Pensó lo peor cuando esa voz masculina lo nombró, y su corazón le metió el turbo a los latidos. No quería pensar lo peor, pero lo hizo y tragó grueso antes de responder con voz temblorosa: —Sí, yo soy su esposa, Salomé Salazar. —Señorita, necesitamos que venga a la estación de policía. —Exhaló una gran bocana de aire retenido en los pulmones; al menos la llamaban de la estación y no de la morgue… —Voy para allá, pero, ¿qué sucedió? Se puso un gabán encima de la pijama y comenzó a ponerse los zapatos. —Su esposo tuvo una pelea en un bar, golpeó a un hombre. «¡Dios!, ahora también se volvió boxeador». —Está bien, voy para allá, deme la dirección. Escuchó atenta mientras peleaba con la correa de sus zapatillas, luego colgó y tomó su bolso apresurándose a la salida. Cuando llegó a la estación, la llevaron a la celda donde tenían a Jimmy y lo vio, sentado en el suelo, con las piernas dobladas y las manos en las rodillas, mirando a la nada… Se le rompió el alma al verlo allí, y él
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