El dolor corre en la tinta compitiendo en la mente con insidiosos y rumiantes pensamientos que me hace increpar contra mí, contra todos. Respirar, una labor titánica, coloniza la furtiva desesperación y la aplasta aventando lo mellado que estoy al fondo infame, mis cierres forzados. A final de cuentas la desolación es asfixia, a su vez, la decadencia trae a su amigo, el pánico desmedido. Dejo caer el plumín en un rebote absurdo como el eco de mis temores, pero caigo con él acobardado con la procesión atravesando las fosas de mi alma. Siempre que al espejo me veo la cara de cuaresma se mofa, termino riendo con él de mi propio reflejo, de lo mal que me siento a menudo incluso con el sol dando en la persiana. «¿Qué tan destruído me palpo, que tan perturbado y enfermo estoy?» La respuesta desmedida es tan real y mentirosa que en partes iguales me devora. Aterrorizado con mil palpitaciones, dolores musculares frecuentes, he aquí el resultado: la hipocondría, mis ansiedades ilimitadas, a
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