse en las seguras palabras de Adrián, tratando de agilizar la respuesta.
—–Los sueños son una ventana a la realidad.
Sin querer había aparecido el tema de los sueños.
—–¿Pero porque dices que la muerte no existe?
—–En verdad te digo, querido amigo, a lo que tú llamas muerte, es sólo el regreso a nuestro lugar de origen; nuestro verdadero hogar.
—–Lugar de origen… ¿Cuál es nuestro lugar de origen?
—–No has puesto atención —–sentenció con dulzura—–. Recuerda nuestra última conversación.
—–Recuerdo… —–empecé a hacer memoria—– a ver; me dijiste que el nacimiento no es el principio, que las decisiones de los que nos va a pasar en la vida son tomadas por nosotros mismos desde nuestro “umbral”.
—–Tú lo has dicho —–afirmó satisfecho.
—–Sigo sin entender —–dije algo frustrado.
—–Querido amigo —–me dijo con su típica sonrisa—–, pon atención. ¿No lo ves? Nuestro lugar de origen… a nuestro umbral, ¡hay volvemos!
No pude evitar sentirme un tonto. Pero como no serlo, era la primera vez que me enfrentaba a esos conceptos. Para mí la muerte era lo que me habían enseñado desde pequeño y lo que, prácticamente, la mayoría de la sociedad, o por lo menos los cristianos, daban por sentado: los que se portan bien van al “cielo”, al encuentro con Dios, y los que se portan mal, infringiendo las “reglas de Dios”, van al infierno (?).
—–Pero ¿cómo es posible? ¿Todos regresamos a ese lugar? ¿Es un lugar físico? ¿Qué hay del infierno?
—–Con calma, querido amigo —–sugirió, entrecerró los ojos e hizo dos respiraciones profundas—–. Veamos… es un lugar físico; sí, pero no como alguno que conozcas; incluso, llamarlo un “lugar” no es exactamente correcto. Para estar allí no es preciso “ocupar un espacio”, es preciso “sentir el espacio”. Incluso, para experimentarlo, no es necesario “morir”.
Adrián dejó un espacio de silencio entre sus palabras en un intento, quizás, de que asimilara lo que acababa de decir. Al darse cuenta de que no haría comentario alguno, continúo su exposición.
—–Es inevitable regresar porque nos pertenece.
No llegué a comprender estas palabras hasta enfrentarme a la respuesta número once que me dio Adrián.
¡¿Entender?! Que iluso. Supongo que tendré que morir para poder “sentir” a plenitud el significado de todas esas palabras.
—–En cuanto al infierno, querido amigo —–continuó Adrián—–, no tienes de que preocuparte, todo eso es un invento del hombre. El verdadero infierno está en la mente del ser humano cuando no es capaz de apoderarse de sus pensamientos y hacerlos acallar, cuando es incapaz de sentir empatía por sus semejantes, cuando se está tan apegado a la materia que le es imposible adentrarse en la profundidad del alma. Eso, estimado amigo, sí es el infierno.
Fui un tonto, pude haber profundizado en toda esa información que estaba recibiendo, pero mi ego no lo permitió. No me atreví a hacer más preguntas al respecto por miedo a quedar como un imbécil ante tan profundas revelaciones. Si, fui un tonto, en el poco tiempo que llevaba conociendo a Adrián, sabía que no me juzgaría.
—–Sabes, Adrián —–me confesé—–, hay muchas cosas que no logro entender. Sé que tienen sentido… a decir verdad, intuyo que tienen sentido, pero mi cerebro no logra captar de manera lógica la información que me estás regalando.
—–No tienes que entender nada, querido amigo —–elevó los brazos por encima de la cabeza y miró al cielo—–, el conocimiento esta en ti, te pertenece, es sólo que lo has olvidado momentáneamente. Para recordarlo tienes que dejar de tratar de entender. Los pensamientos del mundo no vibran en la misma frecuencia que los “pensamientos” que provienen de la fuente universal.
Adrián bajó los brazos y posó sus pupilas castañas en mis ojos.
—–Vacía tu mente, querido amigo, —–sentencio relajando su tono de voz—– es justamente cuando dejes de intentar entender, que empezaras a hacerlo.
Lo que ocurrió a continuación fue muy confuso, hasta el día de hoy no tengo una explicación lógica a tan extraña experiencia.
Quinta pregunta.
Al parecer mi silencio desconcertó a Adrián que se quedó escudriñándome los ojos con la mirada. No sé cuánto tiempo pasó, pudo haber sido un minuto y ninguno de los dos pronunció una palabra. Pero no fue un silencio incómodo, por lo menos para mí. Fue una sensación placentera, como si el tiempo no pasara o, en realidad, no importara.
Fui yo quien devastó la paz del momento.
—–Creo que es hora de ir a dormir —–Expresé sin mucho convencimiento—–, tengo mucho que reflexionar.
—–Espera, —–la rápida reacción de Adrián con la mano, indicándome que esperara, me sorprendió—–, puedo sugerirte que hagas tu quinta pregunta, deben ser más de las doce.
—–Efectivamente, son más de las doce —–asentí, comprobando la hora en el celular—–, ¿pero porque la premura?
—–Tienes razón, olvídalo —–Adrián se encogió de hombros y a su voz regresó la melancolía—–, dejemos que las cosas sean.
Debí quedarme, algo le sucedía. Lo que no sabía era que pronto, más rápido de lo esperado, lo averiguaría, y de qué forma.
La experiencia más fantástica de mi vida estaba por ocurrir.
El Reloj de mi celular señalaba las 12:35 de la madrugada.
Subí a mi cuarto algo soñoliento.
Me encontré con un Joan totalmente dormido.
Entré al baño y cepille mis dientes.
Me di cuenta que tenía la boca reseca, busqué con la mirada el jarrón de agua y lo encontré al pie de la cama de Joan. Tomé un vaso lleno y, no sé porque lo hice ya que no era mi costumbre, me asomé por la ventana con el vaso en la mano. Fue entonces cuando lo vi. ¿¡Me estaba volviendo loco!? No, aquello era real. Traté de llamar a Joan pero las palabras no me salían. Empecé a cerrar y abrir los ojos en un intento de despertar del supuesto sueño, pero no. La visión seguía intacta. Intenté romper la armadura de mi cuerpo que me paralizaba, pero lo que conseguí fue que el vaso con agua callera y fuera a dar al pie de la cama.
—–No estás loco —–Fue como si hubiera leído mis pensamientos.
Ahí se encontraba Adrián, ¡levitando en medio de la noche! A sólo unos dos metros de distancia de mi rostro pero aproximadamente a cinco metros por encima de la calle.
—–No estás loco —–repitió ante mi atónita mirada.
—–¿¡Como rayos haces eso!? —–Juro que no moví los labios
—–No es difícil —–Adrián tampoco lo hizo, me guiñó un ojo y me invitó a que lo acompañara.
Volví la mirada de nuevo hacia Joan que estaba anestesiado de sueño. Intenté llamarlo otra vez pero el aparente grito se estrelló con una “burbuja insonora”. Puse la mano derecha en mi pecho y sentí como mi corazón desbocado arremetía inclemente como queriendo salir. Traté de calmarme haciendo algunas respiraciones profundas. Lo logré, a medias. ¿Era este el momento que esperaba? ¿Qué fue lo que detonó mi curiosidad en torno a Adrián? La respuesta la tenía a dos metros de distancia. Los demás había flaqueado y yo estaba a punto de hacerlo. Paralizado como quedé, poco faltó para que rompiera la oscuridad y saliera del cuarto como una liebre asustada. Algo me detuvo, fue una especie de “ráfaga de coraje” que invadió mi cuerpo. Desde ese momento las palpitaciones cesaron y la determinación me arropó con su cálida manta.
—–Muy bien, Adrián —–contra todo pronóstico pude articular una oración—–. ¿Qué tengo que hacer?
El hombre no contestó, se limitó a sonreír. Me quedé mirándolo como un idiota esperando que me diera alguna instrucción. No sé si fueron segundos o minutos lo que duró aquella extraña escena pero me dispuse a zafarme de ella, y con un tímido movimiento elevé una pierna hacia la ventana. Adrián no se movió (?). Y caí en razón: ¿¡qué demonios iba hacer?! Me precipitaría como un estúpido hacia el asfalto. Retrocedí de inmediato y, al mismo tiempo, dejé de verle. Literalmente dejé de verle. No hubo un fogonazo, no se precipitó al suelo, sencillamente desapareció. Y el pánico volvió a instalarse en mi cuerpo, esta vez con más intensidad. En un ataque de ansiedad me olvidé de todo y salí corriendo de la habitación sin pensar siquiera a donde me dirigía.
Cerré la puerta fuertemente a mis espaldas con un estruendo que Joan tuvo que escuchar. Pero no. Me obligué a detenerme y a pensar en lo que estaba haciendo. Me recosté en la puerta en un intento de retomar la compostura. ¿Qué fue lo que había visto por la ventana? ¿Me había vuelto loco? Pero el pandemonio aún no había terminado. Cuando mi corazón empezaba a desacelerar, escuché unas voces que venían de la sala. Creí reconocer la voz de Adrián y una segunda voz de hombre que no había oído nunca. Me armé de valor tratando de convencerme de que fue una mala jugada del cansancio, y con una desesperadas ganas de restarle importancia a lo sucedido, me dirigí a las escaleras con la esperanza de encontrarme con una escena cotidiana que le sumara una pisca de normalidad a esa noche endemoniada. Pero lo que vi, devastó mis intenciones. Me detuve en la mitad de las escaleras. No podía creer lo que tenía ante mis ojos. Había acertado, la voz era la de Adrián y la segunda voz era la de alguien que conocía muy bien, pero no me equivocaba al decir que nunca había oído esa voz porque era la del señor Orlando Spinelli. ¿Cómo era posible? Fue la primera vez que lo vi sin la silla de ruedas.
Estaba en la sala, junto al sofá vino tino, parado frente al primero, manteniendo una conversación más que animada. Los dos reían y Orlando hacía gesticulaciones como si ignorara los grandes males que lo aquejaban. La luz de la lámpara estaba encendida aportando una tenue luminosidad, pude ver su rostro rejuvenecido, sobre todo sus ojos que destellaban una gran vivacidad. Y me rendí ante los acontecimientos. No podía hacer nada más, con el corazón galopante, ignorando si me veían, me senté en un tramo de las escaleras a escuchar la insólita conversación.
—–…es así de sencillo, no lo puedo creer —–replicó Orlando.
Adrián sonreía y afirmaba con la cabeza.
—–Pero es que sólo me he ido a dormir y ahora estoy aquí: ¡como en mis mejores momentos! ¿Cómo es posible?
—–Es apenas el principio —–comentó Adrián—–, sólo te llevarás los recuerdos, lo vivido pasará a ser un sueño.
—–¿Y qué rayos haces tú aquí? —–Preguntó, Orlando, mirando de un lado a otro como si esperara despertar en algún momento—–. ¿Eres mi Ángel guardián?
Adrián soltó una carcajada. Yo no podía creer que nadie hubiera despertado. El cuarto de Martha y María se encontraba al lado.
—–Ya quisiera yo querido amigo, sólo soy un hombre con suerte, con mucha suerte.
Me hubiera gustado que Orlando indagara sobre esa afirmación pero parecía muy confundido con lo que pasaba.
Era obvio.
—–Dime —–concluyó Orlando—–, ¿qué ocurrirá ahora? ¿Lo sabes?
Adrián respiró profundo antes de hablar.
—–No tengo acceso a lo que sucede después de aquí, pero poseo información de muy buena fuente. Te aseguro, querido amigo, que te llevarás una gran sorpresa. ¡Prepárate para ser feliz!
Dicho esto, los dos se esfumaron…
Y yo desperté.
Estaba acostado en mi cama, la luz del día se asomaba, tímida, por la ventana. Vi a Joan en su cama, durmiendo como un bendito. El Reloj de pared marcaba cinco minutos después de las seis. ¿Todo fue producto de un sueño? ¿Cómo fue posible? No recordaba haberme quedado dormido. Lo viví muy intensamente. Por un instante estuve decepcionado. En todo caso, ¿Qué significaba las dos escenas que experimenté esa noche? Adrián levitando en las afueras de la casa y luego conversando con una persona que estaba muy lejos de esa capacidad.
Una conversación, además, enigmática.
Pronto lo averiguaría.
Me senté en la cama tratando de ordenar mis ideas. Mi pie fue a dar con el vaso de plástico. Lo encontré en el mismo lugar donde cayó esa noche, cuando me asusté. ¿Casualidad?
Pensé a gran velocidad.
En eso estaba cuando tocaron a la puerta del cuarto.
Joan despertó.
Mi corazón dio un vuelco.
¿Quién llamaba a horas tan tempranas? Nunca nos habían molestado desde que vivíamos allí. Joan me miró extrañado y me encogí de hombros. Se levantó y abrió la puerta, yo observaba impaciente. No logré ver quien era pero la conversación no duró mucho. Joan cerró la puerta y me miró unos segundos sin decir nada. Estaba pálido.
—–¿Qué pasa Joan? ¿Quién era? Suéltalo…
—–Era Roger, El señor Orlando ha fallecido.
A partir de ese momento todo sucedió muy rápido. Los médicos determinaron que la causa de muerte fue un paro cardiaco mientras dormía. Esa mañana fue toda confusión y ajetreo. Miriam estaba inconsolable y Martha cayó en una especie de trance, se pasó gran parte del tiempo sentada en uno de los muebles de mimbre con la mirada perdida. Su hija, María, a veces se le acercaba, la acompañaba y le acariciaba las manos. Me impresionó la entereza con que la niña afrontó todo el proceso. Joan, Roger y yo tratamos de ayudar en todo lo posible en la ardua tarea de atender a los amigos y familiares. En todo ese ir y venir, también observé a Adrián afanándose en los preparativos para el entierro. En ocasiones también se acercaba a Martha y la abrasaba muy tiernamente, lo mismo hacía con Miriam. No le escuché decir una sola palabra, se limitaba a estar con ellas, en silencio. En esas duras circunstancias no pensé en la pregunta que correspondía a ese día sábado. Pero, como no, todo llegaría. En algún momento intenté reflexionar sobre lo que había pasado y volví a interrogarme: ¿fue de verdad un sueño la escena de Orlando y Adrián en la estancia? ¿Una premonición de lo que iba a suceder?
Adrián lo comentó en una de nuestras conversaciones: “los sueños son una ventana a la realidad”. Ahora lo sé; no fue un sueño.
Cuando todo estuvo más tranquilo, aproximadamente a las nueve de la noche, coincidí con Adrián en el sofá de la estancia. Se sentó junto a mí; no me miró de inmediato, se limitó a poner su mano en mi hombro; me observó y comentó en tono cansino:
—–Estoy seguro que hoy han sido contestadas varias de las preguntas que tenías pensadas.
Me tomó por sorpresa. ¿De qué estaba hablando? Acaso… No, todo fue un sueño. Pero entonces a que se refería. La muerte de Orlando no significaba las respuestas a mis preguntas. A menos que… En todo caso eso plateaba más preguntas que respuestas.
—–Adrián, tuve un sueño muy extraño. —–le dije, sin responder a su comentario—– Creo que fue una especie de premonición. Te vi hablando con Orlando. Él caminaba, lucido. Te hacía preguntas.
—–Te lo he dicho querido amigo: Los sueños son una ventana a la Realidad. Busca la perla de los sueños.
Para mí estuvo claro. Adrián no era una persona común y corriente. Félix llevaba razón al bautizarlo como “un fantasma viviente”. No era casualidad todos los acontecimientos extraños relacionados con él. Martha, Roger, Félix y ahora yo, habíamos sido testigos. Yo contaba con una ventaja: él quería revelar su secreto y me había elegido a mí.
Ya no tenía dudas.
Quizás me apresuré, no estoy seguro.
Desde el momento que hice la quinta pregunta, las respuestas de Adrián tomaron otra dimensión, más elevada.
No vacilé más, consideré que la última afirmación de Adrián fue un grito a voces para que avanzara.
—–Adrián, ya no tengo dudas —–le dije, convencido de mis palabras—–, no se cómo definir tu capacidad para hacer cosas como levitar en medio de la noche, pero estoy seguro que no estoy loco. Ni las personas que conviven en esta casa tampoco. Así que todo fue real. Esta es mi siguiente pregunta: ¿Cómo lo haces?
El hombre no se inmutó, se limitó a sonreír como de costumbre. Y por fin, luego de unos segundos, habló.
—–Te lo diré, querido amigo… Pero no hoy. —–hizo una larga pausa y remató—–. Quiero que esta sea tu pregunta número once. Vamos, anímate, sé que tienes muchas otras preguntas.
Sí que las tenía. Y ahora, con la reciente confirmación, no sentía ningún temor a las limitaciones ideológicas ni dogmáticas. En ese mismo momento, emocionado, reformulé la quinta pregunta.
En este punto quiero disculparme con el lector. Aunque las respuestas que recibí fueron apasionantes y esperanzadoras, no tienen nada que ver con la información que Adrián me confiaría como respuesta a la pregunta número once y que mostraré en la segunda parte de estas memorias. Es así que estas revelaciones merecen su propio apartado, el cual espero dar a conocer en su momento. Y si, han leído bien, fueron revelaciones de la existencia misma.
Pero no quiero cerrar este capítulo de manera tan drástica. Las siguientes conversaciones con Adrián se llevaron a cabo los días siguientes, siempre a la misma hora, por acuerdo mutuo, a las nueve de la noche y en la tranquilidad de la sala. Joan se resignó, por lo menos esa semana, a prescindir de mi compañía y a sustituirla por la de Roger. Mientras que Martha, su hija y la señora Mirian lidiaban con la reciente pérdida. Una de las preguntas que cavilaba desde hace tiempo se la hice un miércoles. Fue la pregunta número nueve, y refleja la seguridad que sentía en ese momento de la veracidad de toda la información que Adrián me estaba entregando. Y sobre todo de la confianza que me daban la profundidad de sus respuestas.
—–¿Quién o qué es Dios?
—–Me sorprende que pienses que puedo darte esa respuesta.
—–Inténtalo.
Adrián me confesó que ni las criaturas avanzadas del “no tiempo” podría formular una definición de lo indefinible, pero que él, por medio de su experiencia, bebió de su fuente. Y así empezó un juego de frases que, según sus propias palabras, “son sólo un indicador a lo que no se puede conceptualizar”.
Al final de la segunda parte de estas memorias, como parte de un epilogo, haré una breve sinopsis de lo que se me fue descrito y a lo que Adrián denomino: El Padre Azul.
Y llegó el viernes, día de la despedida… Pero no puedo pasar por alto dos acontecimientos que considero de importancia.
El primero sucedió la noche antes del viernes: Adrián se reunió en la estancia con todos nosotros, exceptuando a Félix que, como siempre, no estaba en la casa.
El motivo de la reunión fue despedirse y agradecer todas las atenciones brindadas. Intentó confortar a Martha y a la señora que aún sufrían por la reciente pérdida. Fue cuando vino una pregunta, hecha por Miriam, cuya respuesta me dejó confuso:
—–¿Porque te vas ahora, justo en este momento tan duro para nosotros?
Adrián no contestó de inmediato, se le notaba en el rostro que le era difícil responder.
—–Saben… hay algo que nunca les he contado —–respondió al fin—–: yo pude haberme ido con mi hermano desde el principio, hace seis años. Contábamos con una buena residencia y las condiciones eran propicias para vivir cómodamente en el extranjero. Además, desde la muerte de Jazmín, no contamos con familiares en este país. Aun así decidí quedarme. Pero ahora, con la partida de Orlando, la energía de esta casa ha cambiado, y la razón que me mantenía bajo el cobijo de estas paredes, ahora sólo está en mi mente y mi alma. La llevo conmigo. No será lo mismo, pero tengo que aceptarlo.
Todos quedamos sorprendidos, al parecer Adrián nunca había mencionado la muerte de su “compañera de vida”, como le llamaba. Incluso, cuando le pregunté sobre el tema, me dio una respuesta algo abstracta.
Supongo que en este caso no tuvo otro remedio que explicarlo de la manera tradicional.
Nadie hizo otra pregunta, todos estaban acostumbrados a su forma excéntrica de hablar y así quedó el asunto. Yo, por el contrario, sabía que algo se escondía tras esas palabras. Fue cuando me hice con el diario de Adrián que pude descifrar, a medias, lo que significaba esa parte del discurso. Pero sigamos en orden.
Cuando culminó la despedida se acercó a mí y me dijo que tenía la respuesta a mi última pregunta. Me la daría en la madrugada antes de partir. Quedamos de encontrarnos en el pasillo de arriba a las 4:00 am.
El segundo acontecimiento sucedió poco después de irme a dormir esa noche. Fue un sueño, o un supuesto sueño: Me levanté a despedirme por segunda vez de Adrián, salí del cuarto y todas sus cosas estaban en el pasillo.
En una silla, sentado junto a ellas, se encontraba Adrián. Pero algo no estaba bien; no se movía. Al parecer sufría uno de sus ataques. Fui a socórrelo de inmediato. Antes de llegar a su altura una mano en el hombro me detuvo. No me asusté. Al contrario, me tranquilicé. Cuando di la vuelta la sorpresa fue mayúscula. ¡Era el! ¡Era Adrián! ¡¿Cómo podía estar en dos lugares a la vez?!
—–No te preocupes, —–me dijo, como si nada—–, estoy bien. Así lo hago. O mejor dicho; yo no lo hago; simplemente sucede.
Y desperté.
Cuando lo hice ya eran las 4:00 am. Salí del cuarto algo aturdido por el reciente sueño. Me encontré con un escenario que recordaba de recién. Eran las pertenencias de Adrián en el pasillo, pero a diferencia del sueño, él se encontraba lucido y charlando por un móvil que no sabía que tenía. Levantó la mano y sonrió. Cuando hubo terminado se acercó y me abrazó. Vi una lágrima suicidarse desde su rostro. Yo también lloré, en silencio. Fue un momento emotivo y de pocas palabras.
—–Querido amigo, gracias por entenderme.
No sé hasta qué punto era cierta esa afirmación.
—–Te diré un secreto —–continuó Adrián—–: sabía que llegarías, te esperaba. Pensé en algún momento que sería Félix el que transmitiría mi experiencia. Hasta que llegaste tú. No creí que todo sucedería al límite del tiempo, pero confiar nunca me ha fallado.
No me permitió hacer comentarios. Entró a su cuarto por última vez y trajo con él un cofre de madera de unos 30 cm de largo y unos 40 cm de ancho. Cerró el cuarto y fue a entregármelo junto con una llave. El cofre tenía una cerradura cifrada con las letras del abecedario. Me dijo que para abrirla había que completar una frase e introducirla en la cerradura junto con la llave. Paso seguido me entregó una hoja de papel donde estaba dibujado una especie de criptograma y, al lado, un conjunto de preguntas. Era un examen, según él, de todo lo que habíamos tratado en todo ese tiempo. La frase la obtendría por medio de la resolución del criptograma. El motivo de que fuera de esa manera, es que mostraría mi interés sobre los temas tratados, y el hecho de resolverlo me facilitaría la comprensión de lo que se escondía dentro del cofre.
—–No trates de violar la seguridad del cofre porque tiene un sistema que dañaría lo que está adentro si este fuera forzado. No lo tomes a mal. Cuando logres resolverlo estarás capacitado para enfrentarte con la imaginación abierta a su contenido. Es la respuesta a tu pregunta número once, y a muchas otras que, estoy seguro, te has hecho.
Luego que lo abras, puedes hacer lo que quieras con esa información. Sé que está en buenas manos.
Esta vez fui yo quien lo abrasó y le agradecí por confiar en mí. No fueron necesarias más palabras.
—–Que el padre azul te bendiga y te guie, querido amigo. Y recuerda, ¡busca la perla de los sueños y confiad!
—–Hasta siempre, Adrián, querido amigo.
Nunca más lo he vuelto a ver. Desde ese momento no he tenido comunicación con él. Así era, así él lo quería. Y por supuesto yo lo respeté.
No pude evitar el temblor en mis manos y algunas gotas de sudor frio empezaron a correr por mi frente.
Estaba ansioso, en las cuatro paredes de mi cuarto, bajo la tenue luz de una lámpara y en la compañía de mis latidos de corazón. Pero en contraste, me sentía muy feliz, aliviado y con una gran expectativa.
Lo había logrado, después de algún tiempo de desventuras y decepciones, pude descifrar la clave que en mis manos puso el enigmático señor Adrián; que, según él, me llevaría a la respuesta de la pregunta número once y ultima que le formulé.
La llave giró con una facilidad que se diferenciaba con lo duro que habían sido aquellas noches de desvelo ante lo que se había convertido en una obsesión: revelar el criptograma que permitía abrir el cofre en el cual acababa de girar la llave. Ahorraré al lector los días de estudios de metafísica y cábala en los cuales me instruí para lograr el objetivo. Félix fue de gran ayuda. Quién lo hubiera predicho. La frase que tanto había buscado se presentó nítida ante mis ojos al responder la última cuestión:
La realidad que conoces puede ser tan sólo un sueño.
Al mejor estilo de Adrián.
Al abrir el cofre me encontré con un manuscrito de unas cien páginas. Sin duda era la letra de Adrián, la había visto en los exámenes que corregía. Nada más al comenzar a leer empecé a sorprenderme y a atar cabos.
Efectivamente, Jazmín fue su compañera, o su novia de juventud. Ella, tiempo atrás, vivió al lado de la casa de la señora Miriam. Cuando me enteré me faltó tiempo para ir a visitar a nuestros vecinos para saber algo de ella. Me informaron que después de la muerte de uno de sus familiares los dueños vendieron la casa; supuse que era Jazmín. Por respeto a Adrián, no comenté nada a mis caseros sobre lo que acababa de descubrir, pero si me las arreglé para averiguar si sabían algo de los anteriores vecinos. Me sorprendió saber que la relación con los vecinos anteriores, igual que con los actuales, no era fluida. Y ahí dejé el tema de Jazmín. El lector podrá sacar sus propias conclusiones.
Lo que a continuación presentaré es el Diario de Adrián, tal como el mismo lo redactó. Les pido a mis lectores que se enfrenten a él así como Adrián me lo recomendó: con la imaginación abierta. Yo le añadiría: con el corazón abierto. Les puedo asegurar que para esto no tendrán que estudiar, como lo hice yo, conceptos de metafísica ni nada parecido; la verdad no hay que creerla, hay que sentirla.
Sólo me atreví a obviar nombres de lugares y direcciones que podrían crear una imagen mental al lector y desviarlo de la sensación acogedora e intangible que produce ver las cosas sin ningún tipo de etiquetas. Estoy seguro que dicha omisión no altera para nada tan maravillosa y reveladora historia.
SEGUNDA PARTE: EL DIARIODespués de todo lo que ocurrió, me hice una pregunta: ¿qué es la realidad?Los seres humanos estamos saturados de etiquetas mentales, juicios y conceptos que condicionan el sistema de cosas donde nos desenvolvemos y al cual denominamos “realidad”.Lo invito a hacer un ejercicio mental: imagine que esas etiquetas, conceptos y juicios desaparecieran de la mente colectiva de la humanidad de un momento a otro, ¿Qué quedaría? ¿A qué llamaríamos realidad?Desde el mismo minuto en que nacemos empezamos a adquirir los paradigmas implantados en los habitantes del planeta a lo largo del tiempo. Nuestros padres, consciente o inconscientemente, son los primeros en enseñarnos su forma de ver el mundo; luego, es la sociedad quien toma la antorcha.Estos paradigmas se amoldan a las diferentes épocas a través de los filtros mentales de cada person
LA PRIMERA EXPERIENCIAEran la 5:24 pm cuando miré el reloj de pulsera. El tiempo se había ido, como siempre, mirando las nubes pasar.«A esta hora mis padres ya habrían de haber llegado de su viaje, seguro estarán esperándome»«Algunas piedras más» ––pensé.Tomé un puñado de piedras pequeñas como acto final en aquella tarde agonizante y las lancé al río. Su suave corriente me relajaba profundamente y el silencio de aquel refugio desolado, producía, en mí, una atracción magnética. Arriba, en la distancia, un lucero cómplice de mis reflexiones me observaba y, de cuando en cuando, me indicaba con su luz la proximidad de la noche.Apenas contaba con doce años.Pasaba muchas horas en aquel lugar acompañando al sol ha
NOCHE DE ABRILTras la multitud, en aquella fría noche, pocos minutos después de haber abandonado la búsqueda, se asomaron los ojos azules causantes de las palpitaciones aceleradas de mi joven corazón. El nerviosismo emergió como un barco que creía hundido. Tendría la oportunidad de cumplir mi promesa y eso me aterraba.Desde los primeros años de primaria en mi pueblo natal, esas mismas destellantes pupilas, que ahora aparecían como dos titilantes estrellas, habían aprisionado a mis pensamientos con los lazos sutiles del amor.La procesión había terminado y la gran cantidad de gente que asistió al evento religioso empezaba a dispersarse por el pueblo. Las mariposas en mi estómago consumieron todo el aire y empecé a respirar de manera acelerada en un intento de llevar oxígeno a la sangre. Jazmín caminaba entre la muchedumbre a unos veinte metros de distancia de donde m
LA TRAGEDIAHabían pasado cuatro meses desde aquel beso. Las primeras luces de la mañana no tardarían en llegar.Estábamos cansados tras las emociones vividas en ese día inolvidable. Antonio, mi hermano, tenía en sus manos el esfuerzo, la constancia y la sabiduría adquirida, reflejada en un pergamino que lo acreditaba como un nuevo profesional de la psicología. Mi hermano, cuatro años mayor que yo, a sus veinte siete primaveras, era y sigue siendo una de esas personas cuyas características se pueden conocer con tan sólo observar sus ojos. Su mirada es pacífica, serena, lo que denota su carácter regio y a la vez despreocupado. Con su contextura más o menos delgada y su metro ochenta de estatura, se ganó el apodo de “flaco” entre sus compañeros de estudio.Antonio, más que un hermano es mi confidente. Desde la muerte de nuestros padres en un accidente de tránsito, nos h
ENSOÑACIONEl mundo cayó con todo su peso en mi alma destrozada, mis manos palidecieron y comenzaron a temblar.El dolor punzante en la cabeza regresó y arremetió con toda su fuerza mientras la culpa empezó a golpear mi corazón, quizás, con más potencia que las punzadas. Nada de lo ocurrido debía estar pasando; si no se me hubiera ocurrido esa maldita idea de encontrarme con Jazmín, cuando todo estaba en nuestra contra, ella estaría viva.«¡Todo fue mí culpa!»Los pensamientos destrozaron la poca cordura que me quedaba, mis piernas flaquearon y me dejé caer arrodillado en el suelo. En medio de mis alaridos, el doctor trató de calmarme.Fue inútil.Me revolqué en el piso con las manos en la cabeza en un gesto desesperado de despertar de aquella pesadilla endemoniada. Cuando la situación empezó a ser insostenible, algo sucedió: las luces penetrantes em
LA DESPEDIDALas hojas de los árboles descendían y, arrulladas por el regazo de la brisa, se posaban dócilmente en la tierra de aquel gigantesco camposanto. Un grito desconsolado irrumpía en el silencio deshaciendo la intensa paz del lugar. Débiles pasos avanzaban bajo un sol temeroso que presagiaba la noche. La tristeza golpeaba con fuerza los corazones, y sobre todo el mío que se mecía nervioso en la lúgubre y maltratada pared de mi pecho.Ya no podía hacer nada, el amor de toda una vida se había marchado para siempre.Me encontraba allí, en la morada de los mortales para despedirme por última vez. Centenares de rostros bañados en lágrimas se observaban atónitos en todo el lugar. Antonio, prediciendo mis movimientos, detuvo mis pasos con firmeza.—–No debes acercarte —–me previno, tomando con seguridad mi brazo derecho—–. Todos te odian, pueden hacerte daño, q
ALUCINACIÓNES—–Tómate este medicamento —–Antonio me acercó un frasco rojo que no pude distinguir—–, te hará dormir—–No quiero dormir, he estado sedado mucho tiempo y estoy perdiendo la noción de la realidad.—–Es por tu bien, Adrián, éstas no tienen efectos secundarios —–abrió la tapa y extrajo una capsula del mismo color del frasco—–. Sólo tienes que tomar una para relajarte y dos para dormir profundamente. Jamás te excedas de esa dosis, el Doctor Montesinos dice que puede ser peligroso. De igual forma me encargaré de hacerlo.Sabía que todo lo que hacia mi hermano era por mi bien. Últimamente había empezado a tener lapsus mentales: me encontraba en un lugar sin saber cómo ni por qué había llegado allí.Ese era uno de esos casos: estábamos en nuestra casa, sentados en mi cama, sin saber qué es lo que había pasado antes de estar en esas condiciones. Me s
DEMENCIAA esas instancias sabía que algo no iba bien en mi cerebro a pesar de que era consciente de todas las experiencias vividas. Como no iba a ser consciente, si lo vivía intensamente; cada detalle, cada destello de color.Podía sentir mis pies en el suelo, la brisa sobre la piel y las manos de Jazmín en mi rostro. A pesar de eso lo único que me hacía comprender que seguía vivo eran los latidos de mi corazón; los oía muy claro. Aún no comprendía, era evidente que por muy intensos y vívidos que fueran los sueños sólo eran eso: sueños. Pero ¿qué tan alejados estaban de la realidad en donde me acababa de despertar? De igual manera apreciaba la luz con la misma intensidad entrando por la ventana; debían de ser alrededor de las dos de la tarde. La luz del sol estaba a punto de llegar a la manija del escaparate. También sentí la textura de mi colchón y las sábanas, era igual