Era viernes y como todos los viernes, el señor William Lakewood se disponía a visitar a su hermano; pero primero, antes de salir de las oficinas, se miró al espejo que colgaba justo junto a la puerta. Tenía cuarenta y ocho años, un cuerpo desgarbado y unos ojos hundidos y sin vida. Se colocó el sombrero y lanzándole una mirada de odio a su reflejo salió de la habitación. Supervisó la paga de sus trabajadores, cerró el negocio y dejó el auto en el taller para que le cambiaran el aceite y una bujía. Luego se dirigió caminando hasta las afueras del pueblo donde residía Albert.
Esta caminata no era necesaria, bien podría ir en auto; pero prefería hacer el trayecto a pie. Además, las calles aledañas a la casa de su hermano siempre estaban sucias o inundadas y esto arruinaría la pulcritud de la carrocería, en cambio las aceras eran altas y se mantenían secas. También prefería caminar porque así tenía tiempo para pensar y reflexionar sobre su vida y sobre su futuro. No era que William fuera un gran pensador, ni que su existencia fuera tan interesante que repasarla aportara gran placer. Más bien era todo lo contrario. Desde pequeño fue miserable y el carácter y la personalidad se forman en esa etapa de la vida, no importa cuánto se triunfe ni cuánto se tenga, si eres infeliz y desgraciado en la infancia, lo seguirás siendo hasta la muerte. Eso mismo le sucedió a William y su desgracia tenia nombre y rostro… el de su hermano.
Como todo lo que tenía fue heredado y muy tarde además, no poseía dentro de sí nada de lo que enorgullecerse y para empeorar la situación actual las cosas no iban bien, mirando poco a poco cómo el negocio heredado de su padre se venía abajo. Según el contable de la empresa, le daba a más tardar un año para ir a la bancarrota, pero realmente eso tampoco le preocupaba; es decir, le preocupaba quedarse sin dinero, pero lo que pasara con los talleres le daba igual, pues no les tenía ningún amor. Entonces no era de extrañar que, en sus ratos de ocio ya fuera de las oficinas, se dedicara a pensar en lo miserable que había sido su vida y, sobre todas las cosas, en quién provocó esa miseria.
Resulta que William y Albert fueron hermanos gemelos y, aunque eran exactamente iguales no se parecían en nada. Los dos fueron unos niños normales hasta los cinco años, cuando Albert enfermó con unas fiebres altísimas que le duraron tres días. Después de tantos remedios y oraciones las fiebres cedieron, pero el niño no se recuperó bien. Desde ese acontecimiento maldito, Albert se convirtió en un reflejo de lo que pudo haber sido. Nunca más pronunció palabra y se pasaba el día sentado mirando quién sabe qué y solo hacía lo que le mandaran, siempre que fuera algo muy simple, de manera que parecía más un autómata que una persona. Esto rompió el matrimonio y la familia, papá se alejó y mamá no pudo con la depresión que ya arrastraba, encontrando la solución en el fondo del rio, donde se enredó con unas ramas podridas y solo se supo de ella, después que los gases hincharan el cuerpo lo suficiente como para que saliera a la superficie. Todos fueron al pequeño muelle incluyendo a William, que vio cómo pescaban el cuerpo de su madre con un arpón amarrado a una vara. Cuando el metal perforó la piel, el vientre explotó como un fuego artificial, salpicando a muchos curiosos y despidiendo un hedor tan fuerte que William, muchos años después, trataba de disimular bañándose en colonia luego de restregarse media hora con estropajos y jabón, lastimándose incluso la piel.
La madre fue enterrada y el padre se hizo cargo de los chicos, o mejor dicho de uno de los chicos. El otro quedó relegado a la función de cuidador del enfermo. Se acabaron para él los fines de semana correteando por las calles del pueblo, las tardes jugando a las canicas o las noches de cine viendo películas del oeste. Mientras el padre se encargaba de un naciente negocio de curtido de pieles, el niño que debía tener una infancia común y corriente, se vio obligado a ser el lazarillo de su hermano. Lo tenía que cuidar día, tarde y noche, darle comida, bañarlo, vestirlo y todo diligentemente, porque el padre podía aparecer en cualquier momento y castigarlo severamente por descuidar al tonto. Así transcurrieron quince años, cuando el negocio parecía florecer pasaba algo y tenían que empezar de nuevo. Antes de prosperar se arruinaban y la mejoría tan esperada solo alcanzaba para ir comiendo y para mantener a William en el estatus de enfermero y acompañante. En estas convivencias tan estresantes, complicadas y complejas, se forman grandes alianzas de amor y entendimiento o grandes odios de dolor y resentimientos. No podía ser de otra manera, William llegó a odiar a su hermano como no pudo odiar a nadie más en el mundo, un odio visceral que trascendió en el tiempo.
Ya había caminado tres cuadras de las doce que separaban el trabajo de la casa de Albert. Caía la tarde y las personas comenzaban a esconderse en sus casas, preparándose para los quehaceres de la noche. La calle comenzaba a deteriorarse según se alejaba del centro y avanzaba hacia la zona de clase media. Se podían encontrar baches llenos de agua sucia aquí y allá, las aceras se salpicaban de hojas secas y marchitas. El aire comenzaba a refrescar, el sol se ocultaba y solo se observaban los últimos rayos en la distancia que se resistían a morir y atravesaban las nubes del horizonte, formando un abanico de luz gigantesco que las siluetas oscuras de las casas no dejaban ver bien. Su figura alta, encorvada y cubierta con un sobretodo negro que le llegaba a los tobillos no ofrecía mucha confianza. Cualquiera que se cruzara con él evitaría su compañía, no por su ropa, la cual era impecable, sino por la expresión de todo el conjunto. Bien podría tratarse de un medio burgués que paseaba en busca de una prostituta o un asesino acosando a su próxima víctima. El rostro permanecía oculto para la mayoría de los que se cruzaban en su camino, oculto tras el cuello levantado de su abrigo. Su andar era rápido pero liviano, como alguien que quisiera pasar desapercibido, apenas levantando la mirada del suelo para ver quién se cruzaba con él. A pesar de su apariencia tenebrosa, aparentaba estar esperando igual que un perro callejero, un puntapié de cualquiera que pasara por su lado. Era la frente un campo mal arado de finísimas arrugas que se entrecruzaban y las cejas espesas tenían unos picos a ambos lados como los búhos; pero lo que más alejaba a las personas eran sus oscuros y vacíos ojos, unos ojos que nunca miraban de frente, ni siquiera para dar órdenes en el trabajo. Cuando alguien lograba divisar algo más allá de las pestañas, se sorprendía de no encontrar nada, ni siquiera el brillo que acompaña al reflejo propio de cualquier ser vivo. Incluso se llegó a decir que el señor William era en el peor de los casos un muerto y en el mejor, un ciego que había logrado desenvolverse naturalmente en el mundo material gracias a la práctica de magia negra. Lo cierto era que, mientras caminaba esquivando los huecos dejados por los adoquines ausentes, seguía reflexionando sobre su infancia y juventud.
En la época en que ambos tenían veinticinco años fue cuando el taller de pieles comenzó a dar resultados, pero en vano el joven esperó los cambios. De los poquísimos afectos que el padre se podía dar el lujo casi ninguno fue para él. El trabajo fuerte y alejado terminó secando el amor por sus hijos y los relegó a una simple responsabilidad de la cual se ocupaba cuando podía, pero la tarea encomendada a William de cuidar a Albert la hacía cumplir estrictamente. A esas alturas el hijo tonto era más tonto y al otro se le había ido la mejor parte de su vida al lado del hermano, sin amigos con quienes salir y sin novias que saciaran sus instintos atrofiados, su existencia consistía en su mayor parte en refunfuñar y pelear con su gemelo que poco o ningún caso le hacía. Se desquitaba mezquinamente, pellizcándole donde no se vieran las marcas, lanzándole objetos para reírse de las reacciones del bobo, poniéndole traspiés y ofendiéndole cada vez que su frustración le superaba. Aprendió a vivir así, o más bien se resignó a vivir así. Al carecer de estudios y al volverse torpe en el trato hacia las personas, unido al temor al padre y a la costumbre de velar por su hermano, quedó atrapado involuntariamente en un círculo vicioso que, después de hacerse mayor, le impedía revelarse contra todo y crear otro camino. No era por amor que permanecía atrapado, era porque mentalmente estaba impedido de tomar alguna decisión de esa índole y se limitó a volver esa frustración contra sí mismo y contra su reducido mundo, dañándose tanto él como Albert.
William tenía cuarenta y dos años cuando su padre murió, envenenado por tantas sustancias y tintes usados en el taller para curtir y teñir las pieles. No tenía herederos salvo sus hijos, así que para ellos fue todo. En el testamento, se nombraba a Albert heredero universal de los bienes del viejo y a William como su albacea y administrador de éstos, ya que el estado mental del hermano no le permitía hacerse cargo de los negocios. Quedó escrito en negro y blanco que uno era total y completamente responsable de la salud y del cuidado del otro y que, si se detectaba un descuido o un abuso hacia él, automáticamente los bienes y el dinero pasaban a manos del banco, que se ocuparía del pago de los gastos y de la manutención de Albert. Para que fuera bien tratado por el resto de su vida, la misma dirección del banco beneficiado se ocuparía de supervisar el comportamiento de William, a través del testimonio de las monjas que se ocuparían de Albert después de la muerte del viejo. Él aceptó sin el menor signo de resentimiento, ya se esperaba algo parecido de su progenitor. A pesar del cuidado que puso en no ser descubierto mostrando su desagrado por la familia, el padre le sorprendió varias veces infraganti mientras maltrataba física o verbalmente a su gemelo. Por eso sabía cuál era la verdadera naturaleza de su hijo, así que tomó las medidas necesarias para que, a su muerte, no cayera uno en las garras del otro, obligándolo a cuidar de Albert mientras estuviese vivo. Con esa idea en mente, puso varias cláusulas.
Primeramente, tenía que darse todos los meses cierto dinero a la iglesia, que cada día enviaba a una monja a casa de Albert a cocinar y a limpiar la estancia, además le bañaba y le pelaba. En segundo lugar, William visitaría todas las semanas a su hermano y se encargaría de afeitarlo y de darle una vuelta en auto para que se distrajera. Y como tercera condición, puso un seguro de vida de cincuenta mil dólares a favor del tonto, por si William moría, practicando una autopsia completa al cuerpo de Albert ante la menor duda de que dicha muerte no fuera natural. De comprobarse algo sospechoso, todas las ganancias correrían el mismo destino. Irían a parar a un orfanato donde el padre pasó su niñez y administrado por las monjas que le cuidaban.
Con ese cerco legal no le quedaba más remedio que seguir cuidándolo aunque fuera muchísimo menos que antes, pues el grueso del trabajo recaía sobre las monjas, pero para él era una carga todavía más pesada, pues ahora su incapacidad para ser feliz y normal no tenía la justificación del hermano. En su mente estaba unido a algo que le arrastraba a lo profundo de la infelicidad. De nada le valía tener el dinero, el tonto estaba allí, burlándose de él; en las mujeres que pagaba para tener un sexo cada vez menos placentero, en cada noche solitaria, en cada persona que rehuía de su compañía, en cada segundo que pensaba en Albert por la fuerza de la costumbre, porque despertaba en medio de la noche creyendo escuchar a su padre maldiciéndolo, porque soñaba con su madre explotándole el vientre y llenándolo con su pestilente inmundicia, porqu
Hace un año regresé del exilio donde permanecí por veintitrés años. Cuando me fui estaba lleno de esperanzas y planes, sueños fantásticos que fueron derrumbándose uno por uno como un castillo de arena a la orilla de un mar sereno. Dejé atrás muchas cosas que, en aquella época, no me parecían tan vitales y hasta incómodas, cosas que luego descubrí que se llamaban responsabilidades. Era muy joven, o al menos eso era lo que aliviaba mi conciencia cuando la edad me fue dictando los errores que cometí en el pasado y que, por desgracia, seguía cometiendo una y otra vez.El colofón de mi agitada, convulsa y desperdiciada vida me llegó en un sobre amarillo con rótulo y letras negras que indicaban su procedencia. Era de un hospital público que me atendió después de un insignificante accidente laboral del cual esperaba s
Hace muchísimos, muchísimos años, conocí a Juan Morales Flores. Al principio de nuestra amistad pensé que no sería duradera nuestra relación, pues él pertenecía a la clase intelectual, con la cual nunca me sentí identificado y, aunque era de espíritu humilde, siempre tenía un aire de sana superioridad, brindando al mundo su carisma, que no producía ninguna envidia y sí mucha admiración. A pesar de sus cuarenta y tantos, ya tenía abundantes canas, delgado y huesudo, de unos seis pies, parecía siempre a punto de decir algo ingenioso. De ojos pequeños e inquisitivos, su rostro era apacible pero nada hermoso; la nariz era muy grande para la delgadez de la cara, soportando siempre unos lentes bifocales que se resbalaban constantemente, sus ojos muy juntos, las cejas muy pobladas y sus labios muy finos. Lo curioso era que, a pesar de su abstracta aparie
Pasados unos días me aparecí en su casa y no estaba. Como no lo podía ubicar ni por teléfono, le dejé una nota preocupándome por él y por la investigación, aunque tenía la esperanza de que ya hubiera desistido de esa loca idea. No fue hasta el siguiente día que me llamó para encontrarse conmigo. Al llegar me puso en las manos otro tazón de café, que ya se estaba haciendo costumbre y con cara de triunfo me dijo: —Fui a la casa donde te pagaron con los libros y los convencí para que me dieran la dirección de las personas que permutaron con ellos. Le invité a continuar con un gesto. —Ahora viene lo interesante —se regocijó frotándose las manos—, el dueño de la casa es un tal Evaristo, recuerda que hace tres años aproximada
—Pero el baño no tiene el piso de cuadros, sino que es nuevo —observé. —Exacto —estuvo de acuerdo—, por lo tanto estamos jodidos. —Sí, es cierto, pero existe la posibilidad de que no removieran las losas… — ¡Espera! —saltó mi amigo sobre la computadora, y dándole zoom a una parte de la foto, prosiguió: —Mira y dime qué te parece. Me acerqué a la pantalla y en efecto, se veía claramente que el piso del baño estaba por encima del resto del cuarto, por lo menos una pulgada. Eso indicaba que no removieron las losas viejas, sino que pusieron las nuevas encima de ellas. Los dos recobramos el aliento y las ganas de seguir adelante. En primer lugar, necesitaríamos un
Alejandro tenía ocho años. Era un poco pesado para su edad, aunque estaba lejos de ser obeso. Sus largos huesos anunciaban que, durante su adolescencia, crecería por encima del promedio. Su corta edad no le permitía estar preparado para comprender ciertas cosas de la vida. No comprendía qué era la corriente eléctrica, ni cómo los aviones volaban, ni siquiera podía entender de dónde venía tanta agua cuando llovía. Mucho menos comprendía el por qué su padre, que nunca jugaba con él, se empeñaba en hacerlo justo cuando mamá salía para el trabajo dejándolos solos. Ese juego no le gustaba para nada, pero si no lo hacía papá se molestaba mucho y lo castigaba. Al principio Alejandro protestaba tímidamente, luego dejó de hacerlo ante la impotencia de sus tímidas quejas. Además, despu&
Hace siglos que se ha tratado de descifrar los misterios de la adicción. Es cierto que ha habido avances, en cuanto al conocimiento de los cambios físicos y químicos que tienen lugar en el cerebro. También hay que señalar que en sentido general, estamos tan indefensos ante los vicios y los efectos perjudiciales que provocan en nuestra sociedad, como lo estábamos hace tres mil años. Incluso, muchos piensan que hemos perdido terreno ante ellos. Aún estamos lejos de saber por qué el animal más inteligente del mundo, cae en esa trampa que obliga a personas de todo tipo a depender de algo para sentirse realizado y hasta feliz, a tal punto que se puede llegar a perder la voluntad, la vergüenza y la familia, por algo tan banal. Dicen los entendidos que se necesita un solo trago para convertirse en alcohólico, o un
“Me había marchado de la ciudad hacía ya dos años y medio. Me hubiese mantenido lejos si no fuera porque tengo que cerrar un negocio tan importante como el que me trae de vuelta aquí”. Así meditaba para olvidarme un poco del aterrizaje del avión comercial que me traía de vuelta al lugar donde nací y donde pasé mis mejores años, a pesar de que para triunfar tuve que dejarlo atrás. Mi tío por parte de madre murió y como no había más parientes vivos, pasó a mi poder unas tierras improductivas que después de tres años y, cuando ya pensaba venderlas por nada, cobraron valor repentinamente. Se le ocurrió a una empresa constructora hacer un barrio residencial justo a las afueras de la ciudad, para dar cabida a los múltiples trabajadores de las empresas nacientes y a sus familias. Entonces tuv