El pasillo del hospital seguía impregnado de incertidumbre, tristeza y llantos ahogados. Las luces parpadeaban con frialdad, proyectando sombras inciertas en las paredes blanquecinas, mientras el eco de pasos apresurados y murmullos angustiados llenaban el aire. Blake estaba inconsolable. Desarmado. Incapaz de pensar con coherencia alguna. Su respiración era errática, sus manos temblaban, y el peso de la incertidumbre lo aplastaba como una lápida imposible de soportar. Nunca se había sentido tan impotente, tan al borde del abismo. El conde, quien desde el primer momento había sentido un inexplicable afecto por él, se acercó sin decir una palabra. Con gesto firme, lo atrajo hacia su pecho, ofreciéndole un refugio silencioso en medio del caos. Y Blake, por primera vez en su vida, se permitió quebrarse en el hombro de alguien que no fuera Maddie. Su Maddie. — Si ella muere, si ella me deja... me iré con ella —balbuceó Blake, cargado de angustia y desesperación—. Yo no puedo vivir sin
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