Desde que mamá empeoró, la casa olía más a eucalipto y menos a café. Y eso, para mí, era la señal de que el apocalipsis emocional estaba a la vuelta de la esquina.Había pasado semanas intentando equilibrar mi vida secreta como escritora de romance mafioso con toques de bondage emocional, y mi otra vida, la de hija ejemplar que lleva sopita y facturas médicas. Spoiler: estaba fracasando en ambas.Pero el universo, que tiene el mismo humor cruel que una ex que te ve feliz, decidió que era momento de un segundo cruce de mundos. Porque mamá, muy señora ella, había pedido que Vincent volviera. Sí, porque la primera vez no fue suficiente, claro. “Quiero volver a ver al patrocinador de tus crisis existenciales”, dijo.Y ahí estaba yo. Tres días después. Con Vincent a mi lado. En la sala de mamá. Otra vez.El aire era espeso. La tensión, palpable. Mamá, sentada en su butaca de enferma profesional, con su mantita de cuadros, sus ojos brillantes y su peinado perfecto, como si no estuviera con
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