—Pero el baño no tiene el piso de cuadros, sino que es nuevo —observé.
—Exacto —estuvo de acuerdo—, por lo tanto estamos jodidos.
—Sí, es cierto, pero existe la posibilidad de que no removieran las losas…
— ¡Espera! —saltó mi amigo sobre la computadora, y dándole zoom a una parte de la foto, prosiguió:
—Mira y dime qué te parece.
Me acerqué a la pantalla y en efecto, se veía claramente que el piso del baño estaba por encima del resto del cuarto, por lo menos una pulgada. Eso indicaba que no removieron las losas viejas, sino que pusieron las nuevas encima de ellas.
Los dos recobramos el aliento y las ganas de seguir adelante. En primer lugar, necesitaríamos un
Alejandro tenía ocho años. Era un poco pesado para su edad, aunque estaba lejos de ser obeso. Sus largos huesos anunciaban que, durante su adolescencia, crecería por encima del promedio. Su corta edad no le permitía estar preparado para comprender ciertas cosas de la vida. No comprendía qué era la corriente eléctrica, ni cómo los aviones volaban, ni siquiera podía entender de dónde venía tanta agua cuando llovía. Mucho menos comprendía el por qué su padre, que nunca jugaba con él, se empeñaba en hacerlo justo cuando mamá salía para el trabajo dejándolos solos. Ese juego no le gustaba para nada, pero si no lo hacía papá se molestaba mucho y lo castigaba. Al principio Alejandro protestaba tímidamente, luego dejó de hacerlo ante la impotencia de sus tímidas quejas. Además, despu&
Hace siglos que se ha tratado de descifrar los misterios de la adicción. Es cierto que ha habido avances, en cuanto al conocimiento de los cambios físicos y químicos que tienen lugar en el cerebro. También hay que señalar que en sentido general, estamos tan indefensos ante los vicios y los efectos perjudiciales que provocan en nuestra sociedad, como lo estábamos hace tres mil años. Incluso, muchos piensan que hemos perdido terreno ante ellos. Aún estamos lejos de saber por qué el animal más inteligente del mundo, cae en esa trampa que obliga a personas de todo tipo a depender de algo para sentirse realizado y hasta feliz, a tal punto que se puede llegar a perder la voluntad, la vergüenza y la familia, por algo tan banal. Dicen los entendidos que se necesita un solo trago para convertirse en alcohólico, o un
“Me había marchado de la ciudad hacía ya dos años y medio. Me hubiese mantenido lejos si no fuera porque tengo que cerrar un negocio tan importante como el que me trae de vuelta aquí”. Así meditaba para olvidarme un poco del aterrizaje del avión comercial que me traía de vuelta al lugar donde nací y donde pasé mis mejores años, a pesar de que para triunfar tuve que dejarlo atrás. Mi tío por parte de madre murió y como no había más parientes vivos, pasó a mi poder unas tierras improductivas que después de tres años y, cuando ya pensaba venderlas por nada, cobraron valor repentinamente. Se le ocurrió a una empresa constructora hacer un barrio residencial justo a las afueras de la ciudad, para dar cabida a los múltiples trabajadores de las empresas nacientes y a sus familias. Entonces tuv
Era viernes y como todos los viernes, el señor William Lakewood se disponía a visitar a su hermano; pero primero, antes de salir de las oficinas, se miró al espejo que colgaba justo junto a la puerta. Tenía cuarenta y ocho años, un cuerpo desgarbado y unos ojos hundidos y sin vida. Se colocó el sombrero y lanzándole una mirada de odio a su reflejo salió de la habitación. Supervisó la paga de sus trabajadores, cerró el negocio y dejó el auto en el taller para que le cambiaran el aceite y una bujía. Luego se dirigió caminando hasta las afueras del pueblo donde residía Albert. Esta caminata no era necesaria, bien podría ir en auto; pero prefería hacer el trayecto a pie. Además, las calles aledañas a la casa de su hermano siempre estaban sucias o inundadas y esto arruinaría la pulcritud de la carrocería, en cambio l
Con ese cerco legal no le quedaba más remedio que seguir cuidándolo aunque fuera muchísimo menos que antes, pues el grueso del trabajo recaía sobre las monjas, pero para él era una carga todavía más pesada, pues ahora su incapacidad para ser feliz y normal no tenía la justificación del hermano. En su mente estaba unido a algo que le arrastraba a lo profundo de la infelicidad. De nada le valía tener el dinero, el tonto estaba allí, burlándose de él; en las mujeres que pagaba para tener un sexo cada vez menos placentero, en cada noche solitaria, en cada persona que rehuía de su compañía, en cada segundo que pensaba en Albert por la fuerza de la costumbre, porque despertaba en medio de la noche creyendo escuchar a su padre maldiciéndolo, porque soñaba con su madre explotándole el vientre y llenándolo con su pestilente inmundicia, porqu
Hace un año regresé del exilio donde permanecí por veintitrés años. Cuando me fui estaba lleno de esperanzas y planes, sueños fantásticos que fueron derrumbándose uno por uno como un castillo de arena a la orilla de un mar sereno. Dejé atrás muchas cosas que, en aquella época, no me parecían tan vitales y hasta incómodas, cosas que luego descubrí que se llamaban responsabilidades. Era muy joven, o al menos eso era lo que aliviaba mi conciencia cuando la edad me fue dictando los errores que cometí en el pasado y que, por desgracia, seguía cometiendo una y otra vez.El colofón de mi agitada, convulsa y desperdiciada vida me llegó en un sobre amarillo con rótulo y letras negras que indicaban su procedencia. Era de un hospital público que me atendió después de un insignificante accidente laboral del cual esperaba s
Hace muchísimos, muchísimos años, conocí a Juan Morales Flores. Al principio de nuestra amistad pensé que no sería duradera nuestra relación, pues él pertenecía a la clase intelectual, con la cual nunca me sentí identificado y, aunque era de espíritu humilde, siempre tenía un aire de sana superioridad, brindando al mundo su carisma, que no producía ninguna envidia y sí mucha admiración. A pesar de sus cuarenta y tantos, ya tenía abundantes canas, delgado y huesudo, de unos seis pies, parecía siempre a punto de decir algo ingenioso. De ojos pequeños e inquisitivos, su rostro era apacible pero nada hermoso; la nariz era muy grande para la delgadez de la cara, soportando siempre unos lentes bifocales que se resbalaban constantemente, sus ojos muy juntos, las cejas muy pobladas y sus labios muy finos. Lo curioso era que, a pesar de su abstracta aparie
Pasados unos días me aparecí en su casa y no estaba. Como no lo podía ubicar ni por teléfono, le dejé una nota preocupándome por él y por la investigación, aunque tenía la esperanza de que ya hubiera desistido de esa loca idea. No fue hasta el siguiente día que me llamó para encontrarse conmigo. Al llegar me puso en las manos otro tazón de café, que ya se estaba haciendo costumbre y con cara de triunfo me dijo: —Fui a la casa donde te pagaron con los libros y los convencí para que me dieran la dirección de las personas que permutaron con ellos. Le invité a continuar con un gesto. —Ahora viene lo interesante —se regocijó frotándose las manos—, el dueño de la casa es un tal Evaristo, recuerda que hace tres años aproximada