Al doblar la esquina, el edificio de dos plantas apareció ante ella, al cruzar el umbral, el aroma a hierbas y guiso la envolvió, pero ni siquiera eso logró reconfortarla. Avanzó por el pasillo con la mirada perdida, hasta que una voz cálida y rasposa la sacó de su ensimismamiento.—Muchachita, ¡llegaste! Hoy sí me vas a acompañar a cenar, ¿verdad?Era la señora Gloria, la dueña de la residencia, una mujer de cabello canoso y sonrisa maternal que siempre esperaba a Lucía con un plato de comida caliente y palabras de consuelo, dispuesta a escuchar cada queja sobre su agotador trabajo. Lucía intentó esbozar una sonrisa, pero ni siquiera sus músculos obedecían.—Señora Gloria no me siento bien. Mañana te acompaño a comer, te lo prometo.La anciana asomó la cabeza desde la cocina y, al ver el semblante deshecho de Lucía, apago la estufa y se la lavo las manos, luego camino apresurada para alcanzar a lucia, con sus manos arrugadas la sostuvo del brazo.—Muchachita, ¿qué te pasó? ¿Otra vez
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