Phoenix estaba en shock. No podía creer que allí, sentado en el sillón, con Alaric en brazos, estuviera Ulrich. El Alfa, el Rey del Valle del Norte, cuya llegada hacía temblar a Aurelia, sostenía a Alaric con una delicadeza que contrastaba con su imponente presencia. La tenue luz de una única vela danzaba en su rostro, resaltando los rasgos duros, la barba rala y los ojos dorados que parecían atravesar el alma. La imagen era tan surrealista que no pudo sostener el hechizo. La ilusión se rompió como vidrio agrietado: la apariencia de la criada se desvaneció, revelando quién era realmente. El Rey Alfa se levantó lentamente, sin prisa. Como un depredador que sabe que la presa no tiene a dónde huir. Sus ojos mantenían ese brillo hipnótico, salvaje, casi sobrenatural. Phoenix apenas podía respirar. Cada paso de él hacia ella hacía que su corazón latiera más fuerte, más rápido, como los tambores de guerra resonando entre las murallas del castillo. El sonido de sus propios latidos era en
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