La mañana en Reggio Calabria amaneció despejada, con el sol derramando su luz dorada sobre los extensos jardines de la Villa Bellandi. Una suave brisa mecía las copas de los árboles, y el canto de los pájaros se filtraba entre los setos perfectamente podados, creando una atmósfera engañosamente tranquila. Era difícil imaginar que, en otra parte de la ciudad, el mundo de Dante Bellandi se estaba derrumbando.Pero allí, en la villa, la calma reinaba.Los Ivanov estaban instalados en la casa que Dante les había asignado, un lugar espacioso y elegante que estaba a la altura de su estatus, con todas las comodidades posibles. Nada les faltaba. Sin embargo, la hospitalidad no siempre venía con una sonrisa.Aquel desayuno se había dispuesto en el jardín, donde una mesa de hierro forjado, cubierta con un mantel de lino blanco, esperaba con una vajilla fina, frutas frescas, pan caliente y una variedad de quesos y embutidos locales. Todo parecía salido de una postal italiana.A la mesa ya estaba
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