Andrés estaba en su habitación, terminando de acomodar su traje frente al espejo. Con movimientos meticulosos se ajustaba la corbata cuando, al levantar la vista, sus ojos se cruzaron con el retrato que colgaba en la pared: él y Sandra, el día de su boda. Ambos sonreían, jóvenes, ilusionados… promesas que ahora parecían tan lejanas.El recuerdo lo sacudió por dentro, pero no tuvo tiempo de sumirse en la nostalgia. Tocaron la puerta con suavidad.—¿Quién es? —preguntó, sin dejar de mirar el retrato.—Soy yo, tu madre… —respondió Emma desde el otro lado—. Tu hija quiere verte.—Pasa, madre —dijo Andrés, girando hacia la puerta.Al abrirse, la pequeña Melody corrió hacia su padre con una gran sonrisa y se lanzó a sus brazos.—¡Te extrañé mucho, papá!Andrés la alzó con cariño y besó su mejilla con ternura.—Yo también te extrañé, mi princesa. ¿Y dime una cosa? ¿Dónde está tu mamá?—Salió. Se fue de paseo. Dijo que volvía en tres días —respondió la niña con inocencia.Andrés bajó lentamen
Alejandro subió a su auto acompañado por sus padres. El silencio era tan espeso como el aire mismo, apenas interrumpido por el sonido de la puerta cerrándose. Con un suspiro profundo, se colocó el cinturón de seguridad, encendió el motor y arrancó lentamente, con el rostro serio, la mirada perdida en la carretera.En el auto de al lado, Andrés hizo lo mismo. Subió sin decir palabra, pero antes de girar la llave en el encendido, sintió la mirada persistente de su padre. Óscar, sentado en el asiento del copiloto, lo observaba con detenimiento mientras se ajustaba el cinturón.—¿Te sucede algo, hijo? —preguntó con suavidad, como temiendo tocar una herida abierta.Andrés soltó un suspiro largo, como si llevara días reprimiéndolo.—Es Sandra, papá —respondió sin mirarlo, dejando que sus dedos tamborilearan con impaciencia sobre el volante—. No dejo de pensar en ella.Óscar bajó la mirada, apesadumbrado. Su voz se volvió casi un susurro cargado de remordimiento.—Cuánto lo siento, hijo… Yo
El auto negro se detuvo frente a la pequeña casa del barrio, un lugar humilde, de fachada blanca y paredes ligeramente desgastadas por el tiempo. Los vecinos murmuraban, pero el ambiente estaba cargado de un silencio pesado, un respeto profundo que se percibía desde lejos. Las flores en la entrada daban una falsa sensación de paz: lirios blancos, coronas con cintas negras y velas encendidas junto al portón principal de la pequeña casa.Alejandro apagó el motor. El crujido del freno de mano fue lo único que rompió la tensión dentro del vehículo.—Hijo —dijo Carlos Ferrer, posando su mano sobre el hombro de Alejandro—. Estamos contigo.Alejandro no respondió de inmediato. Mantenía las manos firmes sobre el volante, los nudillos blancos por la presión. Sus ojos estaban clavados en la entrada del lugar, donde ya se reunía un grupo de vecinos y algunos conocidos de Marta, la madre de Camila. Su pecho subía y bajaba con lentitud, controlando la respiración, como si contuviera una tormenta.
El aire estaba cargado de silencio. El murmullo de los asistentes al velorio de Camila apenas se escuchaba, como si la misma muerte impusiera respeto sobre cada conversación, sobre cada gesto. Dentro de la pequeña casa, las velas parpadeaban suavemente con el viento que se colaba por las rendijas de las ventanas abiertas. El aroma de las flores frescas comenzaba a mezclarse con el incienso, creando una atmósfera casi irreal, suspendida entre el dolor y la incertidumbre.Afuera, el cielo estaba nublado. Las nubes grises cubrían el sol por completo, como si la naturaleza misma estuviera de luto. De pronto, un auto negro de lujo se detuvo frente al lugar. Era un vehículo diferente, elegante, intimidante. Las puertas traseras se abrieron y de él descendió un hombre de traje oscuro, perfectamente entallado, de porte imponente, rostro afilado y mirada helada como una daga.Adrien Garcia había llegado.Su sola presencia alteró la energía del lugar. No necesitó hablar para que todos notaran q
El murmullo suave de los asistentes al velorio comenzaba a disiparse. La brisa de la tarde soplaba suavemente, meciendo las coronas de flores que rodeaban el féretro. Algunas personas comenzaban a retirarse, dándole espacio a la intimidad de los más cercanos. La casa se sumía poco a poco en un silencio reverente, apenas roto por los sollozos ahogados de quienes aún no podían creer la tragedia.Marta, con las manos entrelazadas sobre su regazo, permanecía sentada al fondo, inmóvil. Había visto con atención cómo Adrien se marchaba escoltado por sus hombres, cómo su oscura presencia abandonaba el lugar como un fantasma que dejaba una huella profunda a su paso. Cuando la última rueda del vehículo desapareció por la curva del camino, el corazón de Marta se agitó.Los pensamientos la golpearon con fuerza. Su respiración se aceleró. Miró el ataúd una vez más y se llevó las manos al rostro. “¿Y si le digo la verdad?”, se preguntó. “¿Y si le confieso a Alejandro que Camila está viva… que todo
La tenue luz de la lámpara iluminaba la habitación de Margaret, creando sombras largas que danzaban sobre las paredes color marfil. Un perfume floral impregnaba el ambiente, mezclado con el sutil aroma del vino tinto que giraba lentamente en la copa que sostenía entre sus dedos. Caminaba de un lado al otro, descalza sobre la alfombra mullida, con una bata de seda roja que flotaba a cada paso, como si fuera una reina celebrando su victoria.Una sonrisa arrogante curvaba sus labios pintados. Sus ojos brillaban con una mezcla de satisfacción y ambición. Se acercó al espejo de cuerpo entero, lo contempló por unos segundos y levantó la copa como si brindara con su reflejo.—Ya es hora, Margaret —susurró con voz pausada y venenosa—. Todo está saliendo como lo planeaste. Camila ya no está... Alejandro sufrirá, claro, pero solo por un tiempo. El dolor pasará. Y cuando lo haga, yo estaré allí. A su lado. Como siempre.Tomó un sorbo de vino, cerró los ojos y saboreó cada gota como si fuera el t
La noche avanzaba silenciosa, dejando en el aire ese frío característico que precede al amanecer. Un par de farolas alumbraban débilmente el frente de la casa de Camila, ahora rodeado de arreglos florales, coronas y sillas desordenadas que los vecinos habían prestado para velar a la joven. La calle permanecía en calma, apenas rota por el murmullo de algunas personas que aún se resistían a retirarse.Dentro de la casa, Alejandro y Andrés conversaban en voz baja, sentados cerca de una de las ventanas. Ambos tenían los rostros marcados por el cansancio, no sólo físico, sino emocional. La pérdida de Camila era una herida que aún ardía demasiado fresca.—¿A qué hora es el entierro? —preguntó Andrés, rompiendo el silencio mientras observaba su taza de café casi vacía.Alejandro levantó lentamente la mirada. Sus ojos estaban enrojecidos por la falta de sueño y las lágrimas reprimidas.—A primera hora de la mañana… justo después del amanecer —respondió con voz ronca.En ese instante, el sonid
Uno de sus hombres se acercó y le abrió la puerta del auto blindado que lo esperaba a unos metros. Adrien entró sin decir palabra, y el chofer arrancó el vehículo con suavidad, como si cada movimiento estuviera cuidadosamente ensayado.En cuanto se acomodó en el asiento trasero, Adrien sacó su teléfono. Pulse el número que tenía en marcación rápida.—¿Aló? —La voz grave de su padre respondió casi al instante.—Papá, soy yo. —Ya voy saliendo de la casa de Camila —dijo Adrien, su tono relajado pero alerta.— ¿Cómo fue todo? ¿Sospechan algo?—No, todo está bien, nadie sospecha nada. Alejandro me observó de una forma extraña, como si quisiera detenerme, pero se contuvo. No era el momento ni el lugar. —Hizo una pausa breve—. ¿Cómo está Camila?El silencio del otro lado duró unos segundos que parecieron eternos.—Sigue estable, hijo —respondió finalmente su padre—. Según el doctor, está respondiendo al medicamento. Su temperatura se estabilizó un poco esta madrugada; Eso es buena señal.Adr