Vigilados

Cuando llegamos a la mansión de la madre de Vincent, el aire se sintió denso. No porque fuera incómodo, sino porque era de esos lugares en los que podías oler el dinero en las cortinas y en la vajilla de porcelana. La mujer nos esperaba en la sala, sentada con una copa de vino en la mano, observándome como si intentara descifrar qué demonios hacía yo ahí.

—Tú eres Havana —dijo, entrecerrando los ojos.

—En efecto —respondí, con la misma energía de una entrevista de trabajo para un puesto que no había solicitado.

La madre de Vincent, elegantísima y con un aire de reina, entrelazó los dedos sobre su regazo.

—Eres escritora.

—Así es.

—Interesante —murmuró, y el juicio en su tono era más fuerte que un golpe de martillo de juez.

Vincent intervino, apoyando una mano en mi espalda, con una sonrisa que delataba que estaba disfrutando de la situación.

—Madre, no la interrogues. Havana es increíble. Y además, sabe más de literatura que cualquier persona que conozco.

Eso pareció darle una excusa
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