―¡Rachel, estás allí! ―la voz de mi madre y un par de toques a la puerta me hacen reaccionar. Abro los ojos, por breves instantes me siento perdida, pero luego lo recuerdo todo―. ¿Rachel, estás bien? Me levanto del suelo, nerviosa y exaltada. Aclaro mi garganta y le respondo. ―Sí, mami, estoy bien ―me acerco al lavamanos, abro la llave del chorro y me enjuago la boca―. Dame un segundo. Al mirarme al espejo noto las tenues manchas oscuras que hay debajo de mis ojos. Me veo demacrada y agotada. Llevo más de veinticuatro horas sintiéndome fatal. Espero que mis padres no se den cuenta, no quiero preocuparlos. ―Hija, no te demores ―indica mi madre de otro lado de la puerta. El timbre de su voz se escucha mucho más emocionado que de costumbre―. Tenemos visita, te espero abajo. Entrecierro los ojos. ¿Visita? ¿A esta hora de la noche? Inhalo profundo. Para ser sincera, estaba lista para ir a la cama. No estoy en condiciones para ver a nadie, mucho menos, sintiéndome como si el peso de mu
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