Los pasillos del hospital olían a desinfectante ya incertidumbre. Las luces blancas, frías e impersonales, no lograban opacar la angustia que sentía Leonardo mientras sostenía la mano de Isabela. Ambos estaban sentados en una de las sillas del área de espera, esperando noticias de doña Victoria, la madre de Leonardo. Él mantenía la mirada fija en el suelo, con el ceño fruncido, las piernas inquietas y los dedos entrelazados temblando suavemente.Isabela no dijo nada, solo lo miraba en silencio, sabiendo que, en ese momento, su presencia era el mayor consuelo que podía ofrecer. Apretó su mano con firmeza y apoyó su cabeza sobre el hombro de él. Leonardo cerró los ojos por unos segundos, respirando hondo, dejando que el calor de Isabela lo calmara aunque fuera un poco.En ese instante, la puerta doble del pasillo se abrió y un médico de bata blanca, con un rostro sereno y amable, caminó hacia ellos. Don Mario se levantó rápidamente, al igual que Leonardo e Isabela.—Doctor, ¿cómo está m
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