Noche lluviosa.

El hospital nocturno estaba sumido en una penumbra inquietante, solo interrumpida por la luz tenue de las lámparas de lectura en las habitaciones. Ezra, con su corazón en un nudo, avanzó por los pasillos silenciosos. El olor a desinfectante y la quietud le recordaban a las noches en las que había estado cuidando a su madre, cuando se enfermó.

Finalmente, llegó a la sala de guardia. Allí estaba Rebeca, su cabello castaño recogido en un moño desordenado, los ojos cansados pero llenos de determinación. Era una ginecóloga apasionada, entregada a su trabajo y a sus pacientes. Ezra la admiraba profundamente.

—Rebeca —dijo, su voz apenas un susurro, como si no quisiera interrumpir.

Rebeca levantó la vista del expediente médico y sonrió. A pesar del cansancio, su rostro seguía irradiando calidez.

—¿Ezra? — dijo Rebeca sorprendida—. ¿Qué haces aquí a estas horas?

Él sonrió y se acercó, entregándole una rosa amarilla.

—Vine a verte. No podía quedarme sin saber cómo estabas.

Rebeca señaló la sil
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