Abel ladeó los labios, la invitó a bajar del vehículo, caminaron frente a la única iglesia que había en la ciudad, tomaron asiento en unas bancas de cemento en el parque. Malú miró a varios niños, correr, jugar, sonreír con sus padres, y el corazón se le estrujó en el pecho, no podía dejar de pensar en su bebé muerto. Él le acarició la mejilla, la tomó de la mano, al notar su tristeza. —¡Abel! —gritaron varios chiquillos en coro, se acercaron a él. El hombre se puso de pie de inmediato, esbozó una amplia sonrisa, ellos lo abrazaron por las piernas. Los pequeños vestían pantalonetas, camisetas sin magas, y zapatos desgastados, eran de piel bronceada, cabello oscuro, ojos vivaces, del color del ébano de la noche. —¿Cómo han estado, chavales? —cuestionó Abel acariciando la cabeza de cada uno. —Bien, muchas gracias por los balones de futbol que nos enviaste, y los uniformes para formar los equipos —dijo el más grande de ellos. —¿Jugarás un partido con nosotros? —¡Por supuesto! —r
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