El aire frío de la habitación le calaba hasta los huesos. Somali temblaba, con su cuerpo encogido sobre el suelo helado, apenas cubierta con la misma ropa interior con la que había llegado a ese infierno. No le daban ropa nueva, no la dejaban bañarse, y el hedor de su propio cuerpo, de la sangre seca, del sudor pegajoso, la envolvía como un manto asfixiante. Olía a desesperación, a suciedad, a algo inhumano.Sus cicatrices ardían.Podía sentirlas sin necesidad de mirarlas, una a una, en cada rincón de su cuerpo. Las marcas en su espalda, surcos largos y oscuros que narraban el paso del látigo sobre su piel desnuda. Pequeños cortes a lo largo de su abdomen, algunos recientes, otros ya cerrados con un tono rojizo que se mezclaba con los moretones profundos en su pecho y sus costillas. Sus piernas estaban llenas de heridas, de moretones oscuros y huellas de golpes tan violentos que apenas podía moverlas sin sentir un dolor punzante. Y en su rostro, aunque no pudiera verlo, sabía que los
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