LOS AÑOS NEGROS

LOS AÑOS NEGROS

15 de Marzo de 1924

CAPITULO III

En las radas del puerto de Hongkong, un discreto buque de transporte atracaba al medio día, desembarcando a una veintena de pasajeros que salían abriendo sus paraguas bajo una fuerte lluvia. Una mujer delgada, quizás excesivamente, descendía en último lugar mirando en torno suyo con la mirada triste y el ceño fruncido. Vestía una falda negra ajustada al talle, con un cinturón ancho de charol brillante y blusa blanca levemente abierta en el cuello, de manga larga, que casi ocultaba por completo la chaqueta de buen corte, que se cerraba bajo su pecho con dos botones. Su pelo ondulado y con raya al medio, realzaba un rostro carente de belleza, con una expresión seria y decidida. Los zapatos de tacón bajo de Wallis Simpson, resonaron contra la piedra rítmicamente, y nadie le prestó demasiada atención. Venía dispuesta a reanudar una relación quebrada desde hacía años y deseaba que las viejas heridas pudieran restañarse con tiempo y acceder a una estabilidad que la vida se había negado a concederle.

Wallis sabía exactamente donde encontrar a su aun marido Earl Winfield Spencer, y allí se dirigió, perdiéndose entre callejuelas estrechas, con grandes balconadas salientes, desde cuyas celosías de madera, observaban sus inquilinos a los que llegaban del otro lado del mundo. Las aceras apenas eran líneas delgadas  de piedra, que se pegaban a las fachadas de los edificios, delimitando el espacio por el que los escasos automóviles y los carros, transitaban. No tardó en llegar hasta una taberna escondida tras una destartalada y ruinosa casa, que la ocultaba de la vista. Cerró su paraguas y penetró en el local. Recorrió la entera longitud de la barra de madera que a su derecha se elevaba hasta llegarle al pecho. Al fondo una docena de mesas, ocupadas todas ellas por rudos estibadores y marineros de diferentes nacionalidades, conformaban una heterogénea masa informe que bebía y gritaba y que le resultó desagradable a Wallis.

Win, como le solían llamar sus conocidos a su esposo Earl Winfield, estaba en la mesa que hacía esquina, al fondo del local, solo, y con una botella ya vacía frente a él. Su faz evidenciaba los efectos del licor. Mirada enrojecida, ojos llorosos y repantingado en la silla que crujía bajo su peso, la miró e hizo un intento de levantarse, desistiendo al sentir que su cuerpo se balanceaba amenazando caerse. Wallis sintió que el mundo se derrumbaba en torno suyo, y quedó en pie ante Win con una media sonrisa en su cara y la mano tendida para ayudarle a incorporarse. El corpachón de Win logra ponerse en pie a duras penas y es entonces cuando ella se percata de que al lado de la botella vacía ,hay no uno, sino dos vasos. Alguien ha estado bebiendo por largo tiempo con su marido…no tiene la oportunidad de preguntarle, pues en ese instante la figura enjuta de rostro afilado llega a su altura y sonríe fríamente antes de presentarse formalmente.

-Soy Robert Ley, lamento que tengamos que conocernos en tan inoportunas circunstancias froilan, creo que precisará de ayuda para trasladar a su esposo a su casa…-A Wallis, mujer intuitiva y sagaz, le desagradó profundamente aquel hombre que tenía la desfachatez de proponerle a ella acompañarle a su casa, sin saber si era algo que podía serle incómodo a ella. Wallis desecha el ofrecimiento del desconocido y este finge, no haberse da cuenta de la mala impresión que ha causado a aquella mujer que no se parece en nada al desdichado Win.-Tengo un coche afuera y resultará más fácil llevarlo entre los dos, no se preocupe su marido me conoce de hace varios años somos amigos.

Robert Ley desconocía el espíritu de Wallis, que era capaz de hacer cuanto se proponía sin la ayuda de ningún hombre, acostumbrada a llevar a su esposo a casa cada noche, cuando este vivía con ella, Incluso a sufrir sus malos tratos, cosa que pretendía olvidar, borrándolo de su mente para siempre, a fin de reedificar su resquebrajada relación, abandonada por ella, hací demasiado tiempo para su gusto. Sin pronunciar palabra, la en apariencia débil mujer, aferró a su marido con el brazo derecho bajo la axila izquierda de este, y lo ayudó a andar mientras con voz firme lo estimulaba a caminar por sí mismo, haciendo mención de su hombría menguada, a causa del alcohol. Los dos salieron del local y bajo la lluvia, quedaron en pie, hasta que un carro llevado por un chino pasaba y se hizo cargo de ambos ayudándolos a subir, bajo el insistente aguacero, y guarecerse bajo la capota, abrazados para proporcionarse calor mutuo. Los dos occidentales desaparecieron bajo la atenta mirada de Robert Ley, que se quedó chasqueado bajo el dintel del tugurio en que se había medio emborrachado para hacerle hablar a Win de algo que deseaba saber.

Cuando la calesa de tracción humana, llegó a la dirección proporcionada por Wallis, la estilizada silueta de un discreto hotel se alzó en medio de las casuchas que la rodeaban, como apretándola para tratar de derruirla. Wallis que había despabilado lo suficiente a Win como para que este caminase por sus propios medios hasta el vestíbulo del hotel, enganchó su brazo derecho al de este y como una pareja vulgar más, penetraron en el lugar en que se hospedarían por unos escasos días, en que el destino habría de visitarlos como un ave de rapiña, dispuesto a explotar sus cualidades más escondidas. La habitación resultaba pequeña pero bien amueblada, con un amplio ventanal que le permitía a Wallis, divisar desde lejos quién se acercaba a la entrada del hotelito, y controlar las visitas inesperadas, o quizás incluso indeseadas.

Earl, su Win, se despatarró en la cama y compuso una imagen que despiertó más la rabia y la impotencia de Wallis que la pena por su lamentable estado. Pero ella había venido a resucitar su turbulenta relación y estaba dispuesta a conseguirlo, como fuera. Le sacó las botas embarradas y los pantalones y los colocó doblados encima de la silla que haría de galán, para posteriormente desabrocharle la camisa sudada y maloliente, que tiró al suelo asqueada. Un mohín de repulsión se dibujó forzadamente en la cara, perfectamente enmarcada por unos ojos ligeramente almendrados y unas cejas limpias y diáfanas, que escrutaban cada detalle de su entorno, sintiendo el aguijón de la pobreza una vez más en su cerebro. Se desnudó lentamente y colocó cuidadosamente su ropa en la silla cercana a la ventana alejándola de la de Earl, para evitar que su olor se pegase a ella.

Se embutió en un kimono chino y miró el rostro hermoso y viril, de quién despertase en ella el fuego de la pasión más desenfrenada que jamás fuese a conocer, y se quejó para sus adentros de haber tenido que renunciar a su cuerpo y a las caricias de sus manos, antaño buenas conocedoras de sus secretos más íntimos. Desde que el mando de la marina descubriera que bebía en exceso y decidiese destinarle a un lugar apartado y discreto, en el confín del mundo, con la vana esperanza de que terminase con el vicio que ya le había costado su matrimonio, que para cuando llegó a Honkong, era tan solo un montón de cenizas, con varios episodios de malos tratos a cuestas, el alcohol se hizo con su persona como un amo con un esclavo al que ha quebrado su espíritu.

La luz del nuevo día penetraba a través de las cortinas demasiado delgadas como para impedirlo, y Wallis se incorporó casi de un salto para salir de puntillas de la habitación, y encerrarse en el baño comunal del modesto hotel, donde realizar sus abluciones cotidianas. Se miró en el espejo y se juró a sí misma, que jamás permitiría que le volviera a poner la mano encima, ni a Earl,  ni  ningún otro hombre que caminase sobre la faz de la tierra. Se peinó, se perfumó y cuando salió para entrar de nuevo en la habitación era una sensación de poder y seguridad tal la que le embargaba, que supo que dominaría desde entonces la situación como nunca antes lo había hecho. Earl incorporado en la cama, se quejaba de un fuerte dolor de cabeza, debido a la borrachera de la noche anterior. Wallis quedó en pie ante la cama desecha y cuando su marido logró sentarse en el borde, con ambas manos en la nuca masajeándosela, le habló en un intento de dar comienzo a una relación que había muerto en realidad tiempo atrás.

-Debemos sobreponernos a estos tiempos duros y críticos y empezar por abandonar ese vicio que te mantiene atado a los tugurios y te somete a un estado de indignidad permanente.

-¿Has venido desde tan lejos solo para sermonearme, o para hacer tu obra de caridad?- le soltó con sarcasmo Earl.-pierdes el tiempo, yo ya he sido denigrado por mis superiores y he aguantado todo lo que se supone que un hombre debe soportar...

-No me impresiona tu estado, ni me da pena la situación en que te hallas, es por culpa tuya y solo sé que si de verdad te consideras aun un hombre, deberías sobreponerte y salir de este submundo en que habitas como una rata que se esconde de su destino.

Earl intentó levantarse y llegar hasta Wallis con la malsana intención de pegarle, como estaba acostumbrado a hacer en otros tiempos, pero esta vez el alcohol estuvo de parte de Wallis, y ella mantuvo la compostura sin dar un paso atrás. Hubo de sentarse ante el intenso mareo que lo desorientó y a pesar de su egocéntrica personalidad, unas lágrimas escaparon de sus ojos. Wallis le ayudó a llegar al retrete, y a lavarse antes de vestir las prendas que  había encargado la noche anterior al botones abonándole una generosa cantidad, que debería haber guardado para los días siguientes.

Earl, presentaba ahora una imagen al menos aceptable a ojos de Wallis y cuando se disponían a salir de la habitación, unos golpes fuertes les dejaron paralizados. Wallis abrió la puerta y ante ella, el hombre de la noche anterior, al que ella culpaba de haber emborrachado a Earl, cosa que no resultaba demasiado difícil, quedó enmarcado en la puerta con una amplia sonrisa desplegada a modo de tarjeta de presentación.

-Siento haberme comportado de manera tan vulgar anoche, le pido mil disculpas señora Winfield, utilizó el apellido de su marido, es mi deseo serles de utilidad en estos momentos. Si me lo permiten les llevaré a un lugar más apropiado para que se hospeden y me haré cargo de sus gastos mientras estén en Hongkong.

Wallis estuvo a punto de negarse al ofrecimiento de aquel presuntuoso varón, que tanto le desagradaba, pero ante la oportunidad de residir en un sitio más acorde con sus gustos, cedió amablemente y le siguió hasta la calle donde un Buick negro les esperaba. Seguro Robert de la respuesta de aquella fémina dominante y de rara inteligencia, bien reflejada en sus penetrantes miradas. Un conductor enteramente ataviado de negro, con un brazalete rojo en su brazo izquierdo, se acomodó en el lado derecho del auto y arrancó.

En el lujoso vestíbulo, antítesis del hotel en que se hospedase su primera noche Wallis, Robert Ley se sentó con las piernas separadas, cruzando la pierna izquierda sobre su rodilla derecha y extrajo un cigarrillo de su pitillera de plata, en la que un símbolo llamó la atención de Wallis, era un águila bajo cuyas patas se desplegaba una esvástica. Tras expulsar su primera bocanada de humo, y con Earl ya despabilado por completo, Robert se dispuso a dejar sobre la mesa su proposición.

-En estos tiempos de cambios sorprendentes, cuando los gobiernos se ven impotentes para frenar el desempleo y las revueltas sociales, los elementos que tienen algo que ofrecer, son considerados por quién sabe valorar sus capacidades.

-¿Está tratando señor Ley, de vendernos una idea? –le recriminó en un tono informal Wallis.

-¿Estaría usted dispuesta a comprarla, si esta le proporcionase los medios suficientes, como para vivir con el nivel que una mujer como usted merece sin duda…?

Wallis se limitó a no responder de manera imprudente, era consciente, de que aquel movimiento al que parecía pertenecer el señor Ley, era de una índole peligrosa y capaz de causarle problemas indeseados. Sonrió y permitió que se expresase sin ambages.

-Mi partido tiene sumo interés en conocer los gustos y proyectos de diferentes hombres de negocios que viajan desde los Estados Unidos e Inglaterra, así como de otros países con tejidos industriales de importancia.

-¡Me está proponiendo espiarlos!-fingió alarmarse Wallis.

-Nosotros somos gente normal, no sabemos de esas cosas…-trató de zafarse Earl, que vio como una irada penetrante, casi calcinadora le era dirigida por sus esposa, que llevaba las riendas de la conversación.

-Siga por favor señor Ley, me está interesando sobremanera su ofrecimiento.

-De aceptar usted, deberíamos prepararla para tal “trabajo”…

-Ya, y, ¿en qué consistiría esa digamos “preparación”?

-Vayamos despacio, antes quiero que me diga qué piensa de ciertos temas que son relevantes para mi partido.

Apenas pronunciadas aquellas palabras, un hombre de aspecto rudo vestido con ropas vulgares y desgastadas, llegó hasta ellos, Saludó a Robert Ley y se sentó enfrente de este con los antebrazos sobre sus rodillas echado hacia a delante.

-Les presento a mi colega Vladimir Yaroskov.

Wallis observó el bulto que se pronunciaba bajo el brazo izquierdo de la americana del recién llegado y supo que iba armado.

La conversación se desvió por caminos, en que la política era la principal de las preocupaciones de los tres, dejando un tanto marginado a Earl, que acabó dormitando en el blando sillón de cuero marrón del vestíbulo, olvidado.

Dos mundos que se verían enfrentados en unos años posteriores, se hallaban representados por sus agentes, en aquella parte del orbe en que se daban cita los más estrambóticos personajes.

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