93. Y COLORÍN COLORADO

Hacía muchos años que no sentía que éramos realmente una familia. Estábamos en el apartamento de Noah, bebiendo, hablando y poniéndonos al día. Aquella reunión parecía un confesionario donde nos dijimos lo tontos que habíamos sido y cuánto nos arrepentíamos de distintas cosas. Ya nos hemos perdonado mucho.

Al final, solo quedamos en pie Noah, Sebastián y yo, así que volví a tomar la palabra. Mi intervención fue especialmente larga; tenía mucho que decir, y el licor suavizó la salida de todo lo que tenía atravesado entre pecho y espalda.

—La vida es demasiado compleja —dijo Noah—. En un momento me siento el dueño del mundo: tengo a la mujer que amo, voy a ser padre y luego, ¡puf! —acompañó ese último sonido con un movimiento de manos—. Hola soledad, bienvenida nostalgia.

Entendí su punto. Así me siento con Isabella: como el hombre más afortunado del mundo, como el dueño del diamante que más brilla. Y hace dos días, alguien lo había robado de mis manos. Casi enloquecí. Ahora veo a Noah
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