La noche, a su parecer, resultaba interminable. Tiodor, con los párpados hinchados, miraba su reloj en el buró cada cinco minutos. La angustia trastornaba su mente y entumecía todos sus sentidos. Eran las tres y cuarenta y cinco de la madrugada cuando marcó el número de uno de sus trabajadores. No podía decir explícitamente el nombre de su esposa, todo para evitar que supieran su ubicación. Usó una oración simple: —¿Cómo va el negocio? —Irritado, uno de los clientes estuvo a punto de herirnos con un cucharón. Tiodor reprimió una carcajada. —Bien —dijo, a punto de colgar. —Los otros clientes no paran de quejarse. Cansados de ver los mismos estantes. —No hay nada que se pueda hacer —dijo, y cortó la llamada. El hecho de hacer esa llamada tan simple ponía todo en riesgo. La imagen mental de Libia, furiosa, con ganas de partirle la cabeza a todos, le movió su sentido del humor. Aunque la idea de sus hijos pequeños e indefensos, encerrados en una casa con tipos mal encar
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