Flor siempre había maldecido su destino. Nunca comprendió porque tenía que ser ella, precisamente ella, quien tuviera la desagradable, repulsiva e insoportable tarea de cuidar a ese anciano asqueroso. Tenía veinte años y debía de estar disfrutando su juventud con amigos y novios, pero no cuidando a un anciano agonizante. Cada vez que el maldito viejo le girtaba para darle órdenes, Flor se estremecía de odio, de asco y dolor. Recordaba con ira todo el sufrimiento que le había proporcionado y su corazón se inflamaba en un corrosivo rencor. Al principio el anciano daba órdenes como un dictador. Postrado a una cama no tenía más opción que gritarle día y noche; “Tráeme la comida, zorra, Quiero agua, prostituta, Acomódame la almohada, estúpida, Cámbiame el pañal cerda, Tráeme el periódico maldita”. P
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