El bosque seguía en silencio, pero ya no era el silencio de un cómplice, sino el de un testigo incómodo. La luna, alta y fría, iluminaba las facciones de Arthur, ahora más humano que bestia, aunque la sombra del lobo aún danzaba en sus ojos dorados.El aire entre ellos era denso, cargado de algo más que el aroma a tierra húmeda y hierro. La sangre de Arthur ya se había secado en las manos de Anette, pero el peso de lo que tenía que decirle se sentía más pesado que el metal.Ella respiró hondo, notando cómo el pecho de Arthur se elevaba y descendía con un ritmo agitado, como si aún luchara por mantener al lobo a raya. Sus ojos dorados, ahora más claros, la observaban con una mezcla de esperanza y temor.— Tengo que decírselo — pensó, pero las palabras se atascaron en su garganta.Arthur, perceptivo como siempre, inclinó ligeramente la cabeza.— Hay algo más — dijo, no como pregunta, sino como afirmación. Su voz era áspera, pero no por ira, sino por el esfuerzo de mantenerse humano.Ane
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