Brinqué de susto al escuchar mi nombre, que los documentos se me resbalaron de las manos. Asustada, volteé a ver quién era la persona que me hablaba y, al descubrir quién era, abrí los ojos de la impresión. Frente a mí se encontraba un hombre alto, de unos 40 años, cabello rubio y ojos azul profundo. A primera vista lucía atlético, aunque su postura era tan erguida, que desde su posición me miraba como un tirano. —¡Buen día, señor! —exclamé asustada, levantándome rápidamente. —¿Por qué no me avisó que había llegado? —cuestionó con severidad, cruzando los brazos con desdén. —Lo siento, señor, estaba poniéndome al día con los pendientes —contesté nerviosamente. Mi respuesta hizo dudar a mi jefe, que entrecerró los ojos para tratar de descubrir la verdad, pero tras unos segundos, pareció convencerse. —¿Y cómo siguió? —¡Ah! Bien, tuve cólicos terribles —dije tocándome la barriga. —¿Acaso no dijo que se sentía mal del estómago? Cuando señaló esto, me di un golpe mental por bocona,
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