KATIA VEGAEn cuanto entró Emilia a la habitación, guardó completo silencio y se mantuvo con la espalda pegada a la pared. Vi entre sus manos un brillo peculiar, era la llave de mis esposas. —Emilia… Dame eso, pronto…—No. —Presionó la llave contra su pecho y no dejaba de llorar. —Emilia… —¡No! ¡Le prometí que contaría hasta diez! —gritó furiosa y destrozada. —¡No hay tiempo! ¡Dámelas! ¡Tenemos que salir de aquí!—No quiero… Verla tan herida me torturó. ¿Qué ocurría? ¿Por qué estaba tan triste?—¿Te hicieron daño? Ella asintió y tragó saliva mientras sorbía por la nariz. —Me va a dejar solita otra vez. —Su labio inferior eclipsó el superior como cuando era más pequeña—. No quiero que se vaya, es mi mejor amigo. Lo quiero muchísimo, tía, no sabes cuánto. Apreté los labios y entonces lo comprendí. ¿Quién no se había enamorado de algún maestro cuando se era pequeño? Siempre habría ese hombre de más edad que causaba un amor bonito y puro, un amor de niño, inocente y sin perversión
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