Hace muchísimos, muchísimos años, conocí a Juan Morales Flores. Al principio de nuestra amistad pensé que no sería duradera nuestra relación, pues él pertenecía a la clase intelectual, con la cual nunca me sentí identificado y, aunque era de espíritu humilde, siempre tenía un aire de sana superioridad, brindando al mundo su carisma, que no producía ninguna envidia y sí mucha admiración. A pesar de sus cuarenta y tantos, ya tenía abundantes canas, delgado y huesudo, de unos seis pies, parecía siempre a punto de decir algo ingenioso. De ojos pequeños e inquisitivos, su rostro era apacible pero nada hermoso; la nariz era muy grande para la delgadez de la cara, soportando siempre unos lentes bifocales que se resbalaban constantemente, sus ojos muy juntos, las cejas muy pobladas y sus labios muy finos. Lo curioso era que, a pesar de su abstracta apariencia, nunca conocí a nadie que dijera cuan feo era; todo lo contrario, las personas buscaban su compañía todo el tiempo. Cerca de él, tal vez la vida era más interesante y eso equilibraba el espíritu a su favor. A parte de su gótica nariz, lo más llamativo era la enorme nuez de Adán que se alojaba en su garganta; cuando tragaba, era inevitable mirar ese gran apéndice que subía y bajaba como si cargara dos cartuchos de municiones de una escopeta de caza, lista a disparate a la cara.
Por mi parte me ganaba la vida más bien con mis músculos y no tanto con la mente. Me dedicaba a restaurar muebles de madera, algo que siempre me apasionó y que de paso dejaba el pan en la mesa, pues en una vetusta ciudad como La Habana, mucha gente conserva los muebles por necesidad y otros por añoranza; también están los que se enamoran de la belleza de la madera, así que siempre hay para reparar. Yo pertenezco al tercer grupo, siempre me atrapó las curvas, las molduras, los empates, los dibujos, el olor y lo cálido de la madera. También, debo confesarlo, me atraía mucho el no tener que marcar tarjeta en una fábrica o en una oficina. Cada trabajo y cada cliente eran diferentes, en lugares diversos y como siempre me gustó el cambio y el aire libre, decidirme por ese tipo de trabajo era casi natural. Claro que ahora, que estoy viejo y la artritis mina mis huesos prefiero la tranquilidad del hogar, pero en la época que conocí a Juan estaba lleno de vida y disfrutaba de ella a plenitud.
Me llamó Juan por teléfono una mañana de enero. Me extrañó, ya que en enero la mayoría de las personas se están recuperando de los gastos de fin de año y por lo general no se interesan en arreglar muebles viejos, pero allí estaba la llamada y como no tenía mucho trabajo fui enseguida. Juanito, como todos le decían, quería encolar una vitrina y barnizarla nuevamente, pues el calor había separado sus tablas de cedro y caoba. Era perfecta en todo sentido, se notaba que estuvo siempre en la familia porque hacía juego con toda la casa. Tenía tres puertas con cristal, una al centro más ancha y las otras dos a cada lado de ésta, más estrechas, pero igual de altas. Todos los dibujos estaban hechos a mano. En lugar de cristalería o adornos, lo único que contenía eran libros de aspecto arcaico, de carátulas roídas y páginas amarillas. Eran libros muy antiguos colocados ordenadamente, algunos más maltratados que otros, pero Juanito los trataba con mucho cuidado y cariño a todos y a cada uno. Eran como hijos enfermizos en tratamiento de cariño. Al notar mi sorpresa, me aclaró su comportamiento con una sonrisa condescendiente.
—Soy coleccionista, de libros fundamentalmente y soy un poco meticuloso con ellos, si hubiera sabido que venías tan pronto ya los habría cambiado de lugar, pero me sorprendió la rapidez del servicio.
—No se preocupe —le dije—, tengo tiempo y el trabajo durará pocos días, el mueble está en perfectas condiciones.
—Gracias, eso trato, aunque es difícil. Es peor con los libros, tengo que poner todo mi esfuerzo y conocimiento para que no se hagan polvo.
Enseguida congeniamos. Cuando dos personas tienen en común una misma pasión, la envidia o la rivalidad casi siempre los separa, pero cuando tienen pasiones distintas puede que se complementen, sobre todo porque no hay competencia, uno aprende del otro y se nutren recíprocamente, creando un nexo sin interés y sin celos en la ansiedad de vivir lo desconocido. Eso nos pasó a nosotros, yo descubrí un universo nuevo en los libros y él aprendió a cuidar mejor los muebles, dándose cuenta que no son solo madera, sino que son únicos y especiales porque el artista que los hizo puso parte de su personalidad en el trabajo además de su destreza.
Pasados dos años me encontraba haciendo un trabajo en otra casa. Eran unos sillones hermosos de pino blanco barnizados estilo “Luis XVI”, que terminaron mordidos por el labrador más grande y juguetón que he visto. Al segundo día, cuando me disponía a emparejar el relleno de los huecos que el can dejó con sus colmillos en las patas de los sillones, mi vista cayó sobre unos cajones que se apilaban en el patio trasero de la casa, eran de cartón y estaban llenos hasta arriba de libros viejísimos. Por los cursos de ´´librologia´´ que Juanito me impartió, enseguida supe que podrían tener algún valor. Al terminar mi trabajo, le propuse al dueño de la casa que me pagara con los libros.
— ¿Está seguro de eso? —me dijo asombrado.
—Sí, con los libros me sentiré mejor que pagado.
—Bueno, de todas maneras pensaba votarlos, eran del antiguo dueño de la casa —aclaró el cliente con cara de haber hecho buen negocio.
Claro que yo no era ningún iluso, le llevaría los libros a mi amigo y si él no pagaba un buen dinero por ellos, seguro me daría los contactos para venderlos. De cualquier modo saldría ganando mucho más que cobrando el dinero en efectivo, pues el trabajo no fue la gran cosa.
Al siguiente día fui a ver a Juan con los tres cajones de libros. Me recibió con una taza de té verde y se puso enseguida a clasificarlos, más contento que lo normal, con el orgullo del maestro cuando ve que su alumno aprende bien la lección.
Al desvencijar el segundo cajón pareció encontrar algo que llamó su atención, levantó un tomo grueso de tapas grises y dijo:
— ¿Qué tenemos aquí? Si es lo pienso con solo este libro ganarás más que en cuatro o cinco de tus trabajos.
Me emocioné mucho, no tanto por el dinero sino por haber encontrado algo valioso. Me imagino que así se sentirían los arqueólogos al descubrir una tumba o los muros de una ciudad perdida, solo que mi descubrimiento era mucho más discreto.
Juanito mientras tanto se paró y sosteniendo el libro frente a sus ojos se dirigió a una mesita de diseño que tenía en la pieza contigua de la casa. Encendió una lámpara que alumbraba directamente sobre ella y se puso los espejuelos de aumento, cogió una enorme lupa y se dispuso a examinar el libro cual si fuera un cirujano. Lo hojeó lentamente sin decir una palabra, solo movía la cabeza arriba y abajo y un par de veces hacia los lados.
Al terminar lo cerró ceremoniosamente y se puso a mirar un papel estrujado que sacó del interior del libro, lo colocó a contra luz y le dio vuelta en una y otra dirección, se encogió de hombros y lo dejó sobre la mesa alumbrada, agarró nuevamente el viejo tomo y se dirigió a mí.
— ¡Si todos los coleccionistas, tuvieran la suerte de comprar en su primer lote un libro como éste!
Estaba visiblemente emocionado, pero su emoción se transformó en sorpresa al decirle que a mí me gustaban mucho los libros, pero que no tenía la intención de coleccionarlos, que realmente se los había traído a él.
— ¡Entonces, me haces un regalo precioso! —me dijo con lágrimas en los ojos.
No tuve el valor de decirle que quería vendérselo, no después de esa muestra de gratitud por algo que no pretendía serlo. Me sentí despreciable por no considerar siquiera la opción del regalo, aunque no era tan grave, al fin de cuentas había trabajado por ellos.
Después de brindar con una botella de Johnny Walker que solo se atrevía a abrir en ocasiones especiales y de pasar un rato disertando sobre libros famosos descubiertos al azar, me acordé del papel que Juanito sacó del libro y que dejó sobre la mesa.
—Es un pergamino no es un papel, lo cual ya es extraño, pero si agregamos que está en blanco, lo extraño se convierte en misterioso.
— ¿Y eso por qué? —le pregunté.
—Porque el pergamino es mucho menos usual que el papel, mucho más caro y mucho más duradero, por lo que casi nadie usaría uno, o más bien lo escondería en un libro, no habiendo escrito nada en él.
—Quizás simplemente se le olvidó al antiguo dueño.
—No —repuso rápidamente—, estaba oculto entre la carátula y la encuadernación en un libro que nadie destruiría, al menos nadie con un poco de cultura. Además, es un pergamino muy fino para desperdiciarlo.
—Te escucho decir pergamino y no sé bien de que me hablas. ¿Porque es tan especial? A mí me luce como papel viejo.
Juanito soltó aire para no desmayarse y no decirme un disparate, tomó un sorbo del caminante estirado y, mirándome por encima de sus gafas de aumento, me explicó como se le explica al más ignorante de los seres lo que era un pergamino.
—Escúchame —comenzó—. Los pergaminos no son papel, son de piel, generalmente de animales jóvenes y en ocasiones de nonatos, es decir, que no han nacido aún. Al ser de piel, si se les conserva bien, duran muchísimo más que el papel.
— ¿Y por qué se llaman pergaminos y no “pielminos”, por ejemplo? —dije con una risita provocada por la bebida, obviamente.
Juanito hizo otra vez acopio de paciencia, perdonándome mi mal sentido del humor y me explicó.
—Se les llama así, porque en la antigüedad se hicieron muy famosos los confeccionados en la ciudad de Pérgamo, en la actual Turquía.
Un poco avergonzado por mi ignorancia y por la baja tolerancia que tenía y aún tengo al alcohol, me marché ya entrada la noche de casa de mi amigo. Me acosté como a las doce y a las tres y media sonó el teléfono. Me levanté sobresaltado, pero sin cansancio, pensando que era una mala noticia y al ver la hora grité sin querer.
— ¿Qué pasó, es la vieja?
—Seguro que la vieja está bien, es Juan el que te llama.
— ¿Sabes qué hora es o te tomaste el resto de la botella tú solo?
—Sí que me la tomé, pero no es por eso que te llamo. ¿Cuándo puedes venir?
— ¿Es una broma de mal gusto, Juanito?
—No es una broma, tienes que venir lo más pronto posible, creo que encontré algo.
— ¿Qué, otro libro valioso?
—No, creo que algo mejor, vístete y ven para acá.
—OK, chao.
Colgué el teléfono un poco molesto, pero mientras comía algo se me pasó y razoné que si Juanito estaba tan excitado tendría una buena razón. Él era un ratón de biblioteca, pero tenía los pies sobre la tierra, aunque pareciera que flotara en un mundo paralelo. Al llegar ya me esperaba en la puerta con un tazón de café fuerte, como para mantener despierto a un perezoso veinticuatro horas. Entré y me senté en el sofá mientras tomaba a sorbos mi café. Juanito caminaba de lado a lado de la habitación, como quien medita la forma de decir algo muy difícil con las manos en la espalda, la vista clavada en el pulcro suelo y el cuerpo
encorvado, igual que si buscara algo perdido en el suelo. De pronto me miró, giró sobre sus talones como un militar y me soltó a boca de jarro:
—Encontré un tesoro.
Creí que mi amigo se había vuelto loco. Se dio cuenta de mis pensamientos, porque dejé la taza en medio camino a mis labios y lo miré espantado a través del humo caliente de mi bebida.
—No te asustes, estoy cuerdo aún, me expliqué mal. Lo que encontré fue algo parecido al mapa de un tesoro.
Mi expresión no cambió, salvo las cejas que se elevaron, denotando más sorpresa todavía. Juanito apartó la vista de mí y caminó hacia la mesa, comprendiendo que lo que decía era casi una locura y se dispuso a exponer su teoría, como si de eso dependiera el premio nobel.
— ¿Recuerdas el pergamino que hallamos en el libro? —dijo incluyéndome en el descubrimiento—. Pues bien, se quedó varias horas sobre la mesa al calor de la lámpara y cuando fui a examinarlo nuevamente, vi unos caracteres que antes no estaban allí. Al darme cuenta de esto, le acerqué la lámpara aún más hasta que por acción del calor se vio claramente un mensaje escrito con tinta especial.
En ese momento me mostró el pergamino de marras y era cierto; en el mismo centro, donde antes no había nada escrito, se podía observar un escrito bastante extenso. Al principio creí que se trataba de una broma de mi amigo, pero al acercarme más observé que se veía bastante real.
Por lógica, deduje que Juanito no pasaría tanto trabajo sólo para burlarse de mí. Mientras miraba el pedazo de piel que tenía en mis manos, mi amigo se esfumó de la habitación y regresó arrastrando una pizarra inmensa, en mitad de la cual estaba reproducido exactamente lo que estaba escrito en el pergamino. Adiviné que no había dormido nada desde que encontró la escritura. Para una mejor comprensión lo transcribiré tal y como estaba en el pizarrón.
“Querido amigo, te escribo para pedirte un favor inmenso. Cuando salí de Cuba dejé enterrado en el último cuarto de la casa que alquilábamos mi esposa y yo, el tesoro más grande que he tenido. Ya estoy a punto de morir y lo último que deseo es, de ser posible, descansar a su lado para siempre. Si puedes desenterrarlo comprenderás todo lo que quiero decir.
Eso es lo único que me queda de una vida sufrida, la poca felicidad que me dio Dios es ese tesoro. Si yo pudiera iría a buscarlo, pero me es imposible por mi salud tan precaria, solo espero tener un poco más de tiempo para saber tu respuesta.
Quizás te pida demasiado, pero eres la única persona que conozco y aunque siento mucho poner este peso sobre ti, estoy convencido que no tengo otra salida. Perdóname, mi viejo y fiel amigo.
Tengo miedo de la reacción que puedan tener las autoridades, incluso podría ir preso a pesar de mi edad. Como protección conserva este mensaje y todo lo que te escriba. El misterio de la tinta invisible es necesario, tal vez sean medidas de precaución exageradas, pero no confío en nadie ni en nada, solo en nuestra amistad. Cómo encontrar el pergamino y las instrucciones para leerlo, te habrán llegado si estás leyendo estas líneas.
El lugar exacto del entierro lo pondré en clave, por si este libro cae en otras manos.
“DE LAS TRILLIZAS, LA DEL MEDIO. LA ROSA DE LA AMISTAD JUEGA. C3AD”.
¿Recuerdas cómo pasábamos el tiempo, cuando nos visitabas en nuestra casa? Este es mi último movimiento. Es todo amigo mío, espero que me comprendas como siempre hiciste y que me perdones este último acto de egoísmo. Tu amigo Leo”.
Comencé a preocuparme en serio por la salud mental de mi amigo.
—Quizás deberías tomarte unas vacaciones.
—Sé exactamente lo que piensas —replicó él—, pero no es tan absurdo como parece. Primero el pergamino que garantiza que los elementos no lo destruyan, luego el texto en escritura invisible, después lo ocultan en un libro y mandan instrucciones aparte para no levantar sospechas. Si tenemos en cuenta todo eso, podemos llegar a la conclusión de que nadie se va a tomar tantas molestias por nada.
—Está bien —lo interrumpí mientras ponía mi taza vacía en la mesita—, admito que es intrigante, pero no significa que lleve a un tesoro o nada parecido, tal vez sea un lugar donde se hallan otros libros.
— ¿Y eso no sería un tesoro?
—Sí, supongo que sí, para alguien como tú sería mejor que fueran libros y no joyas.
—No me creas tan espiritual, no vendría mal un poco de dinero.
—Quizás sea el tesoro de un pirata —dije en tono de broma.
Se sentó a mi lado y muy seriamente me dijo que iba a averiguar y que me avisaría si encontraba alguna pista y, si después quería seguirlo, fuera lo que fuera, sería dividido a partes iguales. Estuve de acuerdo para no quitarle el impulso y seguimos conversando del tema mientras jugábamos a las cartas. Yo tuve que irme al terminar el almuerzo.
Pasados unos días me aparecí en su casa y no estaba. Como no lo podía ubicar ni por teléfono, le dejé una nota preocupándome por él y por la investigación, aunque tenía la esperanza de que ya hubiera desistido de esa loca idea. No fue hasta el siguiente día que me llamó para encontrarse conmigo. Al llegar me puso en las manos otro tazón de café, que ya se estaba haciendo costumbre y con cara de triunfo me dijo: —Fui a la casa donde te pagaron con los libros y los convencí para que me dieran la dirección de las personas que permutaron con ellos. Le invité a continuar con un gesto. —Ahora viene lo interesante —se regocijó frotándose las manos—, el dueño de la casa es un tal Evaristo, recuerda que hace tres años aproximada
—Pero el baño no tiene el piso de cuadros, sino que es nuevo —observé. —Exacto —estuvo de acuerdo—, por lo tanto estamos jodidos. —Sí, es cierto, pero existe la posibilidad de que no removieran las losas… — ¡Espera! —saltó mi amigo sobre la computadora, y dándole zoom a una parte de la foto, prosiguió: —Mira y dime qué te parece. Me acerqué a la pantalla y en efecto, se veía claramente que el piso del baño estaba por encima del resto del cuarto, por lo menos una pulgada. Eso indicaba que no removieron las losas viejas, sino que pusieron las nuevas encima de ellas. Los dos recobramos el aliento y las ganas de seguir adelante. En primer lugar, necesitaríamos un
Alejandro tenía ocho años. Era un poco pesado para su edad, aunque estaba lejos de ser obeso. Sus largos huesos anunciaban que, durante su adolescencia, crecería por encima del promedio. Su corta edad no le permitía estar preparado para comprender ciertas cosas de la vida. No comprendía qué era la corriente eléctrica, ni cómo los aviones volaban, ni siquiera podía entender de dónde venía tanta agua cuando llovía. Mucho menos comprendía el por qué su padre, que nunca jugaba con él, se empeñaba en hacerlo justo cuando mamá salía para el trabajo dejándolos solos. Ese juego no le gustaba para nada, pero si no lo hacía papá se molestaba mucho y lo castigaba. Al principio Alejandro protestaba tímidamente, luego dejó de hacerlo ante la impotencia de sus tímidas quejas. Además, despu&
Hace siglos que se ha tratado de descifrar los misterios de la adicción. Es cierto que ha habido avances, en cuanto al conocimiento de los cambios físicos y químicos que tienen lugar en el cerebro. También hay que señalar que en sentido general, estamos tan indefensos ante los vicios y los efectos perjudiciales que provocan en nuestra sociedad, como lo estábamos hace tres mil años. Incluso, muchos piensan que hemos perdido terreno ante ellos. Aún estamos lejos de saber por qué el animal más inteligente del mundo, cae en esa trampa que obliga a personas de todo tipo a depender de algo para sentirse realizado y hasta feliz, a tal punto que se puede llegar a perder la voluntad, la vergüenza y la familia, por algo tan banal. Dicen los entendidos que se necesita un solo trago para convertirse en alcohólico, o un
“Me había marchado de la ciudad hacía ya dos años y medio. Me hubiese mantenido lejos si no fuera porque tengo que cerrar un negocio tan importante como el que me trae de vuelta aquí”. Así meditaba para olvidarme un poco del aterrizaje del avión comercial que me traía de vuelta al lugar donde nací y donde pasé mis mejores años, a pesar de que para triunfar tuve que dejarlo atrás. Mi tío por parte de madre murió y como no había más parientes vivos, pasó a mi poder unas tierras improductivas que después de tres años y, cuando ya pensaba venderlas por nada, cobraron valor repentinamente. Se le ocurrió a una empresa constructora hacer un barrio residencial justo a las afueras de la ciudad, para dar cabida a los múltiples trabajadores de las empresas nacientes y a sus familias. Entonces tuv
Era viernes y como todos los viernes, el señor William Lakewood se disponía a visitar a su hermano; pero primero, antes de salir de las oficinas, se miró al espejo que colgaba justo junto a la puerta. Tenía cuarenta y ocho años, un cuerpo desgarbado y unos ojos hundidos y sin vida. Se colocó el sombrero y lanzándole una mirada de odio a su reflejo salió de la habitación. Supervisó la paga de sus trabajadores, cerró el negocio y dejó el auto en el taller para que le cambiaran el aceite y una bujía. Luego se dirigió caminando hasta las afueras del pueblo donde residía Albert. Esta caminata no era necesaria, bien podría ir en auto; pero prefería hacer el trayecto a pie. Además, las calles aledañas a la casa de su hermano siempre estaban sucias o inundadas y esto arruinaría la pulcritud de la carrocería, en cambio l
Con ese cerco legal no le quedaba más remedio que seguir cuidándolo aunque fuera muchísimo menos que antes, pues el grueso del trabajo recaía sobre las monjas, pero para él era una carga todavía más pesada, pues ahora su incapacidad para ser feliz y normal no tenía la justificación del hermano. En su mente estaba unido a algo que le arrastraba a lo profundo de la infelicidad. De nada le valía tener el dinero, el tonto estaba allí, burlándose de él; en las mujeres que pagaba para tener un sexo cada vez menos placentero, en cada noche solitaria, en cada persona que rehuía de su compañía, en cada segundo que pensaba en Albert por la fuerza de la costumbre, porque despertaba en medio de la noche creyendo escuchar a su padre maldiciéndolo, porque soñaba con su madre explotándole el vientre y llenándolo con su pestilente inmundicia, porqu
Hace un año regresé del exilio donde permanecí por veintitrés años. Cuando me fui estaba lleno de esperanzas y planes, sueños fantásticos que fueron derrumbándose uno por uno como un castillo de arena a la orilla de un mar sereno. Dejé atrás muchas cosas que, en aquella época, no me parecían tan vitales y hasta incómodas, cosas que luego descubrí que se llamaban responsabilidades. Era muy joven, o al menos eso era lo que aliviaba mi conciencia cuando la edad me fue dictando los errores que cometí en el pasado y que, por desgracia, seguía cometiendo una y otra vez.El colofón de mi agitada, convulsa y desperdiciada vida me llegó en un sobre amarillo con rótulo y letras negras que indicaban su procedencia. Era de un hospital público que me atendió después de un insignificante accidente laboral del cual esperaba s