Tres días más tarde, me levanté con esas náuseas que tanto odiaba. Las matutinas eran las peores, porque me levantaba aún dormida y directo al baño a vomitar. Pero nada era suficientemente malo como para apagar el amor y la felicidad que sentía al pensar en mi pequeño hijo. —¿Estás bien? —preguntó Mell preocupada, de pie en el umbral de la puerta. —Eso creo, estos vómitos no me sueltan —respondí con dificultad e intenté levantarme del suelo, pero no pasaron ni cinco segundos, cuando mi estómago pedía expulsar de nuevo. Esta vez Mell salió disparada y me recogió el cabello atrás de mí, porque mis ondas amenazaban con caer sanitario. —Tranquila, cariño, todo está bien —murmuraba y daba palmaditas en mi espalda. Después de secarme la boca con una toalla de papel, me levanté aún aturdida y Mell me sostuvo para que no me cayera, cepillé mis dientes con fuerza para quitar esa sensación horrible de mi garganta y el sabor amargo de mi boca. —¿Estás me
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