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O1: La loca y el anciano

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—Por favor, si ambas partes están de acuerdo, procedan a firmar y concluir el proceso —informó el abogado y la rubia no perdió ni un segundo en tomar el bolígrafo.

Y así terminó todo lo que una vez fue el sueño de una mujer enamorada. Así terminaron años de ser la sombra de alguien que nunca la consideró ni su prioridad, ni su felicidad.

Por su parte, Patrick casi brincó en un pie cuando le tocó firmar los papales del divorcio. Él podía soportar tener una amiga como esposa, pero Scarlett había enloquecido de la nada y él no estaba dispuesto a tolerar a una persona incapaz de controlar sus emociones.

—¡Sí! —exclamó él satisfecho—. Listo.

—Al fin eres rico y libre de esta farsa, ¿cierto? —susurró Scarlett resentida, dominando el nudo en su garganta. Ella deseaba poder negar que aún le dolía el pecho cada vez que lo veía; sus ojos verdes, su sonrisa torcida y sus jodidos labios. Era horrible seguir queriendo a una persona que solo te causó daño, y era más horrible porque te convirtió en un masoquista que todavía, en el fondo, soñaba con una esperanza.

Patrick suspiró.

—Con tus actitudes, obvio que sí.

—Bien por ti.

—Ya deja de quejarte, por favor, no hay que crear un escándalo aquí.

Scarlett sintió rabia por la forma en que Patrick expresó tanta lástima y condescendencia hacia ella.

—¿Nunca me amaste? —preguntó en voz baja, quemándose con cada palabra.

Patrick se quedó callado un rato, suspiró incómodo.

—Te tengo cariño.

Cerró los ojos y oyó caer los trozos de su corazón. Esos "te amo" la habían lastimado, pero esto fue diferente; fue una herida brutal, la herida que le faltaba.

—Ya, no te pongas dramática —demandó Patrick, intentando agarrarla de la mano y aplicar persuasión.

Lo sacudió lejos.

—Ojalá que mi dolor te haya comprado la felicidad —espetó Scarlett sin dirigirle ni una mirada.

Se levantó de la silla y abandonó la oficina, sintiendo que iba a llorar en cualquier instante.

—¡Oye, fíjate por dónde caminas! —la insultaron algunos en el camino, chocando sus hombros, mirándola como si no valiera nada.

—¡Scarlett! ¡Espera! ¡Vamos a hablar un segundo! —escuchó la voz de Patrick en algún lugar detrás de ella, pero la rubia no se detuvo.

No estaba dispuesta a derrumbarse frente a él, ya no. Le había quitado suficiente dignidad.

Aunque, seguramente, Patrick acababa de darse cuenta de que ella era la única persona que se aprendió de memoria sus contraseñas, sus correos electrónicos y sus contactos personales, porque él apenas se acordó de su propio cumpleaños.

"Que se busque otra secretaria."

"¡Qué se vaya al carajo!"

Entró al ascensor y apretó el botón del vestíbulo hasta que las puertas se cerraron. Soltó un par de lágrimas. Se sintió terrible por llorar, este no era el momento, pero el dolor la estaba asfixiando. Lo amaba, lo veneraba, le entregó todo y perdió todo. Este mal sabor en su boca no desaparecía, por muchos insultos que soltara y disparara en su contra. De nada sirvió y lo odiaba, lo odiaba tanto que necesitaba gritar hasta quedarse vacía.

—Tonta, idiota, masoquista —sollozó y se frotó furiosamente la cara con las manos—. Prometiste que no volverías a llorar por ese cabrón. Eso ya terminó. Te mereces algo mejor.

Decepcionada de su propia debilidad, salió corriendo en cuanto se abrió el ascensor, pero chocó contra un cuerpo enorme y casi se cayó de c*lo.

—¡Oiga, a usted qué le pasa! ¿No ve por dónde camina o qué? —se quejó enojada, lanzándole su mejor mirada venenosa al hombre que se acababa de cruzar.

Scarlett tragó saliva. No esperaba tener que alzar la cabeza para mirar correctamente al hombre desconocido. Él giró a verla en cuanto la oyó discutir. Alzó una ceja, y la hizo sentir una hormiguita. Aparte de alto, musculoso y perfumado, tenía unos fríos ojos azules descaradamente astutos, cabello canoso y un porte de autoridad incuestionable.

Era un hombre mayor, mayor que ella definitivamente. Se veía de unos cuarenta años, con su físico muy bien cuidado; un cuerpo que rayó en lo obsceno con esos músculos gruesos y proporcionados. El aroma de su perfume la mareó. Era intenso, embriagador. Debía costar sus buenos billetes. Lo más curioso es que no vestía un típico traje de negocios, sino que usaba una camiseta negra ajustada debajo de una chaqueta marrón, pantalones claros a la medida, botas pesadas y guantes de cuero.

"¿Por qué se me hace conocido? ¿Lo he visto antes? Nah, está muy bueno, no podría olvidar una cara como la suya."

—No soy ciego, pero generalmente nadie debería andar corriendo por estos pasillos públicos. —Su voz gruesa la pilló por sorpresa, era aterciopelada, intrépida pero serena. Fue algo que nunca había oído y la dejó tambaleando; le encantó esa mezcla de aspereza y exquisitez—. Así que no estaba preparado para tropezar con una... dama como usted.

El corazón de Scarlett, si fuese una persona, se arrinconaría y se cubriría la boca, mirando con miedo a esta nueva y atractiva amenaza.

"Alerta. ¡Alerta!"

—Yo... Yo no estaba corriendo —protestó la rubia entre dientes, suprimiendo sus instintos básicos.

El hombre mayor la observó, inquisitivo, y ella odió el hormigueo que despertó en toda su piel con esa mirada intensa.

—Usted está... —Él se aclaró la garganta. Sus ojos, misteriosos y brillantes, subieron y bajaron sobre ella, marcando un camino inolvidable—. ¿Está bien?

—¿Qué?

Se quedó callada, pues se acordó de donde venía, lo que estaba haciendo y cómo la dejó, lo mal que debió lucir su aspecto en este momento.

—Carajo. —Gruñó, girando la cabeza. Estaba a dos pasos de colapsar.

Se llevó las manos a la cara, terriblemente consciente de la humedad cubriendo sus mejillas y nariz.

—Estoy muy bien. Gracias —exhaló, reconstruyendo sus defensas.

El hombre dio un paso hacia ella, dándose cuenta de lo hermosa que era, aunque estaba pasando por un mal momento. Él no pudo evitar fijarse en esos labios carnosos entreabiertos y esas pestañas empapadas de tristeza.

—¿Tan mal le ha ido hoy, señorita? —le preguntó con una ceja alzada y ella lo miró por el rabillo del ojo, como si él representara una amenaza.

Scarlett resopló de manera poco femenina por el 'señorita', como si hacía unos minutos no había sido la señora Down.

—¿Y qué le hace suponer que tuve un pésimo día? —lo retó, levantando la barbilla.

El hombre, ni corto ni perezoso, guardó las manos en los bolsillos de su pantalón y sostuvo su mirada con gran arrogancia.

—Las lágrimas, puede ser —murmuró él, imperturbable.

Scarlett se atragantó. Los colores más chillones chisporrotearon en su rostro, mientras intentó, en vano, ocultar la evidencia de sus más profundas penas.

—Con todo respeto, señor anciano, ese no es su problema —claudicó tan altiva—. Yo no lo conozco, ni tengo la intención de conocerlo, ni hoy ni en un futuro cercano. Así que, ¡con permiso! Nos vemos en el mil novecientos noventa y nunca. Aunque seguro ya estará en un museo siendo un fósil.

La sutil diversión del hombre mayor fue reemplazada automáticamente por un ceño fruncido que lo hizo ver muy intimidante, justo cuando la rubia se dio la vuelta y continuó su penoso camino, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. Al carajo todo, los hombres mayores guapos, el romance y la aventura. La desilusión sí que te destrozó cuando te pegó.

—Sí, cásense —se burló de una pareja enamorada que iba corriendo a contraer nupcias—. Patético.

Varias personas la miraron como si estuviera loca, y les sonrió a cada una, mostrándoles el dedo medio. No la hizo sentir menos miserable, pero tampoco le quitó el sueño. La gente siempre le pareció hipócrita, criticona y malagradecida, así que podía ser la loca que asumieron que ella era, si eso les daba felicidad.

Ya qué ella no podía ser feliz.

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Pudo conseguir asilo en la casa de sus padres solo por una noche. Fue perfecto, no quería más que eso. Ya había tenido suficiente de la convivencia con la familia. Era mejor la relación a distancia. Así que fue allí con una mochila (mientras el resto de sus pertenencias esperaban por un lugar relativamente estable) y se movió como si fuera una completa extraña.

Cuando fue el momento adecuado, no lo pensó dos veces. Subió al segundo piso y entró al estudio de su padre sin anunciarse. Detrás de un escritorio, allí estaba la figura de su padre, acomodado en una silla de cuero con las manos entrelazadas sobre el estómago. Scarlett intentó no tragar saliva, porque su padre lució como lo que era, un general condecorado del ejército, Thomas Queen Johnson.

—Me alegra verte —él la recibió—. Aunque no con esa elección de ropa.

Scarlett supo que estaba decepcionado, lo vio en sus ojos café mientras analizaba su apariencia: camiseta negra holgada, shorts andrajosos, botas militares y el cabello mal amarrado en lo alto de su cabeza. No le importó. Había pasado años usando tacones asesinos, vestidos ridículos y peinados estrafalarios para encajar en el prospecto de la esposa ideal para un millonario prometedor. ¿Y de qué valió? Si ni un centavo le quedó en el bolsillo.

—General Johnson —contestó divertida, acariciando los libros de una estantería—. Ugh, esto sí que tiene polvo.

—Claro que están empolvados, hace años que no te leo un libro.

Una sonrisita melancólica tiró de sus labios.

—Sí, eran mis favoritos. Pero ya esos años pasaron.

—Mira, Scarlett, respecto a tu divorcio-

—Consígueme un trabajo —lo interrumpió, girando a verlo.

Thomas levantó la barbilla sin dejar de analizarla como si ella fuera una bomba nuclear.

—Necesito un trabajo. De lo que sea, limpiando casas, cuidado niños, o de asis-tonta, si es lo que puedo ejercer —agregó la rubia sin perder la convicción.

—Iba a hablarte de eso, eventualmente.

—Quiero que lo hablemos ahora —Scarlett exigió muy decidida—. Lo de mi ex, qué se lo lleve el viento. Pero el dinero no, así que tengamos esta conversación.

—¿Así que sabes muy bien a qué has venido?

—No soy tonta. No demasiado —se corrigió a mitad de la frase—. Tengo que salir, y rápido. En esta casa, si no eres casado y tienes hijos, te consideran un fracaso. Y ya estoy vieja para esas m*amadas machistas.

—¡Scarlett!

—¿Qué?

—Tampoco las cosas llegan a ese extremo.

—Ah, ¿no? Mis hermanos ya se casaron y cambiaron pañales, pero ninguno es dueño de una casa propia o un auto propio. Simplemente encontraron a una persona que lo tenía por ellos, pero a quién le importa.

Thomas alzó una mano.

—Si vas a revolcarte en tu miseria, dímelo. Tengo información, o le daré este voto de confianza a otra persona que se sienta capacitada.

Eso despierta su curiosidad.

—¿A qué te refieres?

—¿Te acuerdas de Krause?

Inmediatamente, sus mejillas se encendieron y las arrugas se acumularon en su rostro mientras se le venía a la mente ese nombre.

Krause...

Krause Stein.

—Ese es tu mejor amigo, ¿cierto? El capitán ese que siempre venía a casa a cenar cuando era niña —siseó, recelosa.

Eso es poco, en realidad. Sus memorias del entonces capitán Stein dejaron de ser nítidas después de los quince años.

M****a, lo había odiado.

Recordaba a Krause como la persona a la que le encantaba retar nada más por capricho. Si él cenaba en casa, ella llegaba tarde. Si él la saludaba, ella rodaba los ojos.

Fue una guerra interminable.

Fueron como agua y aceite, calor y frío, Barcelona y Real Madrid. El contrapunteo entre ambos pareció eterno, pero luego el ejército lo arrastró al otro lado del mundo junto con su padre y no volvió a saber nada de su vida.

—Es coronel ahora. Su familia siempre ha tenido una de las mejores compañías de defensa del mundo, pero no confía en cualquiera para ser su asistente personal ya que tiene una vida... complicada. Así que le conté que justo acabas de divorciarte y que tu ex esposo te echó a la calle.

"Auch".

—En primer lugar, él no me echó, yo me fui. Y segundo, me alegra que tú y tu amigote se entretengan con mi privacidad —discrepó.

—Fue la historia lo que lo convenció de ofrecerte el puesto que no le da a nadie.

—La próxima también cuéntale- Espera, ¿qué dijiste? —Su boca casi cayó al piso—. ¿Él...? ¿Aceptó? ¿En serio?

Eso sonó inverosímil. ¿Ese mismo Krause, que siempre atrajo las miradas descaradas de las mujeres, y de algunos hombres, y por eso era un jodido arrogante?

—Es lo que dije. Fue muy difícil, pero te dará el puesto.

Soltó una risita desconfiada y lo apuntó con un dedo.

—¿Cuál es la trampa, eh? —preguntó, intrigada.

—No hay trampa.

—Tiene que existir una trampa. Estamos hablando de un tipo que le sobra atractivo y mucho ego. Si no ha contratado a nadie como su asistente personal, es porque hay una trampa, o un enorme problema. —Se encogió de hombros. Era simple lógica. ¿Un trabajo bien pagado desocupado? Olía a peligro.

Thomas suspiró, aceptando la derrota.

—No me siento cómodo dándote esa información. Lo mejor es que vayas mañana a su apartamento y saques tus propias conclusiones. Te enviaré la ubicación.

—Guau, mañana —exclamó—. ¿Tan desesperada le contaste que estoy?

—Quiere ayudarte —dijo Thomas, mirándola fijamente—. Krause es un buen tipo, pero es muy exigente. Lo que significa que debes darle una buena impresión. Y, por favor, no lo eches a perder.

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