Nunca en la vida había llorado tanto. Ni siquiera cuando Enzo se había ido a Inglaterra. Nunca, de verdad nunca. Había pasado ahí tres días con sus noches, sin comer, bebiendo poco, y durmiendo un par de horas, junto a la camilla, tomando sus manos. Se apartaba cuando era estrictamente necesario, cuando usaba la ducha o el baño, porque tenía que desinfectarse regularmente y usar alcohol antiséptico, y porque los doctores se lo exigían. Afortunadamente y como médicos que siempre había atendido a la familia, le permitían pasar más tiempo de lo que realmente dictaban las políticas. Y ese era el único ápice de felicidad que ella tenía. Su traslado desde el hospital público fue casi inmediato, después de los primeros auxilios pidieron el pase a la clínica y desde ese momento, ni siquiera sus padres la hab&iac
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