Odio a Timothy Adams. Odiarlo sería mi religión si la música no lo fuera. Pero está aquí, frente a mí, con el pelo cayendo sobre la almohada en una cascada oscura. Sus pestañas son espesas y tan largas que es injusto. Tiene la boca entreabierta por el sueño, el arco superior firme y el inferior exuberante. Me vuelvo loca, con el corazón a mil por hora. Está caliente. Su calor emana de su cuerpo, invitándome a acercarme. Odio lo mucho que lo deseo. Quiero. Quiero. Quiero. Mis muslos se aprietan, porque si hay una respuesta a esa comprensión que no implique una oleada de calor fluyendo hacia el sur, no sé cuál es. Por supuesto, nunca se lo diría cuando está despierto, pero no lo está. Gracias a Dios que no lo está. Me muevo en la cama, con una mueca de dolor muscular. Perfecto. Hay una razón por la que nunca he tenido sexo, y si fuera a tenerlo, él sería el último con el que me acostaría. Podría tener mucho más que este estúpido lugar, esta estúpida escuela... En vez de eso
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