Muda y totalmente congelada, solo pude observar con los ojos bien abiertos cuando el señor Daniels entró a la terraza y cerró la puerta corrediza tras él, encerrándonos a los tres fuera del penhouse. Con paso firme, se aproximó a Gisel, ignorándome a mí por completo. —¿Qué rayos ha salido de tu boca? —le siseó tomándola por el cuello. Pero, contrario a lo que creí, Gisel sonrió aún más y me señaló con un gesto de cabeza. —Te lo dije, querido. Te dije que la encontraría, y eso hice. La mano del señor Daniels apretó con más fuerza la garganta de ella, hasta que su rostro comenzó a enrojecer. Dentro de mí, deseé poder gritarle que la dejara, pero era incapaz de decir nada. Solo podía observar en silencio. —Demián, no... pareces nada feliz —dijo ella, jadeante—. Encontré a tu preciada zorra de burdel. ¿Por qué esa expresión tan miserable? Deberías estar más que agradecido conmigo. Retrocedí despacio, hasta toparme con la pared. Y de pronto, mi cerebro lo entendió todo: El se
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