Maximiliano no había salido de su habitación en toda la tarde. Se sentía atrapado en sus propios pensamientos, enredado en la confusión de lo que había sucedido con Ariadna. Sabía que había manejado la situación de la peor manera posible, que había dejado que su temperamento lo dominara y que, en lugar de aclarar las cosas, solo había empeorado todo. Ahora no sabía qué hacer con ella, con ellos. No podía verla a la cara. Cada vez que pensaba en Ariadna, recordaba la forma en que la había arrinconado con sus palabras, la manera en que todo se había salido de control. Se lo debía… le debía una disculpa, una explicación, algo que al menos hiciera que ella no lo viera como el monstruo que estaba empezando a creer que era. Pero no sabía por dónde empezar. El día se le había escapado entre sus propias cavilaciones, y cuando la noche cayó, se dio cuenta de que no podía seguir encerrado allí como un cobarde. Ariadna estaba en la casa, y aunque no supiera qué decirle todavía, al menos deb
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