El ambiente en el aeropuerto de Punta Cana era vibrante, lleno de risas, música y el murmullo de turistas emocionados. La familia de Dimitrios caminaba por el pasillo de llegadas, empujando un carrito cargado de maletas mientras sus ojos exploraban cada rincón con fascinación. El sol dominicano, aún dentro del edificio, parecía acariciarles la piel con su calidez.En el exterior, Jairo esperaba con impaciencia, apoyado contra su viejo Toyota Corolla. Vestía con jeans desgastados y una camisa blanca, su sonrisa amplia y contagiosa. Cuando vio a Dimitrios y su familia cruzar las puertas automáticas, levantó la mano para llamar su atención.—¡Aquí, aquí! —gritó con energía.Dimitrios lo reconoció al instante y se acercó, estrechándole la mano con firmeza y luego abrazándolo, algo que ya había aprendido de la cultura latina. Tras él, su hermana, Katerina, observaba con curiosidad. Tenía el cabello rubio recogido en una coleta alta y vestía cómodamente para el vuelo, pero su elegancia natur
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