Londres, mediados del siglo XIX. —¿Conoce usted a un hombre denominado Edward Hyde, señorita? —me preguntó el inspector Bradshaw de Scotland Yard, un sujeto tosco y frío, quien me interpelaba en una lóbrega y asfixiante sala de interrogatorios. —Sí... sí señor, lo conozco. —¿Qué sabe de él? —No mucho, señor. Sólo que mi amo, el Dr. Jekyll, dio órdenes a todo el personal de la Mansión de obedecerlo como si fuera a él mismo. —¿Y lo ha hecho? —¿Qué, señor? —Obedecerlo. —¡Por supuesto! Por órdenes del Dr. Jekyll... yo... —Señorita —dijo inclinándose sobre la mesa, provocándome una ruborización— ¿tien
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