Cuando me despierto, tardo unos segundos en comprender que Diego ya no está y que ha dejado mi ordenador sobre mi escritorio. Pateo las sábanas, aunque casi me enredo en ellas. Hoy la cafetera funciona perfecta porque ya no se va la luz, pese a que mi madre se sigue quejando de que algún día uno de estos cortes nos va a fastidiar los electrodomésticos.—Pasa todos los años, mamá. Es por las tormentas —le digo, intentando evitar enzarzarme en la misma discusión que tuvieron ayer mis padres.—Y todos los años es un incordio —replica, como si la rutina no fuera suficiente para recordárselo.La cafetera escupe mi café, y me aparto rápidamente para evitar que me salpique. Vivimos en una mala ciudad para alguien como yo, a quien le dan miedo las tormentas que persisten casi todo el invierno. Sin embargo, me gusta vivir aquí; hay algo en las calles conocidas, el olor a tierra mojada, y la sensación de que la vida, a pesar de todo, sigue su curso.—¿Papá se ha ido ya? —pregunto, intentando ca
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