Mckasse
Me llamo Azalea Izzy Haro Benavides, hija del rey Falcón y la reina Azucena. Princesa del reino de León. Última en la fila, octava de ocho. O, como solían decir mis adoradas hermanas: la abeja bastarda.
Ellas son Daisy, Maisy, Suzie, Hazel, Eliza, Lizzie y Patsy. Siete nombres dulces, casi idénticos, como si mis padres hubieran querido fabricar una colmena perfecta... hasta que nací yo, la que rompió el molde. La que salió con ojos grises como las tormentas y pelo dorado como el sol. Una mancha dorada en su enjambre oscuro.
Desde que tengo memoria, me han empujado al margen: a la cocina, a los establos, a los pasillos traseros del castillo donde la realeza no se ensucia las manos. Ahí aprendí a freír pan sin quemarlo, a coser heridas sin llorar, y a estudiar las estrellas mientras ellas se pintaban las uñas con oro líquido. Mientras ellas se creían reinas por derecho, yo aprendía a sobrevivir.
Por eso el día del baile con los príncipes de la Alameda –el evento que podría cambiar nuestro destino– rasgaron mi vestido a escondidas, lo tiñeron de tinta y dejaron mi corona flotando en una cubeta con excremento de caballo.
Pero no lloré.
Roderick. El médico. El de mirada seria y manos limpias de sangre. El que no bailaba con muñecas de porcelana.
El una amenaza.
Yo una abeja reina.