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66. No hay nadie a quién culpar

Las manos se encuentran otra vez en su pecho.

Como una ráfaga de viento que se mueve dentro, y ahora, en el vaivén del beso, entregado, y nuevamente, despótico. Ya no es ella quien lo hizo, quien se abalanza contra sus labios, pero no puede pensar en otra cosa que no pueda ser menos gratificante que aquello. Se sumerge en el abismo que le brinda su toque. Delicado. Soberbio. Otra vez es la misma sensación, pero aún más dispuesta, anhelada, porque los dos saben que no hay mejor entrega que la misma. El verdadero y allegado desliz que unen sus corazones de pronto. No hay motivo para volver atrás.

Aferrándose a la idea de encontrar otro camino para sostenerse en aquella posición, porque no es suficiente, con sus manos y en la misma estancia que da su consentimiento para que los dos viajen al mismo lugar, no cree ver el motivo necesario, porque es más placentero ahora tenderse de esa manera.

Para los dos, no es más que una ventura. Una vez más, Maya necesita respirar para volver a la real
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