Hace muchísimos, muchísimos años, conocí a Juan Morales Flores. Al principio de nuestra amistad pensé que no sería duradera nuestra relación, pues él pertenecía a la clase intelectual, con la cual nunca me sentí identificado y, aunque era de espíritu humilde, siempre tenía un aire de sana superioridad, brindando al mundo su carisma, que no producía ninguna envidia y sí mucha admiración. A pesar de sus cuarenta y tantos, ya tenía abundantes canas, delgado y huesudo, de unos seis pies, parecía siempre a punto de decir algo ingenioso. De ojos pequeños e inquisitivos, su rostro era apacible pero nada hermoso; la nariz era muy grande para la delgadez de la cara, soportando siempre unos lentes bifocales que se resbalaban constantemente, sus ojos muy juntos, las cejas muy pobladas y sus labios muy finos. Lo curioso era que, a pesar de su abstracta aparie
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